viernes, 16 de marzo de 2018

EL PELUQUERO DEL KIM JON-UN (Antonio Envid)




Por qué, se preguntaba angustiado, por qué, él. De los miles de peluqueros que habría en la República tenía que haber sido él, precisamente él, el elegido. Es cierto que había movido amigos, influencias, a su tío, tercer portero de palacio, para conseguir el puesto; el sueldo era bueno y el cargo, de gran importancia. Cuántas veces nos arrepentimos de lo conseguido, y del esfuerzo empleado. Que era uno de los mejores peluqueros del país, no se podía dudar, licenciado en artes capilares, premio fin de carrera, héroe del trabajo, en fin, todas las distinciones que cabía aspirar. Pero, podrían haberlo rechazado, ¡qué caramba!, otros habrá con iguales méritos. El rictus de angustia de su cara se distendió un momento cuando recordó del día que le comunicaron la designación de peluquero titular del Gran Líder, el Presidente Eterno de la República, el Gran Camarada. Su madre sacrificó un pollo a los dioses y luego lo comieron con arroz. Todos los vecinos pasaron a cumplimentarlo, hasta su viejo maestro, que siempre había dicho que era una estupidez gastar tiempo en su educación, que aprendiera un oficio, y ahora se preguntaba qué cualidades extraordinarias pudieran haber visto en semejante zoquete. Estos placenteros pensamientos, sin embargo, se disiparon pronto, para volver a su anterior estado de angustia.
Todos los días, a las nueve en punto, era introducido en la estancia del Gran Camarada para realizar su servicio, y era la una del mediodía y allí estaba olvidado de todos, aguardando a que lo llamaran, acompañado de los útiles de su profesión: el estuche con tijeras, cepillos y peines; el arconcito de los afeites, perfumes, abrillantadores, fijapelos, acondicionadores, reforzantes, champús; las toallitas; en fin, todo el arsenal que su complicado arte requería para lograr el resultado perfecto al que siempre aspiraba. Allí, roído por la preocupación, esperaba a ser requerido, sin que en toda la mañana nadie le hubiera prestado atención alguna.
Ya se sabe, se dijo, cuando se espera se desespera, y la imaginación vuela a las zonas más recónditas del pensamiento, a las más oscuras tinieblas de la mente. Se veía acusado de crimen de estado, arrestado y, tras juicio sumarísimo, ejecutado de manera atroz. Dicen que el Gran Guía, el Presidente Eterno de la República, era totalmente riguroso en cuanto a los principios de la revolución; a su propio tío, sin ir más lejos, aseguran que, por un quítame allá una coma en una discusión sobre Marx, lo ejecutó disparándole un misil trasatlántico. El mundo estaba lleno de cuchicheos y bulos sin confirmar. Desde algún tiempo desaparecía gente y se rumoreaba que servían de banco de órganos; cuando algún jerarca necesitaba un hígado, por ejemplo, se elegía al detenido que presentaba mejor color y, a partir de entonces, quien paseaba con un envidiable color en la cara era el jerarca. Pero todo esto, se dijo para calmarse, son infundios que hacen correr contrarrevolucionarios pagados por el capitalismo podrido y corrupto, saboteadores del sistema, como le tiene dicho hasta la saciedad el secretario de la sección de camaradas peluqueros del partido.
El tiempo pasaba lentamente, mientras que sus pensamientos corrían veloces. El día anterior, cuando rapaba los parietales del Gran Guía, para conseguir el singular modelo de corte de pelo que había diseñado el propio líder, elogiado por todos por su original arte, recibió una reprimenda porque las líneas de rapado quedaban demasiado bajas. Eso podía ser tomado como una desviación propia del corrupto capitalismo. Esas gentes no saben apreciar el delicado efecto estético de unos parietales rasurados a media altura y tapan sus orejas con horribles mechones. El menor desvío ideológico era castigado con dureza, como debe ser, para mantener la pureza de la revolución. Por cosas así estaba más de uno y más de dos, sacando hierro de las entrañas de las montañas del norte. Estas reflexiones le provocaban un sudor frío, mientras el brillante amarillo-manzana de su tez, envidia de muchos, se tornaba cerúleo y cenizoso.
El Gran Líder estará conferenciando con el jefe de los países capitalistas, el de Estados Unidos. La paz mundial en sus manos. Estarán intercambiándose misiles y ojivas atómicas. Se decía para sosegarse. Pero era impensable que el gran guía se pusiera a conferenciar por teléfono con su oponente sin antes haberse entregado una hora larga a sus expertas manos. Cómo podían conversar ambos líderes con sus cerebros embotados por una capa pilosa, seborreica e hirsuta, la del suyo, pajiza y casposa, la del americano. Inconcebible, porque así como a su amado guía había que lavarle el cabello, domeñarlo hacia atrás con energía y arte, usando un fuerte fijador, su pelo era recio como crin de caballo, y rasurarle los parietales, de modo que solo así su intelecto se sentía ligero y diáfano, al americano lo trataban de modo análogo, no le cabía duda, ese pelo amarillento pajizo, resultado de reiterados tintes, esa honda sobre la frente para tapar unas pronunciadas entradas, requerían otra hora larga diaria de un consumado profesional, a él no podían engañarle, era del oficio. Si hubiera leído, cosa totalmente improbable, porque solo había pasado sus ojos sobre la cartilla del perfecto peluquero proletario, aquello de  Schopenhauer, cabello largo, inteligencia corta, habría pensado que así iban las cosas por occidente, escuchando semejante memeces. Un cerebro privilegiado solo puede funcionar cubierto y resguardado por un pelo bien cuidado.
Agonizaba la tarde cuando, por fin, fue llevado a presencia del Gran Guía. Las piernas no le sostenían y un sudor frío recorría su espalda. El Gran Líder lo recibió con una palmada en la espalda. –Admire, mi buen camarada, admire, el nuevo diseño de corte de pelo que he ideado, asesorado por este selecto equipo de arquitectos y escultores. Nos ha exigido todo un día de trabajo, hasta me he olvidado de usted, pero merece la pena ¿no es cierto?. A partir de mañana será obligatorio para todos los mandos del Partido hasta el tercer nivel.  



Antonio Envid

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