La Belle Société. René Magritte, 1965-1966
(Fotografía: SGS).
Martín Heidegger en un artículo publicado por “Cruz y Raya” en 1933 se pregunta por la nada. Mientras en Alemania el partido nazi asaltaba el poder, suplantaba al Parlamento y clausuraba la democracia, Heidegger en su gabinete de la universidad de Friburgo se preguntaba por la nada.
El artículo, en versión de Zubiri, es un inteligente y delicado recorrido por el camino del razonamiento lógico hacia el reino de la nada, territorio incognito tras las fronteras de la divinidad, para responder: “La nada es la posibilitación de la patiencia del ente, como tal ente, para la existencia humana”. Advirtamos que la palabra que utiliza Zubiri, patiencia, procede de patente, o sea, lo que es manifiesto, eso es, hacerse patente.
He dicho más allá de la frontera de la divinidad porque para Heidegger el Dios cristiano es un ens increatur, negando la proposición de la antigua metafísica, “de la nada nada adviene”, ex nihilo nihil fit.
El filósofo alemán nos dice que al hacernos la pregunta ¿qué es la nada? partimos de la base de “la nada” como algo que “es” de algún modo, es decir, como un “ente”, con lo cual la pregunta se despoja de su propio objeto.
Si no he entendido mal al filósofo, cosa harto probable, que lo haya entendido mal, quiero decir, el ente está como flotando en la nada, y nosotros formamos parte del ente, pero, tal vez, escapemos del ente cuando alcanzamos un grado de indeterminación tal que nos conduzca a la angustia creada por la imposibilidad de ser determinado, y esa angustia se halla penetrada por una especial tranquilidad. ¿No es esto, precisamente, lo que decía el Maestro Eckhard de la divinidad? Que se hallaba en un retiro eterno e inconmovible, pues en el acto de creación ya estaba todo creado y todo previsto, todo lo que sucedería y surgiría. Hay que recordar que Eckhard vivió a caballo entre los siglos trece y catorce.
Seguir los razonamientos de Heidegger es un bello ejercicio acompañándolo por los vericuetos del razonamiento nada fáciles de seguir, pero aunque nos perdamos en esa intrincada selva no por eso pierde su belleza. Es como contemplar sentados en la grada las hábiles cabriolas y corbetas de un experimentado jinete, más bellos aún porque nos sabemos incapaces de imitarle.
No cabe sino rememorar a Descartes en la obligada, por el invierno, tregua de la guerra de treinta años, sentado junto a la estufa en su refugio, tratando de encontrar un punto de arranque que lo llevara a comprender el mundo y en último término la existencia de Dios.
Pudiera ser que los verdaderos sabios fueran aquellos capaces, aún en el fragor de los cantos guerreros, de mantener la calma y discurrir serenamente sobre el ser y la nada.
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