Una chica se sienta a mi lado en el metro. Me encojo en mi asiento y junto bien las piernas, las manos sobre las rodillas. Intento estrecharme para evitar que nos toquemos. La miro de reojo: es más joven que yo, muy delgada, con algo de acné en las mejillas. No la definiría como atractiva, ni tampoco guapa, pero tiene una belleza gestual que me atrae: el modo en que gesticula al hablar por teléfono, las líneas que se dibujan desde las aletas de la nariz hasta las comisuras de sus labios, las arrugas que parten del rabillo de sus ojos cuando los entrecierra. Hay una chispa en sus movimientos que imagino que se perderá al capturarla en una fotografía.
—Perdona, ¿te puedo hacer una foto? —le digo.
Me mira un instante y retira el móvil de su oreja. Después tapa el micrófono con la mano.
—¿Qué?
Estoy a punto de echarme atrás, pero levanto mi teléfono y lo señalo con el índice.
—Una foto…
La petición la desconcierta. Tarda un segundo en reaccionar.
—Eh… sí, supongo.
La enfoco. Sonríe incómoda, con el móvil todavía pegado en la oreja. Espero unos segundos más de los necesarios y deja de posar. Mejor. Quiero ese «algo» que no sé si se podrá capturar. Le han dicho algo gracioso, se ríe y se tira del flequillo. Saco la foto.
—Gracias.
—Ya, sí —me contesta, y continúa hablando por teléfono removiéndose en su asiento.
Pasado un minuto se levanta y se sienta en la fila de enfrente. Me mira de vez en cuando con disimulo.
Desbloqueo el móvil y me concentro en la foto, que desmonta mis impresiones previas: su belleza gestual sigue ahí, congelada. Definitivamente es atractiva. Supongo que hay aspectos de la belleza que no se reflejan en una cualidad física concreta. Son un mosaico de gestos y expresiones que pintan rastros borrosos. No los podemos seguir, pero los percibimos.
—Estaba pensando… He cambiado de opinión —dice.
Levanto la cabeza y está frente a mí. Bloqueo el móvil, pero ha debido darse cuenta de que estaba mirando su foto.
—No quiero que tengas una foto mía. Bórrala, por favor.
—¿Qué? ¿Por qué? No voy a hacer nada con ella.
Se encoge de hombros.
—No importa. Por favor, bórrala.
Abro la boca sin saber bien qué decir. Me doy cuenta de que estoy gesticulando en silencio.
—P-pero… estamos en el metro, es un lugar público… Podría haberte sacado la foto sin que te dieras cuenta. He querido ser educado y pedirte permiso. No entiendo cuál es el problema.
Niega antes de contestar.
—Me parece raro, ¿vale? No te conozco de nada y de repente me sacas una foto. No quiero que la tengas.
—No me conoces de nada… vale —Hago una pausa para concentrarme en lo que voy a decir—. Me llamo Ángel, estudio Comunicación Audiovisual en la Complutense. Estoy aquí con una beca, pero trabajo de camarero los fines de semana para sacarme un poco más. Fumo más de lo que me gustaría y tengo debilidad por la comida mexicana. Encantado de conocerte.
Le tiendo la mano. La mira un segundo y la estrecha con poca convicción, sin cambiar de expresión.
—Muy bien. ¿Puedes borrar la foto?
Retiro la mano. Está claro que no hay nada que hacer.
—Sí…
—¿Puedes hacerlo delante de mí?
—Claro.
Desbloqueo el móvil y ahí está la foto. Los dos la contemplamos. Me siento orgulloso. Su imagen habla de ella y del momento. Era lo que quería. Quiero pensar que, tal vez, también dice algo de mí.
—¿Sabes? Creo que nunca he salido tan bien en ninguna foto. —Se vuelve a sentar a mi lado y acerca la cara a la pantalla de mi móvil. Duda un instante antes de volver a hablar. —¿Puedes…? ¿Puedes enviármela?
La miro un momento.
—¿Y luego la borro?
—… Y luego la borras.
Me da su número de teléfono y le envío la foto. Después la borro sin más ceremonias. Al fin y al cabo, nada es para siempre.
—Me imagino que querrás que borre tu número también.
Ella se levanta y se acerca a las puertas. Debemos estar cerca de su parada. Me sonríe antes de contestar.
—El número lo puedes guardar.
Hace un gesto con la mano y yo lo correspondo. Sale del metro y vuelvo a quedarme solo entre la multitud. No puedo evitar sonreír.
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