Como siempre por estas fechas
llegan las bolvinas. Así, naturales, como se cogen del olivo cuando han sufrido
una helada, son deliciosas. Su carne dulce y oleosa es uno de los regalos del
invierno. Preciado regalo, por cierto. Un puñado de estas olivas, rusticas y
primitivas, en Aragón siempre ha llamado olivas a las aceitunas, con un trozo
de pan y una copa de vino de garnacha del año, es un tentempié digno de un
césar. La bolvina parece ser que solo se da por alguna zona de Aragón,
concretamente por el campo de Belchite, en árboles aislados, sin formar parte
de plantaciones más extensas, ya que no se utilizan para producir aceite, si no
para el consumo de mesa doméstico, aunque en Zaragoza pueden encontrarse sin
más dificultad en algunos colmados.
El olivo que produce esta
variedad lo imagino como un árbol antiguo, primigenio, quizá, traído por los
fenicios, y que al aclimatarse a este clima duro y seco aragonés, produjo esta
aceituna de recio hueso y rica en azúcares, a la vez que pobre en oleuropeína,
esa sustancia que confiere el amargor característico de otras aceitunas y les
da un sabor desagradable si no se tratan debidamente.
A las bolvinas se las conserva
simplemente añadiéndoles sal, para que se sequen, y con el tiempo se van
arrugando como esas damas que han sido coquetas y conservan un punto de malicia
en su vejez. Ya no enamoran, han perdido esa frutosidad, esa carnosidad de
cuando eran doncellas, pero siguen siendo atractivas, su sabor es más rotundo y
adulto.
Esta oliva
tiene poca pulpa y posee un hueso grueso, por lo que es poco apta para elaborar
aceite y se cultiva como fruta de mesa, aunque su consumo es muy local y poco
comercializado, gracias a Dios. Que él nos conserve a los aragoneses esta
delicia invernal mucho tiempo.
Antonio Envid
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