Acabo de leer la segunda novela de Javier Iribarren. En la primera (Interino, 2014), ya prometía, por supuesto, pero en esta se ha desatado y ha conseguido un trabajo que ronda la perfección. Y si en aquella aseguraba su autor que no habría película, esta parece un auténtico guión cinematográfico. Proyección (valga el término) que la propia narradora deja entrever en una de sus muchas confesiones.
Si la mirada de Iribarren era ya muy crítica con la corrupción político/funcionarial en "Interino", aquí golpea de frente y sin miramientos a la responsabilidad principal: la de todos nosotros, la del hombre de a pie, la de la gran masa sumisa y obediente que sostiene este hipócrita sistema presidido por lo políticamente correcto. No deja títere con cabeza. Y todo con el humor corrosivo que ya asomaba en "Interino" pero que aquí se extrema con total acierto, lo que por lo demás y junto con muchas otras virtudes de la novela, hace que su lectura enganche y cueste interrumpirla. Lo dicho, se mete con todos y con todo. Constituye un retrato perfecto del hombre-masa medio que la prensa y televisión moldean: el feliz idiota que no es que no vea más allá de sus narices, sino que solo ve por las de los líderes sociales vacíos y de cartón piedra que nos dominan. "Quieren loros. Prohibido pensar". Aquí hay para todos. Sin miramientos, sin tonterías: a calzón quitado. Emplea términos que están en la calle pero con el micrófono abierto. Habla de pesebreros, por supuesto. Se refiere a los banqueros catalanes que usan y abusan de los empleados como los "putos catalanes"; alude a moros y charnegos; a maricas que alardean de serlo; al País Vasco, donde "la rueda nacionalista campa a sus anchas, señalando a los infieles que no comulgan con el credo" (el protagonista se suena los mocos con una ikurriña, diciendo que no es la primera vez que lo hace); a la plaga de nombres gilipollas que nos invade ("Manuel. No vacilamos con el nombre... queríamos huir de las tendencias, de ese dandismo paleto que predomina en los padres de hoy... ¿puede llegar a viejo alguien llamado Joel?"); a la fealdad de la vejez ("la edad se ensaña con las nalgas"), sin olvidarse de las nuevas tribus: los loser, los runner, los hipster, los pijipis... Si no llevas su uniforme... "Mi traje -dice el protagonista- desviste su fondo de rencor social". O a las modas/imposiciones pijas: desde el alquiler en grupo de casas rurales que suele acabar como el rosario de la aurora, hasta veranear en Zahara de los Atunes, pasando por los juegos de mesa o el apadrinamiento de un niño... a distancia, claro; pagando unos eurillos al mes y recibiendo puntualmente una fotografía de... vaya usted a saber. Modas. Cosas que hay que hacer.
Lenguaje sin trabas, algo a lo que no estamos acostumbrados. Llamando, como se llama en la calle, por lo demás -aunque hasta eso está en peligro- a cada cosa por su nombre: "Fue un polvo más, incluso decepcionante. El primer tipo que pronunció '¡Vaya jaca!' debió de toparse con alguien como Annette. Su corpulencia entorpecía la unidad de acción que requiere el sexo compartido. Sí, fue decepcionante".
¿Y el contexto? ¿La historia? Rabiosamente actual: el protagonista es un joven empleado de banca que se ha puesto las botas vendiendo preferentes... ¿Resultado? La ruina de muchas familias. El padre de una de ellas, desesperado, se presenta en la oficina de aquel y le asesta un disparo. Nuestro hombre queda postrado en una cama. Y desde allí, con la colaboración profesional (lo que quiere decir, pagada) de una periodista que trabaja en un periódico que "no lo lee ni el Tato" y ha hecho sus pinitos literarios, urde dos tramas: la primera escribir una novela; la segunda no la desvelo porque afecta al desenlace final.
Así que estamos -y entro ahora en el estilo literario- en una novela dentro de una novela. Algo que por muy usado no deja de ser apasionante si se sabe hacer. Y aquí se sabe porque hay oficio. Evidentemente. De entrada, permite a sus personajes/coautores (el protagonista en cama y la periodista/narradora) establecer su particular visión sobre la forma de novelar; en definitiva, asentar sus personales poéticas. Así se avanza el comienzo (literariamente brutal) de la novela dentro de la novela. Merece la pena reseñarlo. El encamado protagonista lo recita mientras su colaboradora lo graba:
-Veintisiete minutos. El cura rogaba por el difunto, los viejos rogaban por el difunto, las nietas también rogaban por el difunto, pero a mí, el recuerdo de la tronca de la portada, con los pechos descubiertos y su sexo asilvestrado, me...Llegados a este punto detuve la grabadora y me erguí con brusquedad del asiento.-Un momento Luis, ¿qué?, ¿es?, ¿esto?-¿Qué te pasa, Carlota? Siéntate.-Pensaba que íbamos a hacer una biografía. ¡Joder! -exclamé alterada- ¿Quieres que escriba eso? ¿En serio? ¿Qué vas, de Bukowsky?(...)-Creo que te dejé claro que no era una biografía al uso. Es literatura...
Por lo demás, y en cuanto al autor, hace como Hitchcock: asomar el morro, al menos una vez de manera explícita. Porque implícitamente, quien ya lo ha leído, reconoce su sombra -y me niego a decir "alargada", a pesar de mi admiración por Delibes-; esa sombra que transita por por todos los rincones de la novela.
En fin, un relato veraz. Un auténtico retrato (como ya lo fue "Interino") de esta sociedad nuestra de neolenguaje y postverdad. Con un par. Como se dice aquí: al pan pan, y al vino vino. Y, en definitiva y como ya dijo el poeta (un tal Keats): belleza es verdad y verdad es belleza. Punto.
Servando Gotor
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