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Esto de encontrarme con don Cleofás en el bar de siempre se ha
convertido en una agradable rutina casi cotidiana. Don Cleofás es un afable y
algo solitario jubilado al que todos, sin razón aparente alguna, le atribuyen
el tratamiento de don. Lo hallo con su café matinal, ojeando displicente el
diario. No parece estar muy interesado en las noticias y comentarios que trae
el papel, es más un ejercicio gimnástico, eso de pasar hojas, mientras toma a
pequeños sorbos el café, un modo como otro cualquiera de matar el tiempo. Me
sonríe y pliega de inmediato el periódico mientras me invita a su mesa.
- Esto se muere. No hay remedio - Me dice alarmado, aunque irónico.
- Lo encuentro pesimista. ¿Qué se muere sin remedio?
- Esto, el mayor invento de la civilización europea, la taberna. ¿No
ve? ahí enfrente están abriendo una franquicia. Los viejos bares cierran, sus
titulares se jubilan y en su lugar surgen esos horribles establecimientos
modernos pertenecientes a cadenas de locales todos iguales, clónicos,
asépticos, franquicias, donde la gente entra, se echa al coleto una caña, paga
y sale corriendo. Ya no hay conversación, contacto, franqueza humana, las
características que han conformado a los viejos bares. Dicen que ahora las
relaciones se establecen por internet. Cómo va uno a encontrar amigos,
interlocutores, a través de unos textos breves, a menudo mal escritos.
Comunicarse es algo más que proferir palabras. El gesto, la mirada, las manos,
todo está hablando a la vez. ¿Y el tono? El tono es fundamental para saber si nos
dicen una ironía o un insulto, una orden o un ruego, una broma o una amenaza.
Si dejamos de hablar bis a bis la incomunicación y la confusión, la maldición
de Babel, caerán sobre nosotros.
- Algo de razón tiene. Vivimos corriendo. La vida pasa por delante de
nosotros sin apenas enterarnos, muy ocupados en otras cosas. Pero de momento
nosotros estamos aquí, conversando, y yo dispuesto a ganar o perder un rato
tomando un café con usted.
- Ya ve al dueño; contando los días que le faltan para la jubilación.
Luego, con suerte, le traspasará el establecimiento a un chino. ¿Qué hago yo
con un tabernero chino? ¿Cómo le explico que el cortado es con una nube de
leche, y que el vino ha de estar a la temperatura adecuada, ni frío ni
caliente, sino todo lo contrario? Qué cuando digo un seco “buenas” es que no
quiero conversación, pero si digo con un cierto tono “buenos días” es
precisamente la charla lo que busco. La taberna ha sido fundamental, desde que la
inventaron los romanos, para configurar esta civilización hecha a medida del
hombre, que hoy se tambalea para dar paso a la masa. Cuando digo hombre digo
también mujer, hay que andar muy fino en estas tontas cuestiones. Claro, en
estos descreídos y confusos tiempos que nos toca vivir la gente no lee la Biblia:
“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra
los creó”, dice el Génesis.
En la taberna -prosigue- se han desarrollado las mejores ideas. Aquí
se escribieron las primeras novelas en lengua romance: recuerde a Chaucer en la
vieja taberna El Tabardo escribiendo los cuentos de Canterbury. El lugar donde
los alegres goliardos revolucionaron el orden medieval de monjes, guerreros y
siervos, que ya no volvería a ser el mismo. Donde los grandes abogados del
Renacimiento, como Rebelais, escribían sus grandes relatos y recibían a sus
clientes. El liceo del pobre, como la calificó Zola, aquí se crearon los
primeros sindicatos obreros, las “trade unions”, incluso el PSOE. Esto es el
fin, mi amigo, el fin.
En mi cabeza, sin venir a cuento, resonaban The Doors:
"Oh, this is the end. My only friend…”
Antonio Envid Miñana
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