Este jardín, abandonado a sí mismo desde hacía más de medio siglo, se había convertido en algo extraordinario y encantador. Los paseantes de hace cuarenta años se detenían en aquella calle para contemplarlo, sin sospechar los secretos que se ocultaban tras sus frescas y verdes espesuras. En aquella época, más de un soñador dejó muchas veces penetrar sus ojos y su pensamiento indiscretamente a través de los barrotes de la antigua verja encadenada, unida a dos pilares verdeados y musgosos, coronada extrañamente con un frontis de arabescos indescifrables.
Había un banco de piedra en un rincón, una o dos estatuas enmohecidas, y algunos enrejados desprendidos por el tiempo se enmohecían sobre el muro; por lo demás, no quedaban paseos ni césped, había grama por todas partes. La jardinería le había abandonado, y la naturaleza había regresado. Abundaban las malas hierbas, aventura admirable para un pobre rincón de tierra. La fiesta de los girasoles era espléndida. Nada en aquel jardín contrariaba el esfuerzo sagrado de las cosas hacia la vida; el crecimiento venerable se encontraba en su casa. Los árboles se habían inclinado hacia los espinos, y los espinos habían trepado por los árboles, la planta había trepado, la rama se había doblado, lo que se arrastra por el suelo había ido a encontrar lo que se abre en el aire, lo que flota al viento se había inclinado hacia lo que crece en el musgo; troncos, ramas, hojas, fibras, matas, sarmientos y espinas se habían mezclado, atravesado, unido, confundido; la vegetación, en un abrazo estrecho y profundo, había celebrado y cumplido allí, bajo la satisfecha mirada del Creador, en este cercado de trescientos pies cuadrados, el santo misterio de su fraternidad, símbolo de la fraternidad humana. Aquel jardín ya no era un jardín, era una espesura colosal, es decir, algo impenetrable como una selva, poblada como una ciudad, temblorosa como un nido, oscura como una catedral, olorosa como un ramillete, solitaria como una tumba, viva como una multitud.
El floreal, esa enorme mata, libre detrás de su verja y de sus cuatro muros, entraba en celo en el sordo trabajo de la germinación universal, se estremecía al sol naciente casi como una bestia que aspira los efluvios del amor cósmico, y que siente la savia de abril subir y burbujear en sus venas, y sacudiendo al viento su prodigiosa cabellera verde, sembraba sobre la tierra húmeda, sobre las estatuas borradas, sobre la desplomada escalinata del pabellón, y hasta el empedrado de la calle desierta, las flores en estrellas, el rocío en perlas, la fecundidad, la belleza, la vida, la alegría, los perfumes. A mediodía, mil mariposas blancas se refugiaban allí, y era un espectáculo divino ver arremolinarse en copos, en la sombra, aquella nieve viva de verano. Allí, en aquellas alegres tinieblas de verdor, una multitud de voces inocentes hablaba dulcemente al alma, y lo que los susurros habían olvidado decir, los zumbidos lo completaban. Al atardecer, un vapor de ensueño se desprendía del jardín y lo envolvía; un sudario de bruma, una tristeza celeste y tranquila lo cubría; el embriagador aroma de las madreselvas y de las campanillas flotaba por doquier, como un veneno exquisito y sutil; se oían las últimas llamadas de los pájaros trepadores y de las pezpitas adormeciéndose bajo las enramadas; sentíase esa intimidad sagrada del pájaro y el árbol; durante el día, las alas alegran a las hojas, por la noche, las hojas protegen a las alas.
En invierno, la maleza era negra, mojada, erizada, temblorosa, y permitía ver un poco la casa. Se observaban, en lugar de flores en las ramas, y de rocío en las flores, las largas cintas de plata de las babosas, sobre el frío y espeso tapiz de las hojas amarillas; pero de todos modos, bajo cualquier aspecto, y en cualquier estación, primavera, verano, otoño, invierno, aquel pequeño cercado respiraba melancolía, contemplación, soledad, libertad, ausencia del hombre, presencia de Dios; y la vieja verja enmohecida parecía decir: «Este jardín es mío.»
El empedrado de París estaba allí, alrededor, los hoteles clásicos y espléndidos de la calle Varenne hallábanse a dos pasos, la cúpula de los Inválidos muy cerca, la Cámara de los diputados, no demasiado lejos; las carrozas de la calle de la Bourgogne y de la calle Saint-Dominique circulaban majestuosamente por el vecindario, los ómnibus amarillos, blancos, rojos, se cruzaban en la esquina cercana, pero el desierto estaba en la calle Plumet; y la muerte de los antiguos propietarios, una revolución pasada, la caída de las antiguas fortunas, la ausencia, el olvido, cuarenta años de abandono y de viudez habían bastado para llevar a aquel lugar privilegiado los helechos, los gordolobos, las cicutas, las aquileas, las dedaleras, las altas hierbas, las grandes plantas estampadas de las anchas hojas de paño verde pálido, los lagartos, los escarabajos, los insectos inquietos y rápidos; para hacer salir de las profundidades de la tierra, y reaparecer entre aquellos cuatro muros, no sé qué grandeza salvaje y feroz; y para que la naturaleza, que desconcierta las mezquinas organizaciones del hombre y que se derrama siempre entera allí donde se derrama, tanto en la hormiga como en el águila, vino a derramarse en un pequeño jardín parisiense con tanta rudeza y majestad como en una selva virgen del Nuevo Mundo.
Nada es pequeño, en efecto; cualquiera que esté sujeto a las penetraciones profundas de la naturaleza, lo sabe. Aunque no sea dada satisfacción alguna a la filosofía, no más que circunscribir la causa y limitar el efecto el contemplador cae en éxtasis en razón de que todas estas descomposiciones de fuerza terminan en la unidad. Todo trabaja en pro de todo.
El álgebra se aplica a las nubes; la irradiación del astro aprovecha a la rosa; ningún pensador se atrevería a decir que el perfume del espino blanco resulta inútil a las constelaciones. ¿Quién puede calcular el trayecto de una molécula? ¿Qué sabemos nosotros si las creaciones de los mundos no están determinadas por las caídas de granos de arena? ¿Quién conoce los flujos y reflujos de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño, el resonar de las causas en los principios del ser, y los aludes de la Creación? Un insecto importa; lo pequeño es grande, lo grande es pequeño; todo está en equilibrio en la necesidad; terrible visión para el espíritu. Hay entre los seres y las cosas relaciones de prodigio; en este inagotable conjunto, de sol a pulgón, no hay desprecio; tienen necesidad unos de otros. La luz no se lleva al firmamento los perfumes terrestres sin saber lo que hace de ellos; la noche hace distribuciones de esencia estelar entre las flores dormidas. Todos los pájaros que vuelan tienen en la pata el hilo del infinito. La germinación se complica con la aparición de un meteoro y con el picotazo de la golondrina rompiendo el huevo, y se ocupa simultáneamente del nacimiento de un gusano y del advenimiento de Sócrates. Donde termina el telescopio, empieza el microscopio. ¿Cuál de los dos tiene mejor vista? Escoged. Un moho es una pléyade de flores; una nebulosa es un hormiguero de estrellas. Igual promiscuidad, y más inaudita aún, de las cosas de la inteligencia y de los hechos de la sustancia. Los elementos y los principios se mezclan, se combinan, se unen, se multiplican unos por otros, hasta el punto de llevar el mundo material y el mundo moral a la misma claridad. El fenómeno está perpetuamente en repliegue sobre sí mismo. En los vastos cambios cósmicos la vida universal va y viene en cantidades desconocidas, rodando en el invisible misterio de los efluvios, empleándolo todo, no perdiendo ni un ensueño, ni un sueño, sembrando un animalillo aquí, desmenuzando un astro allí, oscilando y serpenteando, haciendo de la luz una fuerza, y del pensamiento un elemento, diseminado e indivisible, disolviéndolo todo, excepto ese punto geométrico, el yo; llevándolo todo al alma átomo; desarrollándolo todo en Dios; enredando, desde la más alta a la más baja, todas las actividades en la oscuridad de un mecanismo vertiginoso, sujetando el vuelo de un insecto al movimiento de la tierra, subordinando, ¿quién sabe?, aunque no fuera más que por la identidad de la ley, la evolución del cometa en el firmamento al girar del infusorio en la gota de agua. Máquina hecha espíritu. Engranaje enorme, cuyo primer motor es el insecto y cuya última rueda es el zodíaco.
Había un banco de piedra en un rincón, una o dos estatuas enmohecidas, y algunos enrejados desprendidos por el tiempo se enmohecían sobre el muro; por lo demás, no quedaban paseos ni césped, había grama por todas partes. La jardinería le había abandonado, y la naturaleza había regresado. Abundaban las malas hierbas, aventura admirable para un pobre rincón de tierra. La fiesta de los girasoles era espléndida. Nada en aquel jardín contrariaba el esfuerzo sagrado de las cosas hacia la vida; el crecimiento venerable se encontraba en su casa. Los árboles se habían inclinado hacia los espinos, y los espinos habían trepado por los árboles, la planta había trepado, la rama se había doblado, lo que se arrastra por el suelo había ido a encontrar lo que se abre en el aire, lo que flota al viento se había inclinado hacia lo que crece en el musgo; troncos, ramas, hojas, fibras, matas, sarmientos y espinas se habían mezclado, atravesado, unido, confundido; la vegetación, en un abrazo estrecho y profundo, había celebrado y cumplido allí, bajo la satisfecha mirada del Creador, en este cercado de trescientos pies cuadrados, el santo misterio de su fraternidad, símbolo de la fraternidad humana. Aquel jardín ya no era un jardín, era una espesura colosal, es decir, algo impenetrable como una selva, poblada como una ciudad, temblorosa como un nido, oscura como una catedral, olorosa como un ramillete, solitaria como una tumba, viva como una multitud.
El floreal, esa enorme mata, libre detrás de su verja y de sus cuatro muros, entraba en celo en el sordo trabajo de la germinación universal, se estremecía al sol naciente casi como una bestia que aspira los efluvios del amor cósmico, y que siente la savia de abril subir y burbujear en sus venas, y sacudiendo al viento su prodigiosa cabellera verde, sembraba sobre la tierra húmeda, sobre las estatuas borradas, sobre la desplomada escalinata del pabellón, y hasta el empedrado de la calle desierta, las flores en estrellas, el rocío en perlas, la fecundidad, la belleza, la vida, la alegría, los perfumes. A mediodía, mil mariposas blancas se refugiaban allí, y era un espectáculo divino ver arremolinarse en copos, en la sombra, aquella nieve viva de verano. Allí, en aquellas alegres tinieblas de verdor, una multitud de voces inocentes hablaba dulcemente al alma, y lo que los susurros habían olvidado decir, los zumbidos lo completaban. Al atardecer, un vapor de ensueño se desprendía del jardín y lo envolvía; un sudario de bruma, una tristeza celeste y tranquila lo cubría; el embriagador aroma de las madreselvas y de las campanillas flotaba por doquier, como un veneno exquisito y sutil; se oían las últimas llamadas de los pájaros trepadores y de las pezpitas adormeciéndose bajo las enramadas; sentíase esa intimidad sagrada del pájaro y el árbol; durante el día, las alas alegran a las hojas, por la noche, las hojas protegen a las alas.
En invierno, la maleza era negra, mojada, erizada, temblorosa, y permitía ver un poco la casa. Se observaban, en lugar de flores en las ramas, y de rocío en las flores, las largas cintas de plata de las babosas, sobre el frío y espeso tapiz de las hojas amarillas; pero de todos modos, bajo cualquier aspecto, y en cualquier estación, primavera, verano, otoño, invierno, aquel pequeño cercado respiraba melancolía, contemplación, soledad, libertad, ausencia del hombre, presencia de Dios; y la vieja verja enmohecida parecía decir: «Este jardín es mío.»
El empedrado de París estaba allí, alrededor, los hoteles clásicos y espléndidos de la calle Varenne hallábanse a dos pasos, la cúpula de los Inválidos muy cerca, la Cámara de los diputados, no demasiado lejos; las carrozas de la calle de la Bourgogne y de la calle Saint-Dominique circulaban majestuosamente por el vecindario, los ómnibus amarillos, blancos, rojos, se cruzaban en la esquina cercana, pero el desierto estaba en la calle Plumet; y la muerte de los antiguos propietarios, una revolución pasada, la caída de las antiguas fortunas, la ausencia, el olvido, cuarenta años de abandono y de viudez habían bastado para llevar a aquel lugar privilegiado los helechos, los gordolobos, las cicutas, las aquileas, las dedaleras, las altas hierbas, las grandes plantas estampadas de las anchas hojas de paño verde pálido, los lagartos, los escarabajos, los insectos inquietos y rápidos; para hacer salir de las profundidades de la tierra, y reaparecer entre aquellos cuatro muros, no sé qué grandeza salvaje y feroz; y para que la naturaleza, que desconcierta las mezquinas organizaciones del hombre y que se derrama siempre entera allí donde se derrama, tanto en la hormiga como en el águila, vino a derramarse en un pequeño jardín parisiense con tanta rudeza y majestad como en una selva virgen del Nuevo Mundo.
Nada es pequeño, en efecto; cualquiera que esté sujeto a las penetraciones profundas de la naturaleza, lo sabe. Aunque no sea dada satisfacción alguna a la filosofía, no más que circunscribir la causa y limitar el efecto el contemplador cae en éxtasis en razón de que todas estas descomposiciones de fuerza terminan en la unidad. Todo trabaja en pro de todo.
El álgebra se aplica a las nubes; la irradiación del astro aprovecha a la rosa; ningún pensador se atrevería a decir que el perfume del espino blanco resulta inútil a las constelaciones. ¿Quién puede calcular el trayecto de una molécula? ¿Qué sabemos nosotros si las creaciones de los mundos no están determinadas por las caídas de granos de arena? ¿Quién conoce los flujos y reflujos de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño, el resonar de las causas en los principios del ser, y los aludes de la Creación? Un insecto importa; lo pequeño es grande, lo grande es pequeño; todo está en equilibrio en la necesidad; terrible visión para el espíritu. Hay entre los seres y las cosas relaciones de prodigio; en este inagotable conjunto, de sol a pulgón, no hay desprecio; tienen necesidad unos de otros. La luz no se lleva al firmamento los perfumes terrestres sin saber lo que hace de ellos; la noche hace distribuciones de esencia estelar entre las flores dormidas. Todos los pájaros que vuelan tienen en la pata el hilo del infinito. La germinación se complica con la aparición de un meteoro y con el picotazo de la golondrina rompiendo el huevo, y se ocupa simultáneamente del nacimiento de un gusano y del advenimiento de Sócrates. Donde termina el telescopio, empieza el microscopio. ¿Cuál de los dos tiene mejor vista? Escoged. Un moho es una pléyade de flores; una nebulosa es un hormiguero de estrellas. Igual promiscuidad, y más inaudita aún, de las cosas de la inteligencia y de los hechos de la sustancia. Los elementos y los principios se mezclan, se combinan, se unen, se multiplican unos por otros, hasta el punto de llevar el mundo material y el mundo moral a la misma claridad. El fenómeno está perpetuamente en repliegue sobre sí mismo. En los vastos cambios cósmicos la vida universal va y viene en cantidades desconocidas, rodando en el invisible misterio de los efluvios, empleándolo todo, no perdiendo ni un ensueño, ni un sueño, sembrando un animalillo aquí, desmenuzando un astro allí, oscilando y serpenteando, haciendo de la luz una fuerza, y del pensamiento un elemento, diseminado e indivisible, disolviéndolo todo, excepto ese punto geométrico, el yo; llevándolo todo al alma átomo; desarrollándolo todo en Dios; enredando, desde la más alta a la más baja, todas las actividades en la oscuridad de un mecanismo vertiginoso, sujetando el vuelo de un insecto al movimiento de la tierra, subordinando, ¿quién sabe?, aunque no fuera más que por la identidad de la ley, la evolución del cometa en el firmamento al girar del infusorio en la gota de agua. Máquina hecha espíritu. Engranaje enorme, cuyo primer motor es el insecto y cuya última rueda es el zodíaco.
Víctor Hugo
Los Miserables, 1862
(Traducción: Aurora Alemany)
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