Ya era noche cerrada cuando los viajeros llegan al “Auberge de La Poste”. La dueña, con oficio de recepcionista, contempla con alguna sorpresa la entrada en su establecimiento de unas personas con vestimentas más propias del siglo diecinueve que de estos días. Será alguna compañía de cómicos que no han tenido tiempo de cambiar el vestuario de su última representación, no hay que plantearse muchas preguntas, con esto de las restricciones para viajar por causa de la pandemia el hotel está casi vacío y esta inesperada llegada de clientes es una bendición. La patrona les da la bienvenida con una amplia sonrisa al tiempo de excusarse por la escasa iluminación. - Hubo ayer una gran tormenta y el fluido eléctrico falla todavía, por eso usamos velas, pero mañana, me han prometido, que será restablecido completamente el suministro. Les ruego que disculpen la molestia de esta noche, pero cuando se levanten por la mañana todo estará ya en orden-. Los recién llegados reciben en completo mutismo las explicaciones, pero tampoco exteriorizan ningún disgusto. El cochero demanda a voces por la entrada de la cuadra para alojar a los caballos, la han cambiado de sitio desde su último viaje en que paró aquí. Se produce una ligera confusión, la patrona pide a su marido y a un criado que le ayuden a alojar a los recién llegados.
El establecimiento tenía a gala haber conservado el ambiente de la antigua posada, cuando era parada de postas y relevo de caballos, llevaba en manos de la misma familia más de doscientos años y el mobiliario y la decoración evocan aquella época pretérita, sólo algún anacronismo, como el teléfono o el ordenador en la mesa de recepción revelan los tiempos actuales. En estos momentos, a la vacilante luz de las velas, con aquella concurrencia ataviada al modo del siglo diecinueve, el salón aparecía como el “atrezzo” de una obra teatral. Es como si el telón acabara de levantarse y el coro deambulara por la escena dispuesto a atacar el inicio de una ópera o una zarzuela.
Mientras la recepcionista entrega las llaves de las habitaciones, informando de que en media hora estaría a disposición de los señores huéspedes una cena fría, dado que por lo avanzado de la hora la cocina se hallaba apagada, procede a registrar a los viajeros: la señora viuda de Coubert, recalca lo de viuda, a la vez que ella y su pálida hija reciben la llave de su habitación con una ligera reverencia, el coronel de La Môte, que recibe la suya con un taconazo militar y el abate Prevest, así indica que figure en el registro, la recoge con gentileza eclesiástica. El resto, dos caballeros, que no se sabe muy bien por qué, la patrona considera que uno parece un representante de comercio y el otro, algún pasante de notario, también toman su llave. Todos, provistos de su equipaje y portando cada uno una palmatoria con su correspondiente vela, inician un desfile dirigiéndose a sus respectivas habitaciones.
A la mañana siguiente todo el hotel se halla en calma, los viajeros llegados la noche precedente no aparecen por ninguna parte, en el comedor se hallan los platos de la improvisada cena sin tocar, las servilletas todavía dobladas y las velas apagadas, convertida cada una en un informe cúmulo de cera. Las habitaciones que habían ocupado esos extraños viajeros están en perfecto orden, las camas hechas, los objetos de aseo en el mismo estado en que la camarista los había puesto, las toallas, limpias y en sus toalleros, nada revela que alguien las hubiera ocupado esa noche. Los extraños huéspedes han marchado, sin que nadie se apercibiera de su salida; ningún ruido, ni el más mínimo rumor de voces, han denunciado su salida, ningún sonido de motores o puesta en marcha de vehículos se ha escuchado, nada.
Solo unas viejas botas de militar en la habitación del coronel, dejan pensativa a la dueña.
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