A María Clara hay que situarla en sus islas y en su destino de mestiza tagala, cuando entonces, cuando la independencia de Filipinas: cómo arde el mar –dijo el poeta. Es una mujer hacia salvaje que no titubea porque no necesita organizar sus prioridades: sabe que todo debe colocarse en un orden fulminante.
Lleva todo el universo metido, quizá a las malas, dentro de su piel, que es del color castigado y puro de la intemperie de la noche, después de una cacería a caballo: con el pelo negro de la melena negra hacia atrás, peinado por la velocidad del viento o por el viento de la velocidad.
Tiene los ojos rasgados, de mirada dura y con un punto de crueldad, que tal vez provenga de su condición de princesa india, con el corazón entrecruzado de amor y de odio, y ella sonríe sin sonreír, o parece que sonríe sin sonreír: quizá solamente con la intención de la mirada.
María Clara es una real hembra que ama de cerca y en actualidad, con un querer animal y posesivo, insobornable, sin reflexiones técnicas: oscuramente y aparte, como saciando una sed que nunca se sacia.
‘Chocaría con su alma, sobándole el destino con la mano y me quedaría mirando a su materia’ –dijo el poeta, que no calla.
Se ha dado cuenta de que la felicidad no siempre es la mejor manera de ser feliz, así que, oscura de sienes, con la cabellera tremenda y feroz y un olor a pólvora y nardo, ha tomado el duro rumbo de la contrafelicidad, de la cosmética extrema: se dejará crecer los ojos, las doce pieles suavísimas y la tiniebla bonita debajo de los tejadillos.
Es el tiempo, que marcha descalzo de la muerte hacia la muerte.
Narciso de Alfonso
Merodeos
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