
Con su alegre parloteo y trazando caligrafías
imposibles, los bandos de grullas
atraviesan estos días los cielos del sur de Zaragoza, se dirigen a los
humedales de Gallocanta. Sin embargo, tras su largo viaje desde las regiones
boreales, verán frustrado su destino, pues lo que otros años representaba un
idílico lugar para sus vacaciones, hoy, azotado por la sequía que padecemos, lo
hallarán seco y poco acogedor. Tendrán que buscar, improvisando, otros
alojamientos.
Me produce cierto desasosiego el que no
podamos recibir como se lo merecen a estos simpáticos heraldos de la primavera.
A su paso es como si fueran recogiendo el invierno, guardándolo para la
temporada siguiente. El alma se nos ensancha a su vista. Sabemos que el
invierno todavía no ha terminado, pero los días más duros ya han pasado y que
la luz solar se alarga. En tiempos, los campesinos comenzaban a revisar sus
aperos y a llevar al herrero los rejones y arados para lucirlos, los trovadores
comenzaban a encordar sus laudes y las niñas ensayaban sus canciones mientras
probaban los alegres vestidos que llevarían en la próxima primavera. Hoy, en
esta sociedad urbana, prosaica y monótona, el curso de las estaciones no nos
inquieta, tenemos fresas en cualquier tiempo, el día se alarga todo lo que
queramos con el simple apretar el botón “on”, y el frio se combate con
confortables calefacciones. Pero las grullas no pararán entre nosotros esta
primavera.
Los magnates de la tierra, quienes detentan
las riquezas, niegan, pues perjudican sus intereses, que se esté produciendo un
cambio climático de consecuencias desastrosas, afirmando que todo el trastoque
del curso natural de las cosas es debido a cambios cíclicos, que siempre han
existido y nada debe preocuparnos. Puede ser, pero este año, a pesar de lo
madrugadoras que han sido, las grullas no nos acompañarán
esta primavera.
Antonio Envid