Comencemos con una anécdota alejada cronológica y geográfica-mente del
contexto alejandrino: Capua, Italia, siglo XV. En sus habi-taciones palaciegas,
el Rey Sabio aragonés Alfonso V, también conocido como el Magnánimo por su
esplendida generosidad con los miembros de su ilustrada corte napolitana, está
enfermo. Antonio Beccadelli, poeta y
escritor de cabecera del monarca, nos cuenta en sus Dichos y hechos de
Alfonso, rey de Aragón cómo él mismo consiguió animarlo y prácticamente
sanarlo, ayudándose simple-mente de la lectura de un libro interesante y
entretenido: «Estando el rey enfermo en Capua, muchos buscaban muchas cosas
para alegrarlo, cada cual lo mejor que sabía y podía. Yo, en aquella sazón
estaba en Gaeta y en cuanto lo supe, con la mayor presteza que pude, armado de
mis libros y medallas y cosas en que el rey pensaba dar solaz y pasatiempo me
vine para él». Así, que lo primero que hizo para entretenerle, según dice, fue
ofrecerle un libro. El rey comenzó a tomar tanto gusto y tanta alegría en oír
las cosas que en él se contaban que «los médicos se espantaron» viendo cómo se alivió, y «casi despidió todo el mal que tenía». De tal manera que «dejadas
aparte todas las otras recreaciones y pasatiempos que para aliviarlo solía
buscar, solo ocupábamos cada día en tres capítulos». «Tanto que enseguida
acabamos de leer todo el libro».
Aquel libro no era otro que la biografía de
Alejandro Magno escrita probablemente en el siglo I de nuestra era por un tal
Quinto Curcio Rufo, de quien aparte de
la autoría de esta obra poco más sabemos. Lo cierto es que tras su apasionante
lectura, Alfonso el Magnánimo «se burlaba de los médicos, diciendo que Avicena
era un charlatán, y que no había ninguna otra cosa sino Quinto Curcio».
Alejandro Magno es sin duda el personaje histórico
sobre el que más se ha escrito y el más divulgado de todos los tiempos. Y raro
es el año en que no aparecen nuevos estudios, ensayos o novelas sobre él. Lo
que hace que una y otra vez reiteremos el tópico de preguntarnos si todavía
queda algo por decir sobre el monarca macedónico. Con lo que, salvo que afloren
nuevos hallazgos arqueológicos, a lo único que podemos aspirar es a que surjan
algunas hipótesis más o menos imaginativas sobre él. En todo caso, las fuentes
de las que emanan todas las teorías, leyendas y fantasías que constantemente se
publican, las encontramos fundamentalmente en tres textos monográficos: las
biografías de Arriano, Plutarco y Quinto Curcio. Ninguno de ellos fue
contemporáneo de Alejandro, pero los tres se sirvieron expresa y críticamente de
textos de autores que sí lo fueron: Calístenes, Ptolomeo, Aristóbulo,
Onesícrito y Nearco. Biógrafos estos cuya obra fragmentaria hemos podido conocer
gracias a las citas que aquellos nos han legado.
De los tres biógrafos citados, Arriano y Plutarco
se tienen por más rigurosos que Curcio, consideración esta que en sí misma no
deja de ser algo injusta, ya que los dos primeros son estrictamente historiadores,
mientras que nuestro autor más que historia (que también), lo que hace es un
juego retórico, algo que se acercaría más a lo que actualmente llamamos novela
histórica. Evidentemente, si los límites entre géneros ni siquiera hoy parecen
claros, difícilmente podrían estarlo en una época en que ni siquiera había
debate alguno al respecto. Pero es que si, incluso hoy, la novela histórica
resulta inadmisible cuando en la esencia quiebra el rigor histórico, mucho más
intolerable resultaría entonces, en que, en definitiva, pareciera que Curcio
estaba haciendo lo mismo que Arriano y Plutarco.
A Curcio, como mucho, solo se le puede reprochar lo
que era, y lo era a mucha honra: un retórico. Y una vez que lo situamos como
tal retórico lo que no podemos es exigirle el estilo frío, distante y objetivo
que se le presume al historiador. Porque, ciertamente, la inclinación por la
retórica le lleva a Curcio a insertar en su obra abundantes sentencias y
grandes discursos, tanto del propio Alejandro como de Darío y de algunos
personajes más. Discursos que son, en
efecto, auténticas obras literarias pero que no por ello dejan de recoger y
mostrarnos el espíritu, la personalidad y los fines perseguidos por quienes los
pronuncian, así como el contexto político, psicológico y geográfico del momento.
Y aquí encontramos la razón por la que Curcio
resultó tan gratificante e incluso saludable para Alfonso V de Aragón: la
verdad histórica, poéticamente aderezada e incluso sublimada. De hecho, hasta
podríamos aventurar que para el monarca enfermo jamás hubiera tenido el mismo
efecto balsámico la Anábasis de Alejandro, de Arriano.
En todo caso, la retórica, la poesía, la
literatura, el arte en suma, no solo no tienen por qué estar reñidos con la
realidad de la que nos hablan, sino que deben ser, además de verosímiles,
verdaderos.
Pero es que, a mayor abundamiento, las propias
leyendas, los mitos, en cuanto tales, también forman parte de la realidad, y
por tanto, de la verdad histórica. Es
más, incluso esconden más verdad que algunos hechos históricos. Porque la
leyenda no solo resume, compendia y abstrae la esencia de multitud de hechos
reales repetidos, sino que, además, cuando se consolida, tiene efectos
históricos y sociales de mayor fuste que cientos y miles de acontecimientos
reales. Y las biografías (más o menos legendarias) de Jesús de Nazaret y del
propio Alejandro así lo confirman: la influencia del cristianismo y el
helenismo han forjado durante siglos la conciencia occidental con independencia
de su realidad histórica.
Por lo demás, y a diferencia de Jesucristo,
Alejandro fue ya toda una leyenda en vida. Con lo que debemos presumir que
aquellos primeros textos de sus biográfos contemporáneos estaban impregnados,
con mayores o menores prevenciones, de esa leyenda. Lo que tampoco resta rigor a los mismos, ni a
la propia leyenda. Al final, en la Historia, en el devenir humano, para bien o
para mal, la leyenda, el mito, acaba por imponerse a la realidad, más tarde o
más temprano, influyéndola, modelándola y encauzándola.
A Alejandro y Jesús de Nazaret les bastó una vida
corta a ambos (32 y 33 años, respectivamente) para forjar una conciencia
colectiva de tal magnitud que sigue imperando en nuestros días. Sus respectivas
biografías están reelaboradas, por supuesto, pero las de Alejandro se
escribieron directa y personalmente por hombres muy cercanos a él, mientras que
los evangelistas compusieron sus obras con lo que la tradición oral les había
transmitido. A este respecto, el antropólogo norteamericano Marvin Harris,
subraya que ningún historiador romano contemporáneo de Jesús, lo menta. Y ello
con específica mención a Flavio Josefo, quien con dos obras especializadas en
el mundo hebreo (De la guerra judía
y Antigüedad Judaica), es el autor de
referencia sobre los acontecimientos políticos y militares en Palestina durante
su propia época. Pues bien, Josefo, habla nada menos que de cinco mesías (Atrongeo, Teudas, el anónimo
"canalla" ejecutado por Félix, el "falso profeta" egipcio
judío y Manahem) y, sin embargo, omite por completo tanto a Jesús como a San
Juan Bautista. Silencio del que tampoco debe colegirse, ni mucho menos, la
inexistencia de ambos, pero sí el poco eco, la escasa influencia que pudieron
tener en vida y, en consecuencia, el mayor grado de elaboración que necesitaron
emplear aquellos que sin conocerlo, ni ser siquiera coetáneos, escribieron
sobre ellos.
De todo lo cual, y a sensu
contrario podría concluirse que las obras que nos han llegado de Alejandro contienen
grandes dosis de verdad. Y dada la enorme influencia y talla del personaje, se
explica también el interés que siempre ha suscitado su vida. Y, especialmente,
cuando esa vida se nos traslada con la magia y pasión propia de lo literario,
tal y como nos la ofrece Quinto Curcio.
Pero, en suma, ¿qué hizo Alejandro?
¿Qué pudo hacer para suscitar semejante interés? Sembrar las semillas de lo que
se ha dado en llamar helenismo. Eso es lo que hizo. Alejandro, con el
pretexto de vengar viejas heridas infligidas por los persas a los griegos, los
conquistó, y al conquistarlos, no solo les impuso la mentalidad griega, sino
también tomó de ellos ciertas formas y costumbres, forjando una nueva sociedad
híbrida y universal que está en la base de nuestra cultura occidental.
2. Coartada para un proyecto muy personal: la
Monarquía Universal
En principio, la gesta de Alejandro y de la
mentalidad griega en general, tenía por objeto resarcirse de los daños y
vejaciones causadas por los persas a los griegos desde tiempos inmemoriales (la
propia guerra de Troya está en el contexto de esta rivalidad). Pero la
humillación más reciente en el recuerdo de entonces, aparte de la ocupación de
las islas del Egeo y toda la costa de Asia Menor por el Imperio aqueménida, fue
la destrucción de la mismísima Acrópolis por Jerjes I, Rey de Naciones,
parte de cuyas ruinas quiso conservar Pericles para que nunca cayera en el
olvido semejante agravio. Y no solo las ruinas, también las letras fijaron para
la posteridad aquel inolvidable escarnio:
Cuando
vieron los atenienses a los bárbaros en la Acrópolis –recuerda Heródoto-, unos se lanzaron desde los
muros, pereciendo despeñados, y otros se refugiaron en el templo de Atenea. Lo
primero que hicieron los persas nada más subir, fue encaminarse hacia la puerta
del templo, y una vez abierta pasar a cuchillo a todos los que allí se habían
refugiado. Degollados todos y tendidos, saquearon el templo y entregaron a las
llamas la ciudadela entera. (Heródoto,
8.53).
El resarcimiento pretendido por Alejandro se
centrará por supuesto en la liberación y recuperación de los pueblos griegos
ocupados por los persas. Ahora bien, una ocupación de tantos años había
acomodado a estas gentes a muchas de las costumbres bárbaras, y ello hacía que
en aquella liberación concurrieran a veces sentimientos encontrados, de modo
que aunque en unas plazas predominaba más el espíritu griego, en otras se
imponía el persa. Lo cierto es que se trataba de poblaciones, en general, que
no veían a Alejandro como a un invasor sino más bien como a un libertador. Por
lo que no solo las sometía con cierta facilidad sino que, además, su ejército
se incrementaba y reforzaba con los propios conquistados que compartían ese
espíritu de venganza contra la tiranía aqueménida. Venganza, sí. Porque no
bastaba el resarcimiento. La venganza cargada de resentimiento exige un plus
que la restitución no alcanza, imponiéndose además el castigo y la humillación;
una intromisión hacia oriente para doblegar, someter y escarmentar al poderío
persa: si ellos habían ocupado y profanado hasta el mismísimo Partenón,
Alejandro aceptaría (a su manera) el reto del nudo gordiano, y conquistaría Babilonia, visitaría en Siwa el
templo de Amón proclamándose hijo de este dios, sería recibido en Menfis,
también como auténtico libertador de los egipcios, y finalmente, y aquí llega
el núcleo de la venganza, arruinaría Persépolis, sede del antiguo trono de los
reyes persas y cabeza de su Imperio que, en palabras del propio Alejandro
(según Curcio),
había
sido para los griegos la ciudad más
funesta, puesto que desde ella partió el espantoso diluvio de ejércitos que
inundó Grecia; y desde ella fraguaron, primero Darío y después Jerjes la más
detestable guerra que asoló a Europa, por todo lo cual estaban obligados a
destruirla, vengando así tantas ofensas, y consagrando su ruina a la memoria de
sus antepasados (5.6).
Hasta aquí la posible coartada de Alejandro. Porque
consumada la venganza y el severo castigo (5.7), su desmedida ambición forjará
un nuevo horizonte que ampliará su gloria: la Monarquía Universal. Algo
ya apuntado incluso por un Darío derrotado y traicionado por los suyos, que
habría llegado a pedir a los dioses favorecieran las armas de Alejandro hasta
convertirlo en Monarca del Universo (5.13). Supuestas palabras de Darío que, en
realidad, no reflejarían sino el verdadero deseo de Alejandro (nuevo o
sobrevenido, eso no está claro), quien enseguida las hizo propias (6.3),
pretendiendo algo más que el mero sometimiento de los persas: la conquista del
mundo, ya no solo en su condición de líder griego, sino también como sucesor
del Imperio aqueménida. En definitiva, tras la muerte de Darío y la destrucción
de Persépolis, Alejandro se siente y de hecho se convierte en heredero del
Imperio persa. Y a partir de entonces, seguir avanzando ya no será un acto de
venganza o justicia sino de conquista.
Ahora bien, Alejandro, tan sagaz como ambicioso,
sabía perfectamente que un dominio sin límites solo es posible sojuzgarlo y
mantenerlo a base de concesiones. Y, de hecho, la ocupación no tratará tanto de
imponer la cultura griega como de generar una nueva sociedad híbrida y sosegada
en la que necesariamente se mantendrán algunos elementos esenciales de la
Persia aqueménida:
Nada
es duradero por la fuerza de las armas. Solo el recuerdo de los favores nos
hará eternos Por lo cual, si queremos conservar a estos pueblos, es preciso
hacerlos participes de nuestra clemencia
(…) no es posible gobernar un
imperio tan grande sin ofrecerle algo nuestro y tomar algo suyo (…) Ojalá los
indios también me tuviesen por dios suyo,
pues la fama es tan importante en las guerras que a veces tiene más
fuerza la mentira que la verdad». (8.8).
Llamamos «carisma» a la cualidad de una persona individual
considerada como una cualidad extraordinaria. Originariamente era una cualidad
derivada de un poder mágico (…). Por esta cualidad se considera que la persona
que la posee está dotada de fuerzas o propiedades extraordinarias, no
accesibles a cualquier persona, o que es una persona enviada por Dios o una
persona modélica y que, por lo tanto, es un «líder». En la definición del
concepto de «carisma» es totalmente indiferente cómo se podría valorar esa
cualidad objetivamente desde un punto de vista ético, estético o desde cualquier
otro punto de vista. Lo único que importa es cómo esa persona es realmente
considerada por sus sometidos, por sus «seguidores».
(Max Weber: Sociología del
poder. Los tipos de dominación, IV, X).
Carisma.
Para que el carisma germine es necesaria distancia. Alejamiento suficiente que
posibilite la magia y el milagro de una imagen heroico-poética: el mito,
siempre impregnado por el aura de lo divino. Y la poesía y el mito, per se,
exigen indefinición, cierto grado de sfumato que abra las puertas a la
imaginación de las masas, para que esta vague libre y desbocada, completando,
concretando, materializando y hasta exagerando esa imagen difusa con virtudes,
trazos y características extremas, y leyendas y hazañas más o menos ciertas,
más o menos ficticias, que la retroalimenten.
Mas para acceder a la mera
posibilidad del divino soplo carismático son necesarios ciertos resortes
que sirvan de trampolín. Alejandro los
tenía todos. Para empezar, era hijo de
un rey. Y no de un rey cualquiera sino de un rey de un pueblo en alza, un rey
culto e inteligente, ya sellado con el marchamo del éxito. Porque cuando nace
Alejandro, Filipo, gracias a sus alianzas y políticas matrimoniales, se ha
hecho en Pela con una corte de príncipes macedonios que apuestan por la unidad bajo
su liderazgo, con intenciones, además, de extender su dominio e influencia por
toda Grecia, aquella altiva Grecia de Atenas, Esparta y Beocia, para la que
todas las demás naciones, incluida Macedonia, eran bárbaras. Cierto que detrás
de esta ambición latía cierto complejo de inferioridad. Y quizá por eso Filipo,
que se había formado en Tebas, no soñaba culturalmente con una Grecia
macedónica sino con una Macedonia griega incorporada al exquisito mundo heleno,
y no como un pueblo más, sino como el primero. Los macedonios, ya desde el
primer Alejandro, el Filoheleno, se sentían griegos y sucesores de
Heracles, y aspiraban no solo a formar parte de ese culto universo, sino a
dirigirlo.
Por eso, y para atraer hasta
Pela a los reyes de las dispersas tribus macedónicas, Filipo ofrecía a los
hijos de estos una exquisita formación griega junto a él. Para lo cual se había
hecho con una sólida nómina de maestros, pensadores, artistas, poetas, y
estrategas y militares de primer orden.
Pero es que a las ventajas de
aquella regia cuna hay que añadir que cuando Alejandro sucede a su padre lo
hace ya como hegemon, como máximo cargo militar del ejército de la Liga
de Corinto, acuerdo de paz tras la batalla de Queronea, en que Filipo sometió a
toda Grecia, ya con la decisiva participación de un joven Alejandro. Alianza
que ya contemplaba como objetivos tanto la liberación de las ciudades griegas
de Asia Menor sometidas por los persas, como la propia eliminación del Imperio
aqueménida.
Infraestructura técnica, pues,
y poder (Jesucristo careció de una y otro). Y no solo eso: Alejandro tenía
también ambición personal, carácter, empatía, energía, inteligencia y
magnanimidad. Cualidades todas ellas que unidas a ese poder efectivo que
ostentaba, le granjeaban la admiración, aprecio y respeto de todos los
príncipes macedonios de su Corte, nutrida además de sabios y maestros, y de
compañeros suyos de juegos y estudio: los amigos (philoi).
A todo lo dicho, parece que
Alejandro destacaba también, además de por su recia formación humanista y
militar, por un eficaz dominio de la palabra. Nos han llegado discursos y
arengas que, reales o apócrifos, no dejan de ser verosímiles por la propia
necesidad de los mismos (y sus ulteriores y efectivos resultados) para alentar
a los soldados en los momentos más bajos de la conquista, que fueron unos
cuantos:
Sabía
levantar, como nadie, el ánimo de sus soldados y colmarlos de buenas
esperanzas, así como eliminar la sensación de miedo en los peligros por su
propio desconocimiento de lo que es el miedo. (Arriano,
7.28).
En cuanto a su aspecto físico,
el propio Arriano (7.28) llega a
decir que «fue el hombre de más bello cuerpo». Y es verdad que tradicionalmente
se le describe como un joven apuesto y
atractivo, con un mechón de cabello largo, rizado y una piel clara. Que ladeaba
la cabeza levemente hacia la izquierda y sus ojos mostraban una mirada que
atravesaba, rasgos estos dos por los que, no obstante, se ha llegado a
especular si padecía algún trastorno ocular. Además, quizá siguiendo costumbres
persas y seguramente para presentarse ante ellos de modo más familiar, nos lo muestran
lampiño, imponiendo en Occidente la moda de afeitarse.
Pero le fallaba la estatura. De hecho,
cuando Sisigambis, la madre de Darío,
ve por vez primera a Alejandro que está junto a su amigo Hefestión (3.12), se
dirige erróneamente a este en vez de al rey porque aquel era de mejor porte y gentileza. Y en Susa, al
sentarse en el trono de los reyes persas, necesitó una mesa en lugar de un
taburete para apoyar los pies porque no le llegaban al suelo (5.2). En el
Román d’Alexandre, se dice
que medía tres codos (menos de metro y medio), con lo que se ha llegado a
bromear afirmando que el mayor conquistador del mundo se reducía a tres codos
terrestres. Todo lo cual ha sido fuente de hipótesis y chascarrillos, hasta el
punto de considerar su estatura como causa de un trauma personal que podría
estar en la raíz de toda su energía y ambición. No obstante, y según Robin Lane
Fox, aunque «en el mito germano Alejandro era recordado como rey de los enanos
(…) sería precipitado explicar su ambición sobre la asunción de que era
extraordinariamente bajito».
Ahora bien, al líder de masas,
incluso al militar que encabeza la vanguardia de un ejército masivo, ¿quién lo
ve de cerca? Y los que lo ven, ¿cómo y dónde lo ven? ¿Quién puede escuchar de
verdad sus discursos? En realidad muy pocos, porque el líder solo aparece en
escena y a distancia. Arriba, en lo alto del proscenio: unas veces la Corte,
otras el frente de batalla. Algunas, más cercanas, pero tan breves, preparadas
y estudiadas, que como toda buena puesta en escena, aunque no se note, también
impone distancia. Y siempre, y en todo caso, rodeado y protegido por los suyos,
resguardando, cuidando y enalteciendo su imagen. Solo estos son verdaderamente
los más próximos: sus compañeros, sus amigos, quienes ya lo conocen bien y
ponderan sus muchas virtudes, siempre ―es verdad― muy por
encima de sus defectos y debilidades, que también conocen. Y es precisamente en
este círculo íntimo y estrecho, dónde se fraguan el cariño, el respeto, la
admiración y, finalmente, la legitimidad y obediencia: la autoritas.
Imagen que, desde aquí, se esparcirá de boca en boca entre los soldados,
quienes además la verifican in situ al beneficiarse personalmente de las
riquezas que los despojos de las victorias les granjean. En última instancia, ese correr de voz en voz
partiendo de las impresiones de los suyos y del nimbo áureo fruto de la
indefinición, va modelando finalmente, con imaginación y magia, al personaje,
al héroe. Al mito. Es la fama, que contribuirá más que la reputación,
«más que sus propias armas, al incremento de su gloria» (4.4.). Fama que
generará magia, incrementada de modo muchas veces decisivo por la suerte: la Fortuna, siempre tan generosa con Alejandro, hasta el
punto de hacerlo verdaderamente invencible. Y así es como aflora y cristaliza
el carisma, que no solo exagera las virtudes, sino que oculta o elimina todo
defecto, elevando al personaje a acariciar la categoría de dios.
El proyecto.
Pero el carisma, o solo el carisma, no es suficiente. Hace falta tener un
proyecto propio que transmitir a la masa. Y Alejandro, a falta de uno, tuvo
dos. Porque no conforme con la conquista del Imperio persa, ya formalmente
asumida por la Liga de Corinto, quiso
igualar y aun superar la gloria de Heracles y Aquiles, y erigirse como ya se ha
dicho en Monarca Universal. Pretensión que acometía no solo como líder griego y
faraón de Egipto (hijo de Amón), sino como emperador aqueménida.
Por tanto, Alejandro contaba con la
infraestructura, el apoyo del pueblo, y la legitimidad necesarias para su
reinado. Pero, ni siquiera esto es
suficiente para implementar y mantener un imperio. De hecho, tras la
destrucción de Persépolis, los griegos, especial-mente, se mostraron contrarios
a continuar con la expansión.
Si nos retrotraemos al periodo anterior al de
la victoria de Filipo sobre Grecia que culmina con la Liga de Corinto
(verdadera capitulación), el sistema de la polis griega, la ciudad-estado,
además de definitivamente amortizado, en absoluto se contemplaba en los
designios macedónicos, monárquicos y aun proimperialistas por antonomasia.
Grecia había sido un mundo de pequeños estados en los que cada uno gozaba de
autonomía y libertad para administrar justicia en un régimen de igualdad.
Igualdad ante la ley (isonomía) e igualdad de palabra (isegoría).
El ciudadano, el habitante de la polis, tiene derechos, y la convivencia
resulta idílica, eso sí, excluidos mujeres y esclavos. Y esta forma de estado
armoniza a la perfección con un régimen de gobierno republicano: los ciudadanos,
debatiendo, parlamentando, generan sus propias normas y eligen a sus
gobernantes. Pero este paraíso idílico se muestra muy vulnerable, especialmente
frente al exterior.
Ya antes de la derrota de los griegos en Queronea,
se oía decir que los sistemas democráticos son débiles por naturaleza, idea
nuclear de los promonárquicos eficazmente transmitida por Pitón a los beocios
en un momento en que habían de elegir entre aliarse con Atenas o con Filipo (Curcio, 1.6 –Freinsheim-). La democracia
es vulnerable, capaz de cuestionar su propia esencia socavando sus propios
cimientos. Pero es que, además, no hay en la democracia una soberanía
personalizada, sino que está repartida o diseminada entre un pueblo, siempre ―y
también por propia naturaleza― plural y por tanto dividido, lo que dificulta el
diseño, afianzamiento e imposición de cualquier proyecto o iniciativa colectiva
más allá de la duración del propio mandato, puesto que la alternancia en el
poder posibilita la imposición de un nuevo programa derogando el anterior.
En contraste con Pitón, Demóstenes
intentará convencer a los tebanos para aliarse en una alianza griega contra los
macedonios (Curcio, 1.7 ―Freinsheim―). Y lo hará enalteciendo las bondades y logros de
un mundo civilizado, libre, digno y democrático como el griego, frente a la
barbarie que representa el poder monárquico macedonio, carente de principios y
movido «por el interés y no por amor a la virtud o a la patria, ni por el
respeto a los dioses y a los hombres». Lo que pretenden los macedonios es «que
apreciéis las supuestas ventajas de la esclavitud, y abandonéis a vuestras
mujeres, a vuestros hijos y a vuestros padres. Y reneguéis de la libertad, la
reputación, la fe, y ―en definitiva― de todo aquello que los
griegos tenemos por sagrado y venerable».
Y la monarquía macedónica, que conviene subrayar
era una monarquía militar, acabará por imponerse a la democracia. Grecia
constituía un auténtico hervidero de querellas entre las distintas polis,
lideradas alternativamente por atenienses, espartanos o beocios. Querellas a
menudo apoyadas, cuando no instigadas más o menos subrepticiamente, por el
Imperio persa, siempre interesado en una Grecia débil. Era, por tanto lógico
que en ese contexto surgieran movimientos proclives a una unidad panhelénica,
liderando Macedonia el más fuerte de ellos, frente a los recelos de las que
hasta entonces habían sido las cabezas del mundo griego, que veían con
desprecio al pueblo de Filipo, esa nueva fuerza semibárbara y advenediza
alejada de muchas de las costumbres griegas, empezando por su propia forma de
gobierno. Pero aquella unidad macedónica se había convertido ya en toda una
potencia militar. Y en el contexto de la Cuarta Guerra Sagrada por el control
del Santuario de Apolo en Delfos ―oráculo de referencia para toda la Hélade―, que
evidenció la debilidad de Atenas, Filipo aprovechó para exhibir toda la fuerza
de su ejército, declarando abiertamente la guerra a atenienses y tebanos,
sometiéndolos definitivamente en la reiterada batalla de Queronea (338 a Cr.). Justino
resumirá finalmente lo acontecido de
forma concluyente: «mientras cada una de las polis griegas pretendía mandar
sobre el resto, todas perdieron su soberanía». (8.1).
Muerto Filipo, y ratificado Alejandro como hegemon
de la Liga de Corinto, unida Grecia y con un único líder militar al mando,
podía emprender ya la conquista del Imperio aqueménida. Y las grandes victorias
de Alejandro se irían sucediendo a una velocidad que todavía hoy nos parece
vertiginosa: Gránico, en el 334 a.Cr.; Issos, en el 333; Tiro y Gaza en el 332;
y el golpe definitivo de Gaugamela en el 331, ya en pleno corazón del Imperio
persa.
Aquellas ulteriores victorias fueron posibles
gracias principalmente a la fortaleza y eficacia del ejército de la Grecia
unida surgido de la Liga de Corinto y liderado, ya, por Alejandro. Un ejército
potente, numeroso y disciplinado, que contaba con las técnicas y maquinarias
más avanzadas de la época, y que hacía sombra a aquellos espartanos en otros
tiempos tan brillantes. De hecho, aparte de las especialidades estrictamente
militares, profesionalmente muy cualificadas, se nutría de un fornido cuerpo de
expertos con formación griega: ingenieros, cartógrafos, topógrafos,
intérpretes, pilotos, etc.
Y todo ello
con una especial atención a cuestiones que hoy encuadrariamos en la denominada
logística, que nuestro DRAE define como ese «conjunto de medios y métodos
necesarios para llevar a cabo la organización de una empresa o de un servicio,
especialmente de distribución». Porque Alejandro, con la asistencia de aquellos
expertos, analizó y decidió las rutas, el diseño de las mismas o el
aprovechamiento de las ya existentes (como el camino real persa, al que
enseguida volveremos), la confección de
las jornadas o etapas oportunas para cubrir los trayectos elegidos, el
pronóstico de las necesidades, la previsión y despliegue de inventarios y
organización del transporte, etc. Conviene
tener en cuenta que un ejército de miles de hombres en pleno avance debe tener
cubiertas las mínimas necesidades vitales, para lo que es necesario un cuerpo
de oficiales de intendencia que atienda y planifique el avituallamiento de los
soldados, desde el abastecimiento de víveres hasta el lecho y abrigo, y unas
mínimas y elementales condiciones sanitarias, algo que muchas veces resultó no
ya difícil sino imposible de atender, generando el foco de comprensibles
revueltas. Aunque para frenarlas y reconducirlas, además de la astucia e
ingenio del propio Alejandro, estos nuevos ejércitos ya tenían establecidos
unos eficaces códigos penales y disciplinarios que tendían, y casi siempre lo
consiguieron, a mantener el orden en un ambiente de unidad con mentalidad
triunfadora, alentado todo ello por un generoso sistema de recompensas gracias
a una previsora regulación de la custodia y distribución de los botines de
guerra.
Pero la victoria no basta para conquistar al
enemigo. Es necesario el dominio efectivo postbélico: gestionar el triunfo en
el tiempo y el espacio. Y en esto también juegan un papel decisivo tanto el
poder carismático del líder vencedor, como la implantación de un ejército
eficaz. Porque la victoria también debe
gestionarse con un sólido aparato administrativo, una buena estructura
burocrática y de poder que mantenga y consolide el sometimiento, más o menos
voluntario, más o menos aceptado por el pueblo. O lo que es lo mismo: una paz
social sostenible. Máxime en un espacio tan amplio como el ocupado por
Alejandro. Algo imposible, además, si no se garantizan al súbdito unas mínimas
condiciones económicas y sociales.
Y eso, Darío lo sabía bien. El Imperio aqueménida,
el más extenso conocido hasta entonces, había conseguido imponerse y mantenerse
a lo largo de dos siglos gracias a un sistema administrativo basado en satrapías
o provincias todas ellas con una amplia autonomía respecto al poder
imperial, al cual se ligaban fundamentalmente mediante el pago de tributos,
habitualmente acordes a la riqueza de cada región. Poco más les exigía el poder
imperial, pues generalmente se les permitía mantener su religión, cultura y
costumbres propias. No obstante, aunque todo pueblo conquistado para el Imperio
se convertía en tributario persa y quedaba bajo el mando de un sátrapa o
gobernador, la población apenas experimentaba cambios en su vida y devenir
diarios. Normalmente seguía pagando los mismos tributos, solo que estos en vez
de recibirlos el anterior líder o reyezuelo, los recaudaba el nuevo sátrapa a
disposición del Imperio. Incluso a veces este cargo, también mantenido por
Alejandro tras su conquista, recayó sobre los mismos gobernantes anteriores,
rendidos y entregados al nuevo poder heleno. Nada desconocido, pues la propia
Macedonia, la Macedonia aqueménida, también había sido tributaria de Persia
durante la segunda fase de las guerras médicas
(s. -V a.Cr.).
En todo caso Alejandro, ya en
Babilonia, se preocupó de organizar bien la administración del nuevo Imperio, y
lo hizo racionalmente. Analizando, sistematizando cuanta información había recabado su ingente cuerpo de
científicos, y fijando con la mayor precisión los recursos naturales de los
distintos territorios para asignar a cada satrapía unos tributos proporcionales
a su riqueza.
Y para que aquellos impuestos llegaran a la sede
del Imperio, además de toda aquella infraestructura funcionarial y científica,
se aprovechó también un instrumento material, no por elemental, revolucionario
para la época: el camino real aqueménida. Darío I se había adelantado
en más de dos siglos a las célebres calzadas romanas con esta vía que cruzaba
toda la parte occidental del Imperio persa, desde su capital en Susa, en el
interior, hasta Sardes, en el extremo de Anatolia. Los mensajeros podían
recorrer sus 2.599 kilómetros, a caballo, en nueve días. Heródoto lo elogió, en
tales términos, que hasta hoy sigue asombrando e inspirando a los servicios de
correos:
Yo
no sé que pueda hallarse de nubes abajo cosa más expedita ni más veloz que esta
especie de correos que han inventado los persas, pues se dice que cuantas son
en todo el viaje las jornadas, tantos son los caballos y hombres apostados a
trechos para correr cada cual una jornada, así hombre como caballo, a cuyas
postas de caballería ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor del sol, ni la
noche las detiene, para que dejen de hacer con toda brevedad el camino que les
está señalado. (Historia, 8.98).
Se
aprovechaban, pues, y se asumían por Alejandro cuantas infraestructuras persas
estratégicas servían a su causa, y hasta los modos y costumbres aqueménidas le
sedujeron en la medida que contribuían a su mayor gloria y, por tanto, a su
mayor poder. Y no solo políticas, también religiosas. Alejandro se constituyó
en rey de reyes: Emperador. Reforzó su legitimación mediante la poligamia, algo por lo demás propio también de la
idiosincrasia macedónica, tomando así como esposa a la princesa persa
Barsine, hija del sátrapa de la Frigia
helespóntica Farnabazo II; a la hermosa Roxana, hija del noble bactriano
Oxiartes; e incluso (aunque esto no está muy claro) a Estatira, una de las
hijas de Darío, y a Parisátide, hija de
Artajerjes III Oco. Fomentó una política de fusión, propiciando los matrimonios
mixtos como los suyos, siendo célebres las bodas de Susa:
Cuando
el rey llegó a Susa, se desposó con la Princesa Estatira, hija mayor de Darío,
y ofreció la menor a su amado amigo Hefestión. Y con objeto de fomentar este
tipo de enlaces, convenció también a los primeros señores de su corte y a sus
validos más importantes, para que hiciesen lo mismo, eligiendo a tal efecto a
ochenta doncellas de las familias más nobles de Persia para ofrecerlas como
esposas. Las bodas se celebraron según las costumbres persas, e invitó también
a los macedonios que ya se habían casado anteriormente con mujeres asiáticas.
(10.1).
También
se hizo adoptar por Ada de Caria, pasando así a ser legítimo sucesor de la
dinastía hecatómnida, sátrapas de Caria, granjeándose con ello «la inclinación y obediencia de muchas otras ciudades,
habiendo facilitado las cosas el que la mayor parte de ellas estaban en manos
de parientes o confederados de Ada» (2.8). Yació durante trece noches con
Talestris, la reina de las amazonas, con la intención alumbrar hijos comunes
herederos de ambos, intento finalmente fallido y que, cierto o no, contribuye
como el resto de aquellos matrimonios a asentar la importancia de la
legitimación más allá del poder de las armas. Como también contribuía a esa
legitimación el proclamarse heredero de héroes (Heracles y Aquiles, como ya
hemos visto) o incluso hijo de dioses, ya que su verdadero padre ―según
esta nueva ficción― no habría sido Filipo sino Zeus quien, en forma de
serpiente, habría yacido con Olimpia concibiendo así a Alejandro. Legitimación
divina que ratificó y consagró en una visita realizada motu proprio al
templo de Zeus Amón en Siwa, donde supuestamente el oráculo le reveló la
pertenencia a dicha estirpe.
Y estas fuentes de
legitimación, parental y divina, se reforzaban con la ya mentada tolerancia de
costumbres que el mismo Alejandro incorporaba a su protocolo imperial, pues no
solo se hacía llamar hijo de dioses, primero, llegándose a proclamar él mismo
dios, después; y no solo esgrimía su pertenencia a las distintas dinastías a
las que se vinculó por la poligamia, sino que estableció en su Corte la
práctica persa de la proskynesis:
la postración o genuflexión que exigía a los sátrapas o nobles derrotados. Algo
reservado solo a los dioses y que llevaron muy mal los griegos en general, y
especialmente los mecedonios. Pero la estructura de poder mantenida por los
protocolos aqueménidas, la fuerza de los ejércitos, la eficacia de una potente
administración, la tolerancia ante las costumbres del pueblo, y el carisma
personal del divino rey de reyes, explican el dominio y mantenimiento del
Imperio más extenso hasta entonces conocido.
Con todo este bagaje,
ostentando no solo el liderazgo de Grecia sino también el del Imperio
aqueménida, en cuanto sucesor de Darío, Alejandro quiso acometer la conquista
de la India con el fin, no solo de explorar nuevas tierras, sino de alcanzar
los confines del mundo. Y lo hizo atravesando el Hindukush,
dominando el valle del Indo y entronizándose hasta las orillas del Ganjes. Pero
llegado a este punto, con las tropas agotadas y hasta casi amotinadas se dio la
media vuelta sorprendiéndole prematuramente la muerte en Babilonia.
El
oriental nunca puso a los contrarios en compartimientos estancos, como ha hecho
el occidental: en Oriente, lo que está arriba está abajo; lo pequeño es igual a
lo grande, pues en el interminable desarrollo de innumerables universos, cada
universo individual no es sino un grano de arena en las orillas del Ganges, y
un grano de arena es igual a un universo.
(W. Barrett: El hombre irracional, 1958).
En la propia naturaleza de todo
proyecto personal está escrito su final. Y así, con la muerte del divino
Alejandro y la extinción de su autoridad carismática, colapsa también su
Imperio, que estallará hecho añicos en múltiples reinos repartidos entre sus
sucesores (los diádocos o epígonos), quienes se enzarzarán en diversas guerras,
acabando Antígono I Monoftalmos gobernando Macedonia, Ptolomeo I Sóter como el primer faraón de la
dinastía macedónica en Egipto, Leonnato reinando en Frigia Menor, Lisímaco en
Tracia, Seleuco en Babilonia, etc.
Pero si su monarquía universal murió con él, en absoluto
se extinguió su empeño en la erección de una sociedad cosmopolita y universal.
Porque la capital aportación de Alejandro a la Historia fue sobre todo una
mentalidad, una cultura, una forma de ser, de estar, y de pensar. Ya lo hemos
dicho: el helenismo. Esto es, la mentalidad griega especialmente
racional pero con los aportes persas, singularmente imaginativos, estéticos,
formales y también mágicos. Y algo más concreto pero no por ello de menor
importancia: el sincretismo cultural y religioso materializado con el
mestizaje, convivencia y tolerancia de pueblos muy distintos.
Habremos transitado así, primero de la polis a la
monarquía universal y de esta a un mundo políticamente dividido pero
mentalmente unido, que engendrará finalmente una nueva sociedad en la que hoy
seguimos inmersos. El Imperio de Alejandro se quebró, sí, pero el mundo que
dejó, aun atomizado, nunca había compartido tanto, nunca había tenido tantas
cosas en común. En realidad se había pasado de la polis a la cosmópolis.
Porque en todo aquel amplio marco geográfico se había asumido, ya de entrada,
una lengua común (koiné): el griego helenístico, así como una
universalidad de valores y principios que con el tiempo acogerá Roma, pero que
transformará y definitivamente diluirá el cristianismo ya en los estertores del
nuevo Imperio romano, para ser recuperado definitivamente siglos más tarde por los
hombres del Renacimiento y llegar hasta nuestros días, en los que se perciben
también nuevos e importantes cambios, igualmente presididos por un globalismo
que algunos ven como un renovado cosmopolitismo.
A pesar de todo, la pregunta última que cabría
hacerse es cómo tras la muerte de Alejandro y la quiebra y desintegración de su
personal Imperio, pudo mantenerse sin embargo esa mentalidad, esa cultura, ese
idioma y ese espíritu ecléctico y universalista que él quiso imprimirle, al
menos en la última etapa de su breve vida. Porque una cosa es que pueblos tan
diversos asumieran todo aquel bagaje, y otra que el tiempo y las distancias
espaciales no consiguieran difuminarlo.
¿Cuál es el secreto de su
triunfo definitivo? ¿Dónde está la raíz de esa incuestionable influencia? Con
seguridad que no habrá una respuesta única a estos interrogantes, si es que la
tienen. Pero quizá convenga escrutarla en dos símbolos, dos imágenes que
podrían ser decisivas: la Biblioteca de Alejandría (en realidad, la
propia Alejandría misma) y el nartesio. Aquella derivada de este, porque
el nartesio contiene in nuce, en potencia, la erección de la
Biblioteca. Comencemos por él:
Una
vez [Alejandro] mandó guardar un cofrecillo que se había encontrado
entre los despojos de Damasco, de un valor inestimable tanto por la
laboriosidad de su factura como por el material con que había sido fabricado, y
le preguntaron sus validos a qué lo iba a destinar, a lo que contestó que para
guardar las obras de Homero, por ser las más hermosas que el ingenio humano
había podido crear. Y consiguió así que a aquel buen ejemplar que con tanto
cuidado había guardado, se le llamase el nartesio de las esencias y los
perfumes, por haberlos utilizado los persas a tal fin. (Curcio, 1. 4 ―Freinsheim―).
Nótese bien esta mixtura, esta
síntesis, porque resulta enormemente reveladora. El nartesio representa la
magia, el colorido y embriagador poder hipnótico de las esencias persas. Pero Alejandro lo emplea no para guardar en
él los perfumes sino las obras de Homero. La magia persa envolviendo, abrazando
al mito griego. Hermoso encuentro, sí.
Pero la anécdota no se queda solo en una bella imagen. Porque aquel ejemplar de
la Ilíada que Alejandro atesoraba contenía algo más que el inmortal
poema del aedo: se trataba (no olvidarlo) de un ejemplar anotado por
Aristóteles. Ahora sí, con esta puntualización, vemos cruzadas y unidas por fin
las esencias persa (el hermoso cofre de laboriosa factura símbolo de los
perfumes orientales), y griega (con el mito ―el poema― y
el logos ―las anotaciones― en un
mismo ejemplar). Mundos contrapuestos que finalmente se funden, en una síntesis
milagrosa, que ha permanecido hasta nuestros días.
Y tras el simbólico
cofrecillo, la otra imagen, también paradigmática y a la vez eminentemente
práctica: la gran Biblioteca de Alejandría. Porque con ella se pone en marcha
el proyecto helenístico, el proyecto de Occidente.
La erigió Ptolomeo I, Sóter,
aquel general que acompañó a Alejandro durante todo su periplo, uno de sus
amigos (philoi) y uno de los biógrafos de Alejandro. Incluso cunde la
sospecha de ser hijo de Filipo II, y por tanto hermanastro de aquel. Él fue
quien, con la ayuda de Demetrio de Falero y otros discípulos de Aristóteles, la
implementó. Pero la Biblioteca había sido siempre un sueño personal de
Alejandro: el de albergar y recopilar todas las obras del ingenio humano, de todas las
épocas y todos los países. Galeno, nos dice
que cuantos barcos anclaban en el puerto de Alejandría debían prestar sus libros para dejar una copia en la
Biblioteca. Hablar de la Biblioteca de Alejandría, o de la Gran Biblioteca de
Alejandría, es más una abstracción o un concepto, porque en realidad hubo dos.
Una, la más elitista, en el Museo (complejo de investigación que acogía a los
más sabios, antecedente de las actuales universidades), y otra menor en el
Serapeum (templo dedicado a Serapis). Pero el concepto de biblioteca que ha
quedado y la influencia del mismo hasta nuestros tiempos, se caracteriza
primero por su vocación universal ya que recibía publicaciones de todas las
materias y de todas las culturas conocidas. Segundo, por su proyección pública:
sus fondos han de estar abiertos a todo aquel que quiera consultarlos. Y,
tercero, por la indexación y sistematización de sus fondos con arreglo a las
categorías aristotélicas. Esta es la
novedad que la diferencia de sus escasos antecedentes, como la más célebre
hasta entonces Biblioteca de Asurbanipal. Y por eso puede concluirse que allí
nació y se fraguó el pensamiento científico y el progreso de Occidente que nos
ha llevado a unas cotas de bienestar jamás alcanzadas.
En definitiva, pensar ahora
que todo este periplo alejandrino
concluye y se resume en la creación de una biblioteca, no deja de
constituir el verdadero y definitivo triunfo de Alejandro Magno. Porque la
Biblioteca de Alejandría, ni fue una casualidad, ni un proyecto sobrevenido. Es
el epítome de la ambición no de un hombre sino de una cultura: la helenística
con la lógica de Aristóteles a la cabeza. No debemos olvidar que todos los
jóvenes y no tan jóvenes macedonios que acompañaron a Alejandro en su conquista
(los amigos), se habían criado y educado como él a la sombra de grandes
maestros y pensadores griegos. Y, a la postre, tal y como descubrieron los
hombres del Renacimiento, poseer y controlar todo el saber universal es una
forma de poseer y controlar el mundo.
Zaragoza, 29 de febrero de 2024
(Introducción a la edición
de Quinto Curcio)
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