Cuando
en periodismo se trata un asunto de forma interesada transmitiendo la
información de modo partidario, decimos que el periodista es partidista. Si,
además, pretende calificar a su información ya manipulada con el calificativo o
la vitola fundamentalista de ser la única cierta, decimos que es sectario. Es
verdad que todo acontecimiento es poliédrico y que cambia según la perspectiva
desde la que es observado. Relatividad que aumenta exponencialmente
cuando, además, el observador contrasta su percepción con otras. Y no digamos
cuando careciendo de esa contemplación directa o personal, el periodista cuenta
tan solo con visiones/versiones ajenas, que es lo que le ocurre siempre al
historiador con la dificultad añadida de que, además, su mirada pertenece a
otra época y, por tanto, a otra sensibilidad.
La
verdad, en definitiva, es una entelequia, ya que la realidad, como decía
Ortega, se ofrece en perspectivas individuales. Así, pues, su percepción
resulta siempre compleja y todo dogmatismo respecto a ella habrá de
calificarse, cuando menos, de temerario (no digamos si, a mayor abundamiento,
tal dogmatismo se pretende imponer por ley que es lo que hasta ahora solo
ocurría en las dictaduras).
Si,además,
esas conclusiones temerarias llegan a calar en diversos colectivos y se emplea
para desprestigiar a otros, alcanzaremos la injusticia y con ella aflorará el
conflicto.
Por
eso, historiadores y periodistas juegan con material extraordinariamente sensible,
y la exigencia de honradez en su cometido debiera alcanzar las cotas más altas.
Algo que, por desgracia ocurre cada vez menos. Deontológicamente, tienen la
obligación de proporcionar una información lo más veraz posible, exenta de toda
manipulación y opinión. Las valoraciones, en periodismo, deben quedar
relegadas a las secciones de opinión que les son propias; y, en la historia, al
ensayo. En todo momento claramente delimitadas. No siempre es fácil, cierto,
porque para eso son necesarios ciertos niveles mínimos de categoría profesional
y personal. Y este es el mayor problema que hoy padecemos: la nula calidad de
muchos periodistas e historiadores. Quienes, por cierto, son los primeros que
se quejan de las informaciones no profesionales que circulan por las redes,
cuando debieran ser ellos quienes velaran por mantener esa distancia a base de
altura. Porque cada vez resulta más difícil distinguir al profesional del que
no lo es.
La
célebre "leyenda negra" de la que tanto hemos oído hablar, nace del
sectarismo propio de las naciones enemigas de la imperial Monarquía Hispánica y
de su calado en la propia España. Ni todos sus contenidos son falsos ni, mucho
menos, ciertos. Se trata de una campaña nacida de plumas y lenguas muy
concretas, unas veces a conciencia, otras por error y la mayoría por inercia.
Pero todas faltas del rigor propio del concreto relator o historiador. Aunque
la expresión arranca de muy antiguo, tomará carta de naturaleza con esta obra
de Julián Juderías (Madrid,1887-1918). De 1914, la primera edición, y de 1917
la ampliada y definitiva que aquí presentamos.
El
propio autor nos ofrece esta definición:
¿Qué es, a todo esto, la leyenda negra? ¿Qué es lo que
puede calificarse de este modo tratándose de España? Por leyenda negra entendemos
el ambiente creado por los fantásticos relatos que acerca de nuestra Patria han
visto la luz pública en casi todos los países; las descripciones grotescas que
se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y como
colectividad; la negación, o, por lo menos, la ignorancia sistemática de cuanto
nos es favorable y honroso en las diversas manifestaciones de la cultura y del
arte; las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado contra España,
fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su
totalidad, y, finalmente, la afirmación contenida en libros al parecer
respetables y verídicos y muchas veces reproducida, comentada y ampliada en la
Prensa extranjera, de que nuestra Patria constituye, desde el punto de vista de
la tolerancia, de la cultura y del progreso político, una excepción lamentable
dentro del grupo de las naciones europeas.
En una palabra, entendemos por leyenda negra, la leyenda
de la España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los
pueblos cultos lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones
violentas; enemiga del progreso y de las innovaciones; o, en otros términos, la
leyenda que habiendo empezado a difundirse en el siglo XVI, a raíz de la
Reforma, no ha dejado de utilizarse en contra nuestra desde entonces y más
especialmente en momentos críticos de nuestra vida nacional.
La
obra se estructura en cinco partes conceptual y perfectamente delimitadas. En
primer lugar un estudio sobre España (Libro Primero), que vendría a analizar lo
que somos; esto es, el ser; la realidad de la que el autor parte. Le
sigue un análisis sobre cómo nos ven o nos quieren ver: visión lejana y
más o menos distorsionada que de aquella realidad se tiene en el extranjero
sobre España (Libro Segundo). En el Tercero se analiza cómo quieren que nos
vean; o lo que es lo mismo: aquello que en el extranjero se ha escrito y
difundido sobre España; para después analizar la influencia de todo ello en
nosotros mismos; es decir: cómo han conseguido que nos veamos (Libro
Cuarto). Y, por último, el Libro Quinto nos transmite cómo son ellos: un
análisis sobre el comportamiento del resto de Europa en los dos principales asuntos
tan graves como sensibles sobre los que se forjó la leyenda negra de España: la
tolerancia religiosa y el trato con las tierras conquistadas (la colonización).
De
lo que haya de verdad o falsedad en esta leyenda, el lector juzgará. Y contará
para ello con todos los elementos necesarios en orden a forjar su propia
opinión. El libro de Juderías es el fruto de un trabajo serio, propio de su
época, de una personalidad como la suya ―hombre erudito y viajero, conocedor de
más de quince idiomas―, y en el que quedan claramente definidas tres voces: la
personal y subjetiva de su honrado autor; la de los testimonios expresos y
literales debidamente entrecomillados y bibliográficamente identificados; y la
que alude a otras muchas obras debidamente reseñadas en el casi un millar de
notas consigandas a pie de página. Ya solo por la antología de opiniones
vertidas sobre España, merece la pena tener siempre a mano este genial estudio,
cuya solidez bibliográfica en nada obstaculiza una lectura sencilla, fluida y
por supuesto, apasionante. Un libro que, por lo demás, constituye todo un
clásico imprescindible en la materia.
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