Los abuelos son la hostia. Al abuelo de una amiga mía lo enterraron con sus dos mujeres. Sacaron el ataúd y lo dejaron en la hierba. Destrozaron luego la madera y volvieron a meterlo en el nicho. Las mujeres se las pusieron encima. Sin preguntarle nada. Sin desnudarlas ni retirarle a él sus ropas, o lo que quedaba de ellas. El cabello rubio de una le cayó sobre la mejilla, al abuelo de mi amiga, y nadie le preguntó si le molestaban o no los aromas de aquel recuerdo. Dice mi amiga que su abuelo hubiera preferido el cabello de la otra. Pero lo dice porque no puede verlo ahora y lo que sabe le viene de lo que vio de pequeña. Y le dices tú que los abuelos que van por la calle con sombreros cubanos de paja y se embarcan en mercantes de lejanos mares y escriben cartas breves con tintas distintas tienen la suerte de contar con la misma sonrisa, cualquiera que sea el olor del pelo que les caiga sobre la cara. Y le dices: “Hazme caso”. Y te dice ella que lo peor de su abuelo, que era alto y la miraba de reojo, fue que se murió un día de repente y sin avisar. Y se queda entonces sin mirar a nada. Y se le ponen los ojos con agua, y cuando te mira tiene la pupila abierta, profunda y transparente. Como un tobogán, como un túnel. Y tienes que bajar la vista y respirar, y tienes que oler el olor de las grandes cerezas rojas colgadas de aquel almendro, mientras dura el silencio. Es pequeña mi amiga y me da ternura y mucho calor y cariño cuando me pide en los bares que le cuelgue el abrigo en las perchas. Me dice: “Anda, que se me ríen”. Y la ves luego que se queda con el bolso y que se estira la blusa, y le ves el corazón abierto y lees en él que el minuto próximo es para ella. Y vas y le dices: “Son la hostia los abuelos”, y esperas. Y ella bebe un sorbo y te dice: “Algunas cosas sólo se pueden contar a veces”. Y vas tú y piensas entonces en lo tuyo, en el mañana y en los propósitos de ayer, en la despedida, y antes de que revienten las nubes de la noche, vas y le dices: “¿Y quién fue el cabrón que dijo que a tu abuelo lo enterraran así?”. Y cuando confías en que conteste, va ella y agarra el vaso y bebe y se calla. “El”, dice. “Fue él quién lo dijo”. Y vas tú entonces y te dices a ti mismo: “Y el mío ¿qué?”. Y piensas en eso porque lo tuyo propio te arrastra y te conduce entre la música y el humo y te acerca la fantasía de lo que pudo ser. Las palabras de tu amiga han excitado la emoción que buscabas y quieres cambiar de vía, pero las agujas se han oxidado y tienes que aguantar la explosión y manejar la siguiente frase para que su sonido pregone lo que tratas de fingir. Y dices: “Mi abuelo se llamaba Tomás y me llevaba con él a la bodega a buscar el vino como si fuera oro”. Eso dices. Y guardas luego el silencio debido y, más tarde, la miras. Y como sigue sin decir nada, añades tú: “¿En qué piensas?”. “¿Quieres bailar?” dice ella. Y eres entonces tú el que coges el vaso y la sigues, y cuando estás bailando le cuentas lo del silencio aquel de la plaza, cuando sacaron a tu abuelo de la iglesia y fuiste corriendo a poner el hombro en la esquina del ataúd hasta el cementerio. Y ya no sabes parar, ni lo recuerdas luego. Y cuando en la cama te apartas para echarte boca arriba al terminar, o se aparta ella, miras al techo y te dices: “Joder, los abuelos son la hostia”.
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