miércoles, 24 de julio de 2024

JOHN MAYALL EN EL POLIDEPORTIVO DEL PARQUE DE ZARAGOZA, 1973 - CRÓNICA LITERARIA

 


Ahí estaba Román, Román H., el pobre Román, ¡Chicolini-Chicomarx!,  con su tienda de discos.  Nada se resiste a... Imedio.  Es la base de toda unión.  Ahí estaba, pegando el cartelito del concierto en la puerta, con el Heraldo y el Aragón Express del quiosco del soscheposo Celedonio soplándole en la oreja.  Y él, el quiosquero, con el gatito fru-fru haciéndole ochos entre las piernas.  Los dos, el gatito y el chepudo, mirándole, jodiéndole.  Y yo, te la vas a cargar, Román; la puerta, que te la vas a cargar, eso es mejor con celo.  Ya lo sé, ya lo sé pero se me ha acabado y no quiero dejar la tienda sola. ¿No te fías de mí, eh? No, para vender discos no, ni loco. Ah, ya, que no es porque te vaya a quitar nada sino porque espantaría a los clientes, ¿eh?  Sí, más o menos.  Pegamento Imedio, con sus especialidades para cada caso.  Además, ya lo he hecho otras veces y nada, no pasa nada, rascas luego el cristal y listo. Pegamento Imedio banda azul, banda roja, banda verde (dos componentes) banda blanca, banda amarilla, plex imedio, plast imedio, goma el mago, vencekol, disolución imedio y cinta adhesiva imedio.  Y es la quinta la quinta vez que se despega en lo que llevamos de semana, que no, que esto es mejor que el celo. Imedio no es sólo un pegamento, es pegamento y medio.

Incomprensible pero aquel mismo día, aquella misma tarde, un fiera del blues daba un concierto en el Salduba: John Mayall, nada menos que John Mayall en la Zaragoza del franquismo.  ¿Quién se ha vuelto loco?  Estos accidentes no eran normales, de hecho fue el único. Y Román ahí, organizando los discos, soportando estoica-mente, sosteniendo, sujetando la situación,  en su tienda  menguada por el quiosco de Celedoniososcheposo, el jorobado encorbatado del gatito negro frufrú que hace ochos,  frufrú, entre sus piernas o le pega buenos lengüetazos al plato de leche, plas-plas-plas.  Algún día le daré dos ostias bien dadas.  Y yo tan feliz, sin enterarme de nada, los auriculares a toda pastilla.  Anda, lo último del Clapton. Al scherif, Hay que matar al Scherif, yes, yes, yes.  Buena, buena versión del tema (ahora se dice tema) del tema del jamaicano, el rastafari aquel del que todo el mundo hablaba pero nadie conocía. Y qué voz, qué voz la de la Elliman, ¿eh?, la vietnamita esa con aquellos ojos que me recordaban a los de Zenaida, pero ni de lejos, más quisiera la Magdalena esa de Jesus Christ Superstar. ¿Has oído, has oído ésta, Román? ¿Cuál? La del Sheriff,  Hay que matar al Sheriff.  ¿Al Sheriff?  Al cabrón ese del cheposo, a ese hay que matar, nos ha jodido, y al ayuntamiento en pleno. Y yo cambiaba de tercio, no se fuera a esca-par alguna bala perdida que me diera a mí.  Pero enseguida, hmmm, lo que yo esperaba, el milagro de cada día: Zenaida, que para eso iba yo a la tienda, para qué si no, ¿para oír al Clapton? Ni de coña: Zenaida, Zenaida era lo único que me importaba. Sabía, conocía todos sus movimientos y la hora exacta en que la chinita aparecía por allí, momento en el que yo me plantaba en el mostrador, a lo plastafari y con un chicle en la boca para alejar el espectro del pánico con motín de esfínteres, masticándolo ostensiblemente, siguiendo el ritmo del Clapton, la cabeza muerta abandonada al ritmo espasmódico del cuerpo, los brazos sueltos también, libres, como Lucinda en el Suprema con el Joe Cocker a la sinfonola (mad dogs & englishmen).  Y los ojos cerrados, como Lucinda también, pero con un resquicillo entre los párpados para observar el efecto de tal guisa en Zenaida. Esperando que no se me notara el temblar de las otras extremidades, las piernas, bueno siempre podría parecer una pose estudiada de electrocutado.  Todo un poema.  ¿Zenaida? Anda, qué casualidad, tú por aquí, qué, ¿has visto, has visto? por fin tenemos nuevo álbum del Clapton. Anda calla, calla, que no sabes cómo andan todos con lo de doña Laura, hace un momento he visto a Adolfo, Zenaida le llamaba Adolfo,  a secas, sin don; menuda cara llevaba, iba a la comisaría, por lo visto tiene que declarar, que anda que no le ha venido bien ni nada al Irascible todo esto, al menos eso dicen, y  que ya nos podemos preparar, todos, todo el barrio, que con lo de doña Laura se abre la veda, eso, eso están diciendo por ahí.  Y Román, pretendiendo distraer a Zenaida, bueno hija, tranquila, a nosotros qué nos importa, tú, tranquila, a tu marcha,  nosotros a nuestra marcha. ¿A nuestra marcha? Si la gentuza esa...  Y yo la interrumpí; atizado por la mirada que me lanzaba Román, le pasaba la carpeta del Clapton a Zenaida como si fuera diseño mío, sí como esos que te mandan una postal y se piensan que la foto la han hecho ellos, igual.  ¿Has visto, Zenaida, has visto que distinto está el Clapton, con el pelo rapado y esa barba corta?, también yo me voy a dejar una barba así... ¿sabes?  Y mastico el chiclet con más fuerza, como los americanos, como el negro aquel del Stork-club que magreaba a la Momi, la madre de la Charito Rosales, antes de que se liara con el Bártol, a media luz pero delante de todos, igual.  ¿Y el pelo?, por fin, por fin la voz de Zenaida,  otra vez la voz de Zenaida, voces de Zenaida. ¿Y el pelo? ¿Y el pelo, ha dicho? Pero qué dice, qué está diciendo: el pelo; qué Zenaida, qué dices del pelo, que si también te lo vas a cortar así.  ¡¡Horreur!! Mi melena como natural, como abandonada;  que tanto tiempo de no-peluquería me había costado, pues figúrate: desde que abandoné a los curas...  hombre, Zenaida, por Dios, el pelo, el pelo...  Pues estarías mejor, seguro, esos pelos que llevas, esos pelos...  a los hombres no os favorecen nada.  Dejo de mascar de golpe y por poco me trago el chicle. ¿Que no nos favorece el pelo largo... ? Y, bueno, que sí, que ya ha oído el LP y que le gusta, pero que tampoco es para tanto. Que es mucho mejor otro que ha sacado al mismo tiempo, el de blues: “I was here”.  El inglés, pienso, ¡ya estamos aquí!  Cómo lo ha pronunciado:  ay güás jiére...  ¡táma ya!.  No sabe inglés, casi nadie sabemos, pero tiene más idea que yo, está claro.  Será por los discos.  Intento reponerme y vuelvo a masticar el chiclet ostensiblemente:  ¡Ah! Ya, sí, ay güás jiére, lo he oído... ―mentira―. Pero éste, el del Scheriff tampoco está nada mal, ¿eh, Zenaida?, que no sólo de blues vive el hombre, ¿eh? ¿eh? Y nos reímos los dos, pero yo con risa estúpida y temblorosa porque la chinita me vuelve loco.  Como Román me miraba satisfecho, aprovecho el lance: oye, Zenaida, y digo yo que... y digo yo que por qué no te vienes al concierto, es pronto, a las siete, míralo, a las siete, y señalo el cartelito de la entrada el pegado con imedio que casi oculta el Aragón Express del cabrón del quiosco.  Román me mata con la mirada pero no tiene salida, como yo, tampoco yo tengo salida porque ahora todo depende de Zenaida, de la voluntad de Zenaida. 

Y Zenaida dijo sí y apareció con unos levis strauss claros de pana, bien ajustaditos, y un lacoste azul marino. Y allí nos presentamos, a las cinco en punto, dos horas antes, con todo el calor del mundo.  Todo para los dos, para Zenaida y para mí.  Los primeros o los quintos, que había que coger buen sitio. Y ¿eso?  Qué va a ser, Zenaida, una cámara de fotos, de Bernardo, de tu tío, la he cogido en el estudio.  Y masco chiclet haciéndome el interesantico. Hombre, eso ya lo veo, ya veo que es una cámara de fotos, pero ¿para qué la has traído?  Joer, pues pa ver si cazo al Mayall; bueno y, ya que preguntas, click, foto que te pego querida Zeni... apunté hacia ella, enfoqué y, toma ya, la primera.  Ahí queda eso. Qué guapa, pero qué guapa ha tenido que salir, y con qué sonrisa...  Zenaida era seria, seriecita y eso me gustaba, y me di cuenta de ello arriba, en la torre-faro de muestras, yo la miraba a ella y ella al Gol de Jerusalén.  Seria, sí, que una mujer seria esconde más, como que tiene más misterio.  No como otras que es como si las tuvieras siempre desnudas y a tu disposición, esas juerguistas y dicharacheras,  como la Charito Rosales, pongamos por caso.  Claro que con la sonrisa de Zenaida me moría también, interesante por excepcional. Zenaida estaba impresionante de cualquier forma, con cualquier gesto.  Cualquier movimiento facial era un regalo divino. Todo le sentaba bien, la cosa más horrible parecía hermosa junto a ella, con ella, sobre ella, bajo ella.  Incluso... ¿yo? Clic, toma ya, la segunda; qué tontaina eres, hijo.  Y  por poco se me cae la cámara al enfundarla.  El Salduba era el polideportivo del parque, estaba en lo más hondo, a la orilla del Huerva.  Era el cielo, desde aquel día el Salduba fue para mí un trocito de cielo como la torre-faro de la feria de muestras. Zenaida y yo juntos toda la tarde, ¡toda!  Zenaida y yo solos,  bueno con tres mil personas más pero ¿no dijo alguien que la soledad donde más claramente se palpa es entre multitudes?.  Me gustaba el Mayall claro que me gustaba, pero aquella tarde lo que menos me importaba era él. Sólo Zenaida, Zenaida y nadie más, bueno, Zenaida y yo. How can I tell you that I love you, I love you, But I can’t think of right words to say.   ¿No hemos venido muy pronto? Media hora y aún no habían abierto. Y, de repente, por arriba, por el parque, aparece un wolkswagen, un escarabajo de esos de colores chillones, con flowers, peace & love.  Hippie total.  Para y surgen de él unos melenudos zarrapastrosos. Estos sí que eran de verdad, y no de cartón piedra como el Sito y la Luci.  Extranjeros, sí, no había duda; que, además, uno era negro. Venían hacia nosotros, hacia la fila de cuatro, junto a la entrada, a mí que me registren que no he hecho nada.  Uno rubio, chupado y desgarbado, con una pierna enyesada, nos saludó, hello.  Contestamos todos, yo, tímidamente, también, hello.  Técnicos, seguro.  Y en la cola una voz, coño, pero que es él, coño, el de la pierna, que es John Mayall. Sí, es cierto, parece John Mayall, pero imposible. Las estrellas no van así por la vida, claro que ¿quién de los de allí había visto alguna vez a una estrella?  A mí que me registren, ¿eh, Zenaida?  A mí solo me importaba mi chica, my baby, clic, tóma, y van tres, ¡John Mayall, por aquí, pasando ante nuestras mismísimas narices!  No si parecerse se parecía, era clavado al de las carpetas de los discos pero, anda ya, cómo va a ser el Mayall en persona, así, delante de nuestras narices.  Y qué coño, a mí qué me importa, que yo sólo estoy atento a mi chica, a su carita de niña, baby face, que por cierto, sí, ella sí parecía impresionada, ¿sería de verdad el Mayall?  Sí, con la pierna escayolada, seguro, anda ya.  En todo caso también yo me quedé un momento sin masticar con cara de idiota, más aún si cabe. Miré de reojo a Zenaida, por si me había oído el hello aquel bajito y tembloroso, por si había notado mi debilidad y volví a mascar chicle con fuerza  como si me hubiera  limitado fríamente a ser cortés con el extranjero aquel.  Los hippies melenudos y extranjeros golpearon la puerta, se abrió y desaparecieron. Que sí, decía uno, que era John Mayall. ¿Con la pierna escayolada?  ¿Y va a actuar con la pierna escayolada, eh, con lo señoritos que son estos tíos y la pasta que tienen? Podías haberle sacado una foto. Qué coño, Zenaida, que no, que no era John Mayall, para qué voy a desperdiciar carrete con un cojo zarrapastroso. Aunque no lo fuera, aunque no fuera John Mayall los tipos esos son muy curiosos, te hubiera quedado bien.  A ver, Zenaida, a ver que me aclare, ¿no decías que los pelos largos no nos sientan bien a los hombres? Perdona pero no te estoy hablando de tíos guapos sino de una fotografía distinta, interesante.      Sí, claro, es verdad, tenía razón, Zenaida siempre tiene razón. Entiendo, entiendo, dije en alto; y, hala, otra vez a darle al chicle, pero de paso, clic, venga, la cuarta, por hablar y, encima, tener razón.

Abrieron casi a las seis y nos hicimos con dos sillas en la primera fila. Buen recibimiento, nos dieron un folleto con la fotografía del Mayall, pues sí que se parece al rubio zarrapastroso aquel, y una nota biográfica de los miembros de la banda.  La fotografía era la misma del cartelito de la tienda de Román y de los muchos pósters que había colgados por el escenario detrás de los  amplificadores. Había merecido la pena esperar, ¿lo ves, Zenaida?, tú hazme caso. Seguí haciendo el mono toda la tarde y Zenaida riéndose. El Ruso, que liga mucho, me dijo una vez que si uno es gracioso lleva mucho ganado, pero hay que ser gracioso, ¿eh? Que eso no es fácil y, si fallas, el efecto es justo el contrario: la vergüenza más atroz. Y, sin cansar, ¿eh?, que ya lo decía Gracián: hay que dejar siempre con ganas. Bueno, yo seguía haciendo el payaso y no parecía ir mal la cosa. El pabellón se llenó, la banda comenzó con mucha marcha las primeras notas de lo que acabaría siendo el Crocodile walk y anunciaron al Mayall.  Y allí apareció la estrella, por fin, sin ningún glamour, que el hombre este es un tío sencillo; y,  por supuesto, con la pierna escayolada.  ¡Era él!  Sí, decíamos, era él.  Y nos rompíamos de risa.  ¿Lo ves? La fotografía que te has perdido. Y aquí ni se te ocurra disparar que nos detendrán.  OK, Zenaida. Volvía a tener razón, el pabellón estaba plagado de grises. Y el Mayall, a pesar de su cojera seguía su marcha, so many roads, so many trains to ride, I've got to find my baby, 'fore I'll be satisfied. Yo ya tenía a mi chica, aquí, cerquita de mí y me pasé el concierto mirándola a ella; mis manos baquetas, mis piernas batería completa, all drums, siguiendo el ritmo mascando chiclet, sin quitar el ojo a Zenaida, ¿qué, te gusta? ¿te gusta, eh, Zenaida? Qué sí, hombre, que sí, ¿qué miras? No, no, nada, que me lo estoy pasando pipa, Zenaida.  ¿Qué haría, qué podría hacer yo para impresionarla, para que me admirara, para ser el héroe de su vida, el Zorro, el Tulipán Negro, Tarzán... el hombre, el hombre de su vida?  Y el concierto in crescendo hasta la apoteosis final, Room to move, el pabellón entero bailando, todos encima de las sillas, Zenaida y yo de la mano.  Hasta de la cintura la cogí en uno de los lances.  ¡Bestial!  La cintura de Zenaida. Su cabecita pegada a la mía, su piel y su cabello perfumados, ¿qué colonia llevas? Mirurgia, normalita.  ¿Normalita? En la piel de otra.  Qué tonto, qué tonto te pones.  Concluyó,  Room to move puso fin a los dos bises y pedíamos más,  todos queríamos más. Pero no, en lugar de más bises hubo más grises,  el concierto se acabó, se abrieron las dos únicas puertas del recinto, a nuestra espalda, frente al escenario y como la gente, sobre todo la que estaba en las gradas de los lados no se movía, subieron ellos, los grises, y se liaron a porrazos. Yo preocupado por Zenaida porque desde el interior echaban a la gente a palos y en las salidas los despedían con más porrazos.  Aquello era una ratonera, no había salida ni hacia atrás ni al frente. Zenaida se asustó algo, aunque era muy valiente. Y ahora qué, me dije.  Si no nos movemos, mal, nos sacudirán los de dentro; si salimos, se pondrán morados los de la puerta, los grises, míralos, mira qué cabrones, están disfrutando. Los abucheos disminuían porque cada vez había menos gente. Y yo: Zenaida, tú aquí, aquí, conmigo.  No sé por qué decía eso, no tenía ni la menor idea de cómo salir de allí.  Eché mi mano sobre su hombro, con decisión, porque cuando estamos con alguien a quien creemos más débil que nosotros nos sentimos más fuertes. No dijo nada. Me encantaba la falsa sensación de que fuera mía. En realidad tampoco parecía asustada, al menos muy asustada. Es valiente, sí, es la ostia.  Nos acercamos con cuidado hacia la puerta de la derecha, parecía que allí había más gente y entre la multitud algún golpe nos ahorraríamos, bueno, más bien me lo ahorraría yo porque lo que tenía claro era que, al salir, mi cuerpo sería coraza y escudo del suyo.  Entre las dos puertas estaba el bar, un simulacro de barra, casi sin gente.  Los grises seguían machacando con fuerza, ya todos en las puertas, los de dentro se habían limitado a que la gente dejara las localidades. De los pocos que quedaban, alguno todavía se atrevía a abuchearles.  Fue lo primero que vi, lo primero que vimos, parecido a una manifestación, la primera, el primer acto de repulsa, repulsa y violencia, de los muchos que nos esperaban en los años venideros.  Se me encendió una luz.  Yo veía que, en la barra del bar, entre ambas puertas, había tres o cuatro señores tan tranquilos, tan felices.   Vamos a ver, pensé, si en lugar de salir nos acercarnos hasta allí, hasta la barra, y pedimos algo de beber, no sé un par de cañas, y nos plantamos como quien no quiere la cosa y, sobre todo, si no pagamos hasta que no las hayamos bebido...  no sé, pero si viniera alguno de esos malditos grises a echarnos, los del bar nos protegerían, digo yo, aunque sólo fuera por cobrarse las cañas; y si no, los tíos esos que están allí, tan tranquilos en la barra..., seguro que no han pagado; bueno quizá sean de la organización, seguro, tan mayores...  No sé, además, están echando a la gente que se niega a salir, pero uno que se está tomando algo se está tomando algo, está claro; no es que se niegue a salir, simplemente es que se está echando una cerveza.

Lo intenté. Cuando ya estábamos cerca de la puerta de la derecha, con los grises zumbando a diestro y siniestro, tomé a Zenaida de la mano y de un tirón nos plantamos en la barra, entre las dos salidas. ¿Una caña, Zenaida? Y ella, gratamente sorprendida, conteniéndose la risa: mejor una cocacola. Y, yo, al camarero, mascando chiclet y encendiéndome un cigarrillo: a ver, una cocacola y una caña, ¿de grifo?, sí, la caña de grifo. Le guiñé un ojo, cerveza en la derecha, cigarrico en la izquierda, chiclet entre los dientes... y respiré tranquilo porque...  when something is wrong with my baby something is wrong is me, lo juro, cielo. 

Todo fue mejor de lo esperado, no me había terminado el cigarrillo y las puertas se cerraron, los grises tras ellas y nosotros, ya totalmente a salvo, en el interior; Zenaida con su cocacola, yo con mi caña. El pabellón vacío, salvo los de la organización, técnicos, operarios y algunos periodistas. Los técnicos, todos melenudos, extranjeros y con vaqueros raídos, sí señor.  Pagué tranquilamente, Zenaida hizo mención de salir, pero la volví a tomar por el hombro, one moment baby, please.  Me acerqué, nos acercamos al escenario y le pedí a uno de los que había por allí un póster, thank you, sire, toma, Zenaida, para ti, un recuerdo del concierto, son simpáticos estos extranjeros melenudos y zarrapastrosos a quien no hay dios que los entienda porque  hablan un inglés muy raro.  No llamábamos la atención, los técnicos se pensarían que éramos de la organización, los de la organización que éramos hijos de algún pez gordo, que en aquellos tiempos, como en estos, en los anteriores y en los por venir todos eran, son y serán mandamases, jefes, líderes, dueños, amos...  Nos metimos como si nada en los vestuarios, con la misma normalidad que deambulaban los demás. Y allí, allí estaban todos, los periodistas locales y los músicos recogiendo sus bártulos. A John Mayall lo entrevistaba Plácido Serrano, el de la radio, Alrededor del reloj era su programa. Me metí en medio, sin contemplaciones.  Con una mujer guapa uno puede meterse donde quiera.   Y le largué al Mayall el folleto que nos habían dado a la entrada, for Zenaida, please, ZE-NAI-DA, tres sílabas como tres alondras que escapan de la noche...  Y mientras firmaba el autógrafo, en medio de la entrevista, clic.  Y van veinticinco contando esta, esta en la que aparece el Mayall con Zenaida, por cierto mirándola con... no sé, no sé, algún día la romperé; con esta, digo, van veinticinco. OK, thank you, thank you very much, mister Mayall, que quiere decir: bien, gracias, muchas gracias, señor Mayall. 


De "La ciudad sin faro"

Servando Gotor


sábado, 22 de junio de 2024

ALEJANDRO MAGNO O LA FÓRMULA PARA POSEER EL MUNDO (Servando Gotor) TEXTO COMPLETO

 

 

     

This is the West, sir.
When the legend becomes fact,
print the legend

(Esto es el Oeste, señor.
Cuando la leyenda se convierte en realidad,
imprima la leyenda)

James Warner Bellah y Willis Goldbeck,
guionistas de: The Man Who Shot Liberty Valance
(John Ford, 1962)

ÍNDICE:

1. Un libro como terapia.
2. Coartada para un proyecto muy personal: la Monarquía Universal
3. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas: (I). Carisma y proyecto
4. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (II). El sistema político y de gobierno: de la democracia de la polis a la monarquía macedónica
5. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (III). Ejército, administración, y legitimación
6. Más allá del Imperio (a modo de conclusión)

 

1. Un libro como terapia

Comencemos con una anécdota alejada cronológica y geográfica-mente del contexto alejandrino: Capua, Italia, siglo XV. En sus habi-taciones palaciegas, el Rey Sabio aragonés Alfonso V, también conocido como el Magnánimo por su esplendida generosidad con los miembros de su ilustrada corte napolitana, está enfermo.  Antonio Beccadelli, poeta y escritor de cabecera del monarca, nos cuenta en sus Dichos y hechos de Alfonso, rey de Aragón cómo él mismo consiguió animarlo y prácticamente sanarlo, ayudándose simple-mente de la lectura de un libro interesante y entretenido: «Estando el rey enfermo en Capua, muchos buscaban muchas cosas para alegrarlo, cada cual lo mejor que sabía y podía. Yo, en aquella sazón estaba en Gaeta y en cuanto lo supe, con la mayor presteza que pude, armado de mis libros y medallas y cosas en que el rey pensaba dar solaz y pasatiempo me vine para él». Así, que lo primero que hizo para entretenerle, según dice, fue ofrecerle un libro. El rey comenzó a tomar tanto gusto y tanta alegría en oír las cosas que en él se contaban que «los médicos se espantaron»  viendo cómo se alivió, y «casi despidió  todo el mal que tenía». De tal manera que «dejadas aparte todas las otras recreaciones y pasatiempos que para aliviarlo solía buscar, solo ocupábamos cada día en tres capítulos». «Tanto que enseguida acabamos de leer todo el libro». 

Aquel libro no era otro que la biografía de Alejandro Magno escrita probablemente en el siglo I de nuestra era por un tal Quinto Curcio Rufo,  de quien aparte de la autoría de esta obra poco más sabemos. Lo cierto es que tras su apasionante lectura, Alfonso el Magnánimo «se burlaba de los médicos, diciendo que Avicena era un charlatán, y que no había ninguna otra cosa sino Quinto Curcio».

Alejandro Magno es sin duda el personaje histórico sobre el que más se ha escrito y el más divulgado de todos los tiempos. Y raro es el año en que no aparecen nuevos estudios, ensayos o novelas sobre él. Lo que hace que una y otra vez reiteremos el tópico de preguntarnos si todavía queda algo por decir sobre el monarca macedónico. Con lo que, salvo que afloren nuevos hallazgos arqueológicos, a lo único que podemos aspirar es a que surjan algunas hipótesis más o menos imaginativas sobre él. En todo caso, las fuentes de las que emanan todas las teorías, leyendas y fantasías que constantemente se publican, las encontramos fundamentalmente en tres textos monográficos: las biografías de Arriano, Plutarco y Quinto Curcio. Ninguno de ellos fue contemporáneo de Alejandro, pero los tres se sirvieron expresa y críticamente de textos de autores que sí lo fueron: Calístenes, Ptolomeo, Aristóbulo, Onesícrito y Nearco. Biógrafos estos cuya obra fragmentaria hemos podido conocer gracias a las citas que aquellos nos han legado.

De los tres biógrafos citados, Arriano y Plutarco se tienen por más rigurosos que Curcio, consideración esta que en sí misma no deja de ser algo injusta, ya que los dos primeros son estrictamente historiadores, mientras que nuestro autor más que historia (que también), lo que hace es un juego retórico, algo que se acercaría más a lo que actualmente llamamos novela histórica. Evidentemente, si los límites entre géneros ni siquiera hoy parecen claros, difícilmente podrían estarlo en una época en que ni siquiera había debate alguno al respecto. Pero es que si, incluso hoy, la novela histórica resulta inadmisible cuando en la esencia quiebra el rigor histórico, mucho más intolerable resultaría entonces, en que, en definitiva, pareciera que Curcio estaba haciendo lo mismo que Arriano y Plutarco.

A Curcio, como mucho, solo se le puede reprochar lo que era, y lo era a mucha honra: un retórico. Y una vez que lo situamos como tal retórico lo que no podemos es exigirle el estilo frío, distante y objetivo que se le presume al historiador. Porque, ciertamente, la inclinación por la retórica le lleva a Curcio a insertar en su obra abundantes sentencias y grandes discursos, tanto del propio Alejandro como de Darío y de algunos personajes más.  Discursos que son, en efecto, auténticas obras literarias pero que no por ello dejan de recoger y mostrarnos el espíritu, la personalidad y los fines perseguidos por quienes los pronuncian, así como el contexto político, psicológico y geográfico  del momento.

Y aquí encontramos la razón por la que Curcio resultó tan gratificante e incluso saludable para Alfonso V de Aragón: la verdad histórica, poéticamente aderezada e incluso sublimada. De hecho, hasta podríamos aventurar que para el monarca enfermo jamás hubiera tenido el mismo efecto balsámico la Anábasis de Alejandro, de Arriano.

En todo caso, la retórica, la poesía, la literatura, el arte en suma, no solo no tienen por qué estar reñidos con la realidad de la que nos hablan, sino que deben ser, además de verosímiles, verdaderos.

Pero es que, a mayor abundamiento, las propias leyendas, los mitos, en cuanto tales, también forman parte de la realidad, y por tanto, de la verdad histórica.  Es más, incluso esconden más verdad que algunos hechos históricos. Porque la leyenda no solo resume, compendia y abstrae la esencia de multitud de hechos reales repetidos, sino que, además, cuando se consolida, tiene efectos históricos y sociales de mayor fuste que cientos y miles de acontecimientos reales. Y las biografías (más o menos legendarias) de Jesús de Nazaret y del propio Alejandro así lo confirman: la influencia del cristianismo y el helenismo han forjado durante siglos la conciencia occidental con independencia de su realidad histórica.

Por lo demás, y a diferencia de Jesucristo, Alejandro fue ya toda una leyenda en vida. Con lo que debemos presumir que aquellos primeros textos de sus biográfos contemporáneos estaban impregnados, con mayores o menores prevenciones, de esa leyenda.  Lo que tampoco resta rigor a los mismos, ni a la propia leyenda. Al final, en la Historia, en el devenir humano, para bien o para mal, la leyenda, el mito, acaba por imponerse a la realidad, más tarde o más temprano, influyéndola, modelándola y encauzándola.

A Alejandro y Jesús de Nazaret les bastó una vida corta a ambos (32 y 33 años, respectivamente) para forjar una conciencia colectiva de tal magnitud que sigue imperando en nuestros días. Sus respectivas biografías están reelaboradas, por supuesto, pero las de Alejandro se escribieron directa y personalmente por hombres muy cercanos a él, mientras que los evangelistas compusieron sus obras con lo que la tradición oral les había transmitido. A este respecto, el antropólogo norteamericano Marvin Harris, subraya que ningún historiador romano contemporáneo de Jesús, lo menta. Y ello con específica mención a Flavio Josefo, quien con dos obras especializadas en el mundo hebreo (De la guerra judía y Antigüedad Judaica), es el autor de referencia sobre los acontecimientos políticos y militares en Palestina durante su propia época. Pues bien, Josefo, habla nada menos que de cinco mesías (Atrongeo, Teudas, el anónimo "canalla" ejecutado por Félix, el "falso profeta" egipcio judío y Manahem) y, sin embargo, omite por completo tanto a Jesús como a San Juan Bautista. Silencio del que tampoco debe colegirse, ni mucho menos, la inexistencia de ambos, pero sí el poco eco, la escasa influencia que pudieron tener en vida y, en consecuencia, el mayor grado de elaboración que necesitaron emplear aquellos que sin conocerlo, ni ser siquiera coetáneos, escribieron sobre ellos.

De todo lo cual, y a sensu contrario podría concluirse que las obras que nos han llegado de Alejandro contienen grandes dosis de verdad. Y dada la enorme influencia y talla del personaje, se explica también el interés que siempre ha suscitado su vida. Y, especialmente, cuando esa vida se nos traslada con la magia y pasión propia de lo literario, tal y como nos la ofrece Quinto Curcio.

Pero, en suma, ¿qué hizo Alejandro? ¿Qué pudo hacer para suscitar semejante interés? Sembrar las semillas de lo que se ha dado en llamar helenismo. Eso es lo que hizo. Alejandro, con el pretexto de vengar viejas heridas infligidas por los persas a los griegos, los conquistó, y al conquistarlos, no solo les impuso la mentalidad griega, sino también tomó de ellos ciertas formas y costumbres, forjando una nueva sociedad híbrida y universal que está en la base de nuestra cultura occidental. 

 

2. Coartada para un proyecto muy personal: la Monarquía Universal

 

En principio, la gesta de Alejandro y de la mentalidad griega en general, tenía por objeto resarcirse de los daños y vejaciones causadas por los persas a los griegos desde tiempos inmemoriales (la propia guerra de Troya está en el contexto de esta rivalidad). Pero la humillación más reciente en el recuerdo de entonces, aparte de la ocupación de las islas del Egeo y toda la costa de Asia Menor por el Imperio aqueménida, fue la destrucción de la mismísima Acrópolis por Jerjes I, Rey de Naciones, parte de cuyas ruinas quiso conservar Pericles para que nunca cayera en el olvido semejante agravio. Y no solo las ruinas, también las letras fijaron para la posteridad aquel inolvidable escarnio: 

 

Cuando vieron los atenienses a los bárbaros en la Acrópolis –recuerda Heródoto-, unos se lanzaron desde los muros, pereciendo despeñados, y otros se refugiaron en el templo de Atenea. Lo primero que hicieron los persas nada más subir, fue encaminarse hacia la puerta del templo, y una vez abierta pasar a cuchillo a todos los que allí se habían refugiado. Degollados todos y tendidos, saquearon el templo y entregaron a las llamas la ciudadela entera. (Heródoto, 8.53).

 

El resarcimiento pretendido por Alejandro se centrará por supuesto en la liberación y recuperación de los pueblos griegos ocupados por los persas. Ahora bien, una ocupación de tantos años había acomodado a estas gentes a muchas de las costumbres bárbaras, y ello hacía que en aquella liberación concurrieran a veces sentimientos encontrados, de modo que aunque en unas plazas predominaba más el espíritu griego, en otras se imponía el persa. Lo cierto es que se trataba de poblaciones, en general, que no veían a Alejandro como a un invasor sino más bien como a un libertador. Por lo que no solo las sometía con cierta facilidad sino que, además, su ejército se incrementaba y reforzaba con los propios conquistados que compartían ese espíritu de venganza contra la tiranía aqueménida. Venganza, sí. Porque no bastaba el resarcimiento. La venganza cargada de resentimiento exige un plus que la restitución no alcanza, imponiéndose además el castigo y la humillación; una intromisión hacia oriente para doblegar, someter y escarmentar al poderío persa: si ellos habían ocupado y profanado hasta el mismísimo Partenón, Alejandro aceptaría (a su manera) el reto del nudo gordiano, y  conquistaría Babilonia, visitaría en Siwa el templo de Amón proclamándose hijo de este dios, sería recibido en Menfis, también como auténtico libertador de los egipcios, y finalmente, y aquí llega el núcleo de la venganza, arruinaría Persépolis, sede del antiguo trono de los reyes persas y cabeza de su Imperio que, en palabras del propio Alejandro (según Curcio),

 

había sido para los griegos la ciudad más funesta, puesto que desde ella partió el espantoso diluvio de ejércitos que inundó Grecia; y desde ella fraguaron, primero Darío y después Jerjes la más detestable guerra que asoló a Europa, por todo lo cual estaban obligados a destruirla, vengando así tantas ofensas, y consagrando su ruina a la memoria de sus antepasados (5.6).

 

Hasta aquí la posible coartada de Alejandro. Porque consumada la venganza y el severo castigo (5.7), su desmedida ambición forjará un nuevo horizonte que ampliará su gloria: la Monarquía Universal. Algo ya apuntado incluso por un Darío derrotado y traicionado por los suyos, que habría llegado a pedir a los dioses favorecieran las armas de Alejandro hasta convertirlo en Monarca del Universo (5.13). Supuestas palabras de Darío que, en realidad, no reflejarían sino el verdadero deseo de Alejandro (nuevo o sobrevenido, eso no está claro), quien enseguida las hizo propias (6.3), pretendiendo algo más que el mero sometimiento de los persas: la conquista del mundo, ya no solo en su condición de líder griego, sino también como sucesor del Imperio aqueménida. En definitiva, tras la muerte de Darío y la destrucción de Persépolis, Alejandro se siente y de hecho se convierte en heredero del Imperio persa. Y a partir de entonces, seguir avanzando ya no será un acto de venganza o justicia sino de conquista.

Ahora bien, Alejandro, tan sagaz como ambicioso, sabía perfectamente que un dominio sin límites solo es posible sojuzgarlo y mantenerlo a base de concesiones. Y, de hecho, la ocupación no tratará tanto de imponer la cultura griega como de generar una nueva sociedad híbrida y sosegada en la que necesariamente se mantendrán algunos elementos esenciales de la Persia aqueménida:

 

Nada es duradero por la fuerza de las armas. Solo el recuerdo de los favores nos hará eternos Por lo cual, si queremos conservar a estos pueblos, es preciso hacerlos participes de nuestra clemencia  (…)  no es posible gobernar un imperio tan grande sin ofrecerle algo nuestro y tomar algo suyo (…) Ojalá los indios también me tuviesen por dios suyo,  pues la fama es tan importante en las guerras que a veces tiene más fuerza la mentira que la verdad». (8.8).

 

 

3. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas: (I). Carisma y proyecto

 

Llamamos «carisma» a la cualidad de una persona individual considerada como una cualidad extraordinaria. Originariamente era una cualidad derivada de un poder mágico (…). Por esta cualidad se considera que la persona que la posee está dotada de fuerzas o propiedades extraordinarias, no accesibles a cualquier persona, o que es una persona enviada por Dios o una persona modélica y que, por lo tanto, es un «líder». En la definición del concepto de «carisma» es totalmente indiferente cómo se podría valorar esa cualidad objetivamente desde un punto de vista ético, estético o desde cualquier otro punto de vista. Lo único que importa es cómo esa persona es realmente considerada por sus sometidos, por sus «seguidores». (Max Weber: Sociología del poder. Los tipos de dominación, IV, X).

 

Carisma. Para que el carisma germine es necesaria distancia. Alejamiento suficiente que posibilite la magia y el milagro de una imagen heroico-poética: el mito, siempre impregnado por el aura de lo divino. Y la poesía y el mito, per se, exigen indefinición, cierto grado de sfumato que abra las puertas a la imaginación de las masas, para que esta vague libre y desbocada, completando, concretando, materializando y hasta exagerando esa imagen difusa con virtudes, trazos y características extremas, y leyendas y hazañas más o menos ciertas, más o menos ficticias, que la retroalimenten.

Mas para acceder a la mera posibilidad del divino soplo carismático son necesarios ciertos resortes que  sirvan de trampolín. Alejandro los tenía todos.  Para empezar, era hijo de un rey. Y no de un rey cualquiera sino de un rey de un pueblo en alza, un rey culto e inteligente, ya sellado con el marchamo del éxito. Porque cuando nace Alejandro, Filipo, gracias a sus alianzas y políticas matrimoniales, se ha hecho en Pela con una corte de príncipes macedonios que apuestan por la unidad bajo su liderazgo, con intenciones, además, de extender su dominio e influencia por toda Grecia, aquella altiva Grecia de Atenas, Esparta y Beocia, para la que todas las demás naciones, incluida Macedonia, eran bárbaras. Cierto que detrás de esta ambición latía cierto complejo de inferioridad. Y quizá por eso Filipo, que se había formado en Tebas, no soñaba culturalmente con una Grecia macedónica sino con una Macedonia griega incorporada al exquisito mundo heleno, y no como un pueblo más, sino como el primero. Los macedonios, ya desde el primer Alejandro, el Filoheleno, se sentían griegos y sucesores de Heracles, y aspiraban no solo a formar parte de ese culto universo, sino a dirigirlo[1].

Por eso, y para atraer hasta Pela a los reyes de las dispersas tribus macedónicas, Filipo ofrecía a los hijos de estos una exquisita formación griega junto a él. Para lo cual se había hecho con una sólida nómina de maestros, pensadores, artistas, poetas, y estrategas y militares de primer orden.

Pero es que a las ventajas de aquella regia cuna hay que añadir que cuando Alejandro sucede a su padre lo hace ya como hegemon, como máximo cargo militar del ejército de la Liga de Corinto, acuerdo de paz tras la batalla de Queronea, en que Filipo sometió a toda Grecia, ya con la decisiva participación de un joven Alejandro. Alianza que ya contemplaba como objetivos tanto la liberación de las ciudades griegas de Asia Menor sometidas por los persas, como la propia eliminación del Imperio aqueménida.

Infraestructura técnica, pues, y poder (Jesucristo careció de una y otro). Y no solo eso: Alejandro tenía también ambición personal, carácter, empatía, energía, inteligencia y magnanimidad. Cualidades todas ellas que unidas a ese poder efectivo que ostentaba, le granjeaban la admiración, aprecio y respeto de todos los príncipes macedonios de su Corte, nutrida además de sabios y maestros, y de compañeros suyos de juegos y estudio: los amigos (philoi).

A todo lo dicho, parece que Alejandro destacaba también, además de por su recia formación humanista y militar, por un eficaz dominio de la palabra. Nos han llegado discursos y arengas que, reales o apócrifos, no dejan de ser verosímiles por la propia necesidad de los mismos (y sus ulteriores y efectivos resultados) para alentar a los soldados en los momentos más bajos de la conquista, que fueron unos cuantos:

 

Sabía levantar, como nadie, el ánimo de sus soldados y colmarlos de buenas esperanzas, así como eliminar la sensación de miedo en los peligros por su propio desconocimiento de lo que es el miedo. (Arriano, 7.28).

 

En cuanto a su aspecto físico, el propio Arriano (7.28) llega a decir que «fue el hombre de más bello cuerpo». Y es verdad que tradicionalmente se le  describe como un joven apuesto y atractivo, con un mechón de cabello largo, rizado y una piel clara. Que ladeaba la cabeza levemente hacia la izquierda y sus ojos mostraban una mirada que atravesaba, rasgos estos dos por los que, no obstante, se ha llegado a especular si padecía algún trastorno ocular. Además, quizá siguiendo costumbres persas y seguramente para presentarse ante ellos de modo más familiar, nos lo muestran lampiño, imponiendo en Occidente la moda de afeitarse.

Pero le fallaba la estatura. De hecho, cuando Sisigambis, la madre de Darío, ve por vez primera a Alejandro que está junto a su amigo Hefestión (3.12), se dirige erróneamente a este en vez de al rey porque aquel era de mejor porte y gentileza. Y en Susa, al sentarse en el trono de los reyes persas, necesitó una mesa en lugar de un taburete para apoyar los pies porque no le llegaban al suelo (5.2). En el Román d’Alexandre, se dice que medía tres codos (menos de metro y medio), con lo que se ha llegado a bromear afirmando que el mayor conquistador del mundo se reducía a tres codos terrestres. Todo lo cual ha sido fuente de hipótesis y chascarrillos, hasta el punto de considerar su estatura como causa de un trauma personal que podría estar en la raíz de toda su energía y ambición. No obstante, y según Robin Lane Fox, aunque «en el mito germano Alejandro era recordado como rey de los enanos (…) sería precipitado explicar su ambición sobre la asunción de que era extraordinariamente bajito».

Ahora bien, al líder de masas, incluso al militar que encabeza la vanguardia de un ejército masivo, ¿quién lo ve de cerca? Y los que lo ven, ¿cómo y dónde lo ven? ¿Quién puede escuchar de verdad sus discursos? En realidad muy pocos, porque el líder solo aparece en escena y a distancia. Arriba, en lo alto del proscenio: unas veces la Corte, otras el frente de batalla. Algunas, más cercanas, pero tan breves, preparadas y estudiadas, que como toda buena puesta en escena, aunque no se note, también impone distancia. Y siempre, y en todo caso, rodeado y protegido por los suyos, resguardando, cuidando y enalteciendo su imagen. Solo estos son verdaderamente los más próximos: sus compañeros, sus amigos, quienes ya lo conocen bien y ponderan sus muchas virtudes, siempre es verdad muy por encima de sus defectos y debilidades, que también conocen. Y es precisamente en este círculo íntimo y estrecho, dónde se fraguan el cariño, el respeto, la admiración y, finalmente, la legitimidad y obediencia: la autoritas. Imagen que, desde aquí, se esparcirá de boca en boca entre los soldados, quienes además la verifican in situ al beneficiarse personalmente de las riquezas que los despojos de las victorias les granjean.  En última instancia, ese correr de voz en voz partiendo de las impresiones de los suyos y del nimbo áureo fruto de la indefinición, va modelando finalmente, con imaginación y magia, al personaje, al héroe. Al mito. Es la fama, que contribuirá más que la reputación, «más que sus propias armas, al incremento de su gloria» (4.4.). Fama que generará magia, incrementada de modo muchas veces decisivo por la suerte: la Fortuna, siempre tan generosa con Alejandro, hasta el punto de hacerlo verdaderamente invencible. Y así es como aflora y cristaliza el carisma, que no solo exagera las virtudes, sino que oculta o elimina todo defecto, elevando al personaje a acariciar la categoría de dios.

El proyecto. Pero el carisma, o solo el carisma, no es suficiente. Hace falta tener un proyecto propio que transmitir a la masa. Y Alejandro, a falta de uno, tuvo dos. Porque no conforme con la conquista del Imperio persa, ya formalmente asumida por la Liga de Corinto,  quiso igualar y aun superar la gloria de Heracles y Aquiles, y erigirse como ya se ha dicho en Monarca Universal. Pretensión que acometía no solo como líder griego y faraón de Egipto (hijo de Amón), sino como emperador aqueménida.

 Por tanto, Alejandro contaba con la infraestructura, el apoyo del pueblo, y la legitimidad necesarias para su reinado.  Pero, ni siquiera esto es suficiente para implementar y mantener un imperio. De hecho, tras la destrucción de Persépolis, los griegos, especial-mente, se mostraron contrarios a continuar con la expansión.

 

 

4. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (II). El sistema político y de gobierno: de la democracia de la polis a la monarquía macedónica

 

 Si nos retrotraemos al periodo anterior al de la victoria de Filipo sobre Grecia que culmina con la Liga de Corinto (verdadera capitulación), el sistema de la polis griega, la ciudad-estado, además de definitivamente amortizado, en absoluto se contemplaba en los designios macedónicos, monárquicos y aun proimperialistas por antonomasia. Grecia había sido un mundo de pequeños estados en los que cada uno gozaba de autonomía y libertad para administrar justicia en un régimen de igualdad. Igualdad ante la ley (isonomía) e igualdad de palabra (isegoría). El ciudadano, el habitante de la polis, tiene derechos, y la convivencia resulta idílica, eso sí, excluidos mujeres y esclavos. Y esta forma de estado armoniza a la perfección con un régimen de gobierno republicano: los ciudadanos, debatiendo, parlamentando, generan sus propias normas y eligen a sus gobernantes. Pero este paraíso idílico se muestra muy vulnerable, especialmente frente al exterior.

Ya antes de la derrota de los griegos en Queronea, se oía decir que los sistemas democráticos son débiles por naturaleza, idea nuclear de los promonárquicos eficazmente transmitida por Pitón a los beocios en un momento en que habían de elegir entre aliarse con Atenas o con Filipo (Curcio, 1.6 –Freinsheim-). La democracia es vulnerable, capaz de cuestionar su propia esencia socavando sus propios cimientos. Pero es que, además, no hay en la democracia una soberanía personalizada, sino que está repartida o diseminada entre un pueblo, siempre ―y también por propia naturaleza― plural y por tanto dividido, lo que dificulta el diseño, afianzamiento e imposición de cualquier proyecto o iniciativa colectiva más allá de la duración del propio mandato, puesto que la alternancia en el poder posibilita la imposición de un nuevo programa derogando el anterior.

En contraste con Pitón, Demóstenes intentará convencer a los tebanos para aliarse en una alianza griega contra los macedonios (Curcio, 1.7 ―Freinsheim―). Y lo hará enalteciendo las bondades y logros de un mundo civilizado, libre, digno y democrático como el griego, frente a la barbarie que representa el poder monárquico macedonio, carente de principios y movido «por el interés y no por amor a la virtud o a la patria, ni por el respeto a los dioses y a los hombres». Lo que pretenden los macedonios es «que apreciéis las supuestas ventajas de la esclavitud, y abandonéis a vuestras mujeres, a vuestros hijos y a vuestros padres. Y reneguéis de la libertad, la reputación, la fe, y en definitiva de todo aquello que los griegos tenemos por sagrado y venerable».

Y la monarquía macedónica, que conviene subrayar era una monarquía militar, acabará por imponerse a la democracia. Grecia constituía un auténtico hervidero de querellas entre las distintas polis, lideradas alternativamente por atenienses, espartanos o beocios. Querellas a menudo apoyadas, cuando no instigadas más o menos subrepticiamente, por el Imperio persa, siempre interesado en una Grecia débil. Era, por tanto lógico que en ese contexto surgieran movimientos proclives a una unidad panhelénica, liderando Macedonia el más fuerte de ellos, frente a los recelos de las que hasta entonces habían sido las cabezas del mundo griego, que veían con desprecio al pueblo de Filipo, esa nueva fuerza semibárbara y advenediza alejada de muchas de las costumbres griegas, empezando por su propia forma de gobierno. Pero aquella unidad macedónica se había convertido ya en toda una potencia militar. Y en el contexto de la Cuarta Guerra Sagrada por el control del Santuario de Apolo en Delfos oráculo de referencia para toda la Hélade, que evidenció la debilidad de Atenas, Filipo aprovechó para exhibir toda la fuerza de su ejército, declarando abiertamente la guerra a atenienses y tebanos, sometiéndolos definitivamente en la reiterada batalla de Queronea (338 a Cr.). Justino resumirá finalmente lo  acontecido de forma concluyente: «mientras cada una de las polis griegas pretendía mandar sobre el resto, todas perdieron su soberanía». (8.1).

Muerto Filipo, y ratificado Alejandro como hegemon de la Liga de Corinto, unida Grecia y con un único líder militar al mando, podía emprender ya la conquista del Imperio aqueménida. Y las grandes victorias de Alejandro se irían sucediendo a una velocidad que todavía hoy nos parece vertiginosa: Gránico, en el 334 a.Cr.; Issos, en el 333; Tiro y Gaza en el 332; y el golpe definitivo de Gaugamela en el 331, ya en pleno corazón del Imperio persa.

 

5. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (III). Ejército, administración, y legitimación

 

 Aquellas ulteriores victorias fueron posibles gracias principalmente a la fortaleza y eficacia del ejército de la Grecia unida surgido de la Liga de Corinto y liderado, ya, por Alejandro. Un ejército potente, numeroso y disciplinado, que contaba con las técnicas y maquinarias más avanzadas de la época, y que hacía sombra a aquellos espartanos en otros tiempos tan brillantes. De hecho, aparte de las especialidades estrictamente militares, profesionalmente muy cualificadas, se nutría de un fornido cuerpo de expertos con formación griega: ingenieros, cartógrafos, topógrafos, intérpretes, pilotos, etc.

 Y todo ello con una especial atención a cuestiones que hoy encuadrariamos en la denominada logística, que nuestro DRAE define como ese «conjunto de medios y métodos necesarios para llevar a cabo la organización de una empresa o de un servicio, especialmente de distribución». Porque Alejandro, con la asistencia de aquellos expertos, analizó y decidió las rutas, el diseño de las mismas o el aprovechamiento de las ya existentes (como el camino real persa, al que enseguida volveremos),  la confección de las jornadas o etapas oportunas para cubrir los trayectos elegidos, el pronóstico de las necesidades, la previsión y despliegue de inventarios y organización del transporte, etc.  Conviene tener en cuenta que un ejército de miles de hombres en pleno avance debe tener cubiertas las mínimas necesidades vitales, para lo que es necesario un cuerpo de oficiales de intendencia que atienda y planifique el avituallamiento de los soldados, desde el abastecimiento de víveres hasta el lecho y abrigo, y unas mínimas y elementales condiciones sanitarias, algo que muchas veces resultó no ya difícil sino imposible de atender, generando el foco de comprensibles revueltas. Aunque para frenarlas y reconducirlas, además de la astucia e ingenio del propio Alejandro, estos nuevos ejércitos ya tenían establecidos unos eficaces códigos penales y disciplinarios que tendían, y casi siempre lo consiguieron, a mantener el orden en un ambiente de unidad con mentalidad triunfadora, alentado todo ello por un generoso sistema de recompensas gracias a una previsora regulación de la custodia y distribución de los botines de guerra.

Pero la victoria no basta para conquistar al enemigo. Es necesario el dominio efectivo postbélico: gestionar el triunfo en el tiempo y el espacio. Y en esto también juegan un papel decisivo tanto el poder carismático del líder vencedor, como la implantación de un ejército eficaz. Porque la victoria también  debe gestionarse con un sólido aparato administrativo, una buena estructura burocrática y de poder que mantenga y consolide el sometimiento, más o menos voluntario, más o menos aceptado por el pueblo. O lo que es lo mismo: una paz social sostenible. Máxime en un espacio tan amplio como el ocupado por Alejandro. Algo imposible, además, si no se garantizan al súbdito unas mínimas condiciones económicas y sociales.

Y eso, Darío lo sabía bien. El Imperio aqueménida, el más extenso conocido hasta entonces, había conseguido imponerse y mantenerse a lo largo de dos siglos gracias a un sistema administrativo basado en satrapías o provincias todas ellas con una amplia autonomía respecto al poder imperial, al cual se ligaban fundamentalmente mediante el pago de tributos, habitualmente acordes a la riqueza de cada región. Poco más les exigía el poder imperial, pues generalmente se les permitía mantener su religión, cultura y costumbres propias. No obstante, aunque todo pueblo conquistado para el Imperio se convertía en tributario persa y quedaba bajo el mando de un sátrapa o gobernador, la población apenas experimentaba cambios en su vida y devenir diarios. Normalmente seguía pagando los mismos tributos, solo que estos en vez de recibirlos el anterior líder o reyezuelo, los recaudaba el nuevo sátrapa a disposición del Imperio. Incluso a veces este cargo, también mantenido por Alejandro tras su conquista, recayó sobre los mismos gobernantes anteriores, rendidos y entregados al nuevo poder heleno. Nada desconocido, pues la propia Macedonia, la Macedonia aqueménida, también había sido tributaria de Persia durante la segunda fase de las guerras médicas  (s. -V a.Cr.).

En todo caso Alejandro, ya en Babilonia, se preocupó de organizar bien la administración del nuevo Imperio, y lo hizo racionalmente. Analizando, sistematizando cuanta información  había recabado su ingente cuerpo de científicos, y fijando con la mayor precisión los recursos naturales de los distintos territorios para asignar a cada satrapía unos tributos proporcionales a su riqueza.  

Y para que aquellos impuestos llegaran a la sede del Imperio, además de toda aquella infraestructura funcionarial y científica, se aprovechó también un instrumento material, no por elemental, revolucionario para la época: el camino real aqueménida. Darío I se había adelantado en más de dos siglos a las célebres calzadas romanas con esta vía que cruzaba toda la parte occidental del Imperio persa, desde su capital en Susa, en el interior, hasta Sardes, en el extremo de Anatolia. Los mensajeros podían recorrer sus 2.599 kilómetros, a caballo, en nueve días. Heródoto lo elogió, en tales términos, que hasta hoy sigue asombrando e inspirando a los servicios de correos:

 

Yo no sé que pueda hallarse de nubes abajo cosa más expedita ni más veloz que esta especie de correos que han inventado los persas, pues se dice que cuantas son en todo el viaje las jornadas, tantos son los caballos y hombres apostados a trechos para correr cada cual una jornada, así hombre como caballo, a cuyas postas de caballería ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor del sol, ni la noche las detiene, para que dejen de hacer con toda brevedad el camino que les está señalado. (Historia, 8.98).

 

Se aprovechaban, pues, y se asumían por Alejandro cuantas infraestructuras persas estratégicas servían a su causa, y hasta los modos y costumbres aqueménidas le sedujeron en la medida que contribuían a su mayor gloria y, por tanto, a su mayor poder. Y no solo políticas, también religiosas. Alejandro se constituyó en rey de reyes: Emperador. Reforzó su legitimación mediante la poligamia,  algo por lo demás propio también de la idiosincrasia macedónica, tomando así como esposa a la princesa persa Barsine,  hija del sátrapa de la Frigia helespóntica Farnabazo II; a la hermosa Roxana, hija del noble bactriano Oxiartes; e incluso (aunque esto no está muy claro) a Estatira, una de las hijas de Darío,  y a Parisátide, hija de Artajerjes III Oco. Fomentó una política de fusión, propiciando los matrimonios mixtos como los suyos, siendo célebres las bodas de Susa:

 

Cuando el rey llegó a Susa, se desposó con la Princesa Estatira, hija mayor de Darío, y ofreció la menor a su amado amigo Hefestión. Y con objeto de fomentar este tipo de enlaces, convenció también a los primeros señores de su corte y a sus validos más importantes, para que hiciesen lo mismo, eligiendo a tal efecto a ochenta doncellas de las familias más nobles de Persia para ofrecerlas como esposas. Las bodas se celebraron según las costumbres persas, e invitó también a los macedonios que ya se habían casado anteriormente con mujeres asiáticas. (10.1).

También se hizo adoptar por Ada de Caria, pasando así a ser legítimo sucesor de la dinastía hecatómnida, sátrapas de Caria, granjeándose con ello «la inclinación y obediencia de muchas otras ciudades, habiendo facilitado las cosas el que la mayor parte de ellas estaban en manos de parientes o confederados de Ada» (2.8). Yació durante trece noches con Talestris, la reina de las amazonas, con la intención alumbrar hijos comunes herederos de ambos, intento finalmente fallido y que, cierto o no, contribuye como el resto de aquellos matrimonios a asentar la importancia de la legitimación más allá del poder de las armas. Como también contribuía a esa legitimación el proclamarse heredero de héroes (Heracles y Aquiles, como ya hemos visto) o incluso hijo de dioses, ya que su verdadero padre según esta nueva ficción no habría sido Filipo sino Zeus quien, en forma de serpiente, habría yacido con Olimpia concibiendo así a Alejandro. Legitimación divina que ratificó y consagró en una visita realizada motu proprio al templo de Zeus Amón en Siwa, donde supuestamente el oráculo le reveló la pertenencia a dicha estirpe.

Y estas fuentes de legitimación, parental y divina, se reforzaban con la ya mentada tolerancia de costumbres que el mismo Alejandro incorporaba a su protocolo imperial, pues no solo se hacía llamar hijo de dioses, primero, llegándose a proclamar él mismo dios, después; y no solo esgrimía su pertenencia a las distintas dinastías a las que se vinculó por la poligamia, sino que estableció en su Corte la práctica persa de la  proskynesis: la postración o genuflexión que exigía a los sátrapas o nobles derrotados. Algo reservado solo a los dioses y que llevaron muy mal los griegos en general, y especialmente los mecedonios. Pero la estructura de poder mantenida por los protocolos aqueménidas, la fuerza de los ejércitos, la eficacia de una potente administración, la tolerancia ante las costumbres del pueblo, y el carisma personal del divino rey de reyes, explican el dominio y mantenimiento del Imperio más extenso hasta entonces conocido.

Con todo este bagaje, ostentando no solo el liderazgo de Grecia sino también el del Imperio aqueménida, en cuanto sucesor de Darío, Alejandro quiso acometer la conquista de la India con el fin, no solo de explorar nuevas tierras, sino de alcanzar los confines del mundo. Y lo hizo atravesando el  Hindukush, dominando el valle del Indo y entronizándose hasta las orillas del Ganjes. Pero llegado a este punto, con las tropas agotadas y hasta casi amotinadas se dio la media vuelta sorprendiéndole prematuramente la muerte en Babilonia. 

 

 

6. Más allá del Imperio (a modo de conclusión)

 

El oriental nunca puso a los contrarios en compartimientos estancos, como ha hecho el occidental: en Oriente, lo que está arriba está abajo; lo pequeño es igual a lo grande, pues en el interminable desarrollo de innumerables universos, cada universo individual no es sino un grano de arena en las orillas del Ganges, y un grano de arena es igual a un universo.

(W. Barrett: El hombre irracional, 1958).

 

En la propia naturaleza de todo proyecto personal está escrito su final. Y así, con la muerte del divino Alejandro y la extinción de su autoridad carismática, colapsa también su Imperio, que estallará hecho añicos en múltiples reinos repartidos entre sus sucesores (los diádocos o epígonos), quienes se enzarzarán en diversas guerras, acabando Antígono I Monoftalmos gobernando Macedonia,  Ptolomeo I Sóter como el primer faraón de la dinastía macedónica en Egipto, Leonnato reinando en Frigia Menor, Lisímaco en Tracia, Seleuco en Babilonia, etc.

Pero si su monarquía universal murió con él, en absoluto se extinguió su empeño en la erección de una sociedad cosmopolita y universal. Porque la capital aportación de Alejandro a la Historia fue sobre todo una mentalidad, una cultura, una forma de ser, de estar, y de pensar. Ya lo hemos dicho: el helenismo. Esto es, la mentalidad griega especialmente racional pero con los aportes persas, singularmente imaginativos, estéticos, formales y también mágicos. Y algo más concreto pero no por ello de menor importancia: el sincretismo cultural y religioso materializado con el mestizaje, convivencia y tolerancia de pueblos muy distintos.

Habremos transitado así, primero de la polis a la monarquía universal y de esta a un mundo políticamente dividido pero mentalmente unido, que engendrará finalmente una nueva sociedad en la que hoy seguimos inmersos. El Imperio de Alejandro se quebró, sí, pero el mundo que dejó, aun atomizado, nunca había compartido tanto, nunca había tenido tantas cosas en común. En realidad se había pasado de la polis a la cosmópolis. Porque en todo aquel amplio marco geográfico se había asumido, ya de entrada, una lengua común (koiné): el griego helenístico, así como una universalidad de valores y principios que con el tiempo acogerá Roma, pero que transformará y definitivamente diluirá el cristianismo ya en los estertores del nuevo Imperio romano, para ser recuperado definitivamente siglos más tarde por los hombres del Renacimiento y llegar hasta nuestros días, en los que se perciben también nuevos e importantes cambios, igualmente presididos por un globalismo que algunos ven como un renovado cosmopolitismo.

A pesar de todo, la pregunta última que cabría hacerse es cómo tras la muerte de Alejandro y la quiebra y desintegración de su personal Imperio, pudo mantenerse sin embargo esa mentalidad, esa cultura, ese idioma y ese espíritu ecléctico y universalista que él quiso imprimirle, al menos en la última etapa de su breve vida. Porque una cosa es que pueblos tan diversos asumieran todo aquel bagaje, y otra que el tiempo y las distancias espaciales no consiguieran difuminarlo.

¿Cuál es el secreto de su triunfo definitivo? ¿Dónde está la raíz de esa incuestionable influencia? Con seguridad que no habrá una respuesta única a estos interrogantes, si es que la tienen. Pero quizá convenga escrutarla en dos símbolos, dos imágenes que podrían ser decisivas: la Biblioteca de Alejandría (en realidad, la propia Alejandría misma) y el nartesio. Aquella derivada de este, porque el nartesio contiene in nuce, en potencia, la erección de la Biblioteca.   Comencemos por él:

 

Una vez [Alejandro] mandó guardar un cofrecillo que se había encontrado entre los despojos de Damasco, de un valor inestimable tanto por la laboriosidad de su factura como por el material con que había sido fabricado, y le preguntaron sus validos a qué lo iba a destinar, a lo que contestó que para guardar las obras de Homero, por ser las más hermosas que el ingenio humano había podido crear. Y consiguió así que a aquel buen ejemplar que con tanto cuidado había guardado, se le llamase el nartesio de las esencias y los perfumes, por haberlos utilizado los persas a tal fin. (Curcio, 1. 4 Freinsheim).

 

Nótese bien esta mixtura, esta síntesis, porque resulta enormemente reveladora. El nartesio representa la magia, el colorido y embriagador poder hipnótico de las esencias persas.  Pero Alejandro lo emplea no para guardar en él los perfumes sino las obras de Homero. La magia persa envolviendo, abrazando al mito griego.  Hermoso encuentro, sí. Pero la anécdota no se queda solo en una bella imagen. Porque aquel ejemplar de la Ilíada que Alejandro atesoraba contenía algo más que el inmortal poema del aedo: se trataba (no olvidarlo) de un ejemplar anotado por Aristóteles. Ahora sí, con esta puntualización, vemos cruzadas y unidas por fin las esencias persa (el hermoso cofre de laboriosa factura símbolo de los perfumes orientales), y griega (con el mito el poemay el logos las anotaciones en un mismo ejemplar). Mundos contrapuestos que finalmente se funden, en una síntesis milagrosa, que ha permanecido hasta nuestros días.

Y tras el simbólico cofrecillo, la otra imagen, también paradigmática y a la vez eminentemente práctica: la gran Biblioteca de Alejandría. Porque con ella se pone en marcha el proyecto helenístico, el proyecto de Occidente.

La erigió Ptolomeo I, Sóter, aquel general que acompañó a Alejandro durante todo su periplo, uno de sus amigos (philoi) y uno de los biógrafos de Alejandro. Incluso cunde la sospecha de ser hijo de Filipo II, y por tanto hermanastro de aquel. Él fue quien, con la ayuda de Demetrio de Falero y otros discípulos de Aristóteles, la implementó. Pero la Biblioteca había sido siempre un sueño personal de Alejandro: el de albergar y recopilar todas las obras del ingenio humano, de todas las épocas y todos los países. Galeno, nos dice que cuantos barcos anclaban en el puerto de Alejandría debían prestar sus libros para dejar una copia en la Biblioteca. Hablar de la Biblioteca de Alejandría, o de la Gran Biblioteca de Alejandría, es más una abstracción o un concepto, porque en realidad hubo dos. Una, la más elitista, en el Museo (complejo de investigación que acogía a los más sabios, antecedente de las actuales universidades), y otra menor en el Serapeum (templo dedicado a Serapis). Pero el concepto de biblioteca que ha quedado y la influencia del mismo hasta nuestros tiempos, se caracteriza primero por su vocación universal ya que recibía publicaciones de todas las materias y de todas las culturas conocidas. Segundo, por su proyección pública: sus fondos han de estar abiertos a todo aquel que quiera consultarlos. Y, tercero, por la indexación y sistematización de sus fondos con arreglo a las categorías aristotélicas.  Esta es la novedad que la diferencia de sus escasos antecedentes, como la más célebre hasta entonces Biblioteca de Asurbanipal. Y por eso puede concluirse que allí nació y se fraguó el pensamiento científico y el progreso de Occidente que nos ha llevado a unas cotas de bienestar jamás alcanzadas.

En definitiva, pensar ahora que todo este periplo alejandrino  concluye y se resume en la creación de una biblioteca, no deja de constituir el verdadero y definitivo triunfo de Alejandro Magno. Porque la Biblioteca de Alejandría, ni fue una casualidad, ni un proyecto sobrevenido. Es el epítome de la ambición no de un hombre sino de una cultura: la helenística con la lógica de Aristóteles a la cabeza. No debemos olvidar que todos los jóvenes y no tan jóvenes macedonios que acompañaron a Alejandro en su conquista (los amigos), se habían criado y educado como él a la sombra de grandes maestros y pensadores griegos. Y, a la postre, tal y como descubrieron los hombres del Renacimiento, poseer y controlar todo el saber universal es una forma de poseer y controlar el mundo.

 



Zaragoza, 29 de febrero de 2024
(Introducción a la edición
de Quinto Curcio)

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[1] Justino dirá que Filipo «echó los cimentos de un imperio universal y el hijo completó la gloria de toda esta obra». (9.8).


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