
Lo mismo podríamos preguntarnos hoy, que las manifestaciones de nuestra cierta decadencia son tan evidentes, sobre el éxito de los pueblos europeos en la Edad Moderna: ¿Cómo ha podido durar tanto tiempo nuestra prosperidad y nuestro dominio del mundo? Nuestro declive guarda, por cierto, muchas concomitancias con el
ocaso de Roma. Nuestros ejércitos son de mercenarios, nuestras mujeres se niegan a ser madres, hemos abandonado la ética por la estética y un cocinero, hoy, es más famoso y gana más que un reputado científico y, qué decir de los aurigas modernos, los futbolistas. De los Estados Unidos de América nada hay que analizar, pues han pasado del ascenso a la decadencia sin haber pasado por la etapa de la cultura, como aseguró Oscar Wilde.
Por cierto que para Gibbon la introducción del cristianismo en la sociedad romana contribuyó a su declive, la prédica de doctrinas que prestigiaban la paciencia y la pusilanimidad, las discordias teológicas, que desgarraron en facciones a la sociedad y, en definitiva, la tiranía que la religión supuso para el pueblo, lograron una sociedad decadente, desprovista de las virtudes viriles que este autor atribuye a la Roma imperial.
En el siglo XIX, Europa se mostró tan arrogante frente a otros pueblos, asiáticos, africanos…, a los que despreció sin tratar de conocer, mucho menos comprender, que la venganza a tanta prepotencia ha de ser duradera y profunda.
Antonio Envid Miñana
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