Opina el señor Maeztu que ahora triunfan en España las ideas de la generación del 98. ¿Las ideas? No lo entendemos. La posición de aquellos hombres (de aquellos, porque han cambiado bastante), era esencialmente crítica. Si algo significan en grupo (la obra personal los ha diferenciado, jerarquizándolos como es justo) débese a que intentaron derruir los valores morales predominantes en la vida de España. En el fondo, no demolieron nada, porque dejaron de pensaren más de la mitad de las cosas necesarias. Poetas y escritores, la rareza de su crisis juvenil depende de una coincidencia de fechas: al conflicto de la vocación—que es eterno —se juntaron el desconsuelo, el desengaño ante la derrota; incorporaron momentáneamente a su vida sentimental lo que se ha llamado «problema de España». Desde entonces corre por válida la especie de que el ser español es una excusa de la impotencia. Fernando Osorio y Antonio Azorin son dos tipos de ratés que echan la culpa a la raza. A los principiantes de la generación del 98, el tema de la decadencia nacional les sirvió de cebo para su lirismo. Y una ligera excursión por las literaturas contiguas a la nuestra probaría tal vez que su caso fué mucho menos «nacional» de lo que ellos pensaron; que navegaban con la corriente de egolatría y antipatriotismo desencadenada en otros climas. Sea como quiera, la generación del.98 sólo ha derruido lo que acertó a sustituir. Era insoportable plantearse treinta mil problemas previos sobre el valor de la obra que estaba por realizar. El fracaso es para considerado en la vejez, cuando ya nada tiene remedio y se ha corrido el albur del acierto o del yerro. Pero entrar en la vida como creían entrar aquellos hombres del 98, desconsolados, y contemplarla sin la magnífica altanería propia de la juventud, no puede ser más que una enfermedad pasajera, una crisis del crecimiento. La generación del 98 se liberó, es lo normal, aplicándose a trabajar en el menester a que su vocación la destinaba. Innovó, trans formó los valores literarios. Esa es su obra. Todo lo demás está lo mismo que ella se lo encontró. Su posición crítica, que no tenía mucha consistencia, no ha prosperado. <Qué cosas, de las que hacían rechinar los dientes a los jóvenes iconoclastas del 98 no se mantienen todavía en pie, y más robustas si cabe que hace treinta años? En el orden político, lo equivalente a la obra de la generación literaria del 98, está por empezar.
El único de aquel grupo que, saliéndose de las letras puras, se ha planteado un problema radical (no el de ser español o no serlo, ni el de cómo se ha de ser español, sino el de ser o no ser HOMBRE), es Unamuno. Es demasiada confusión incluir a Costa (por echar mano de un profeta político), sin otro discernimiento, en el grupo de la generación del 98. Hay una rúbrica que los une aparentemente: la protesta. Pero las afinidades profundas de Costa con el decadentismo, la anarquía y la crítica antiespañolista son nulas. Costa, más que un innovador, era un moralizador de la política. El pensamiento era en él poco importante. Poseía un tradicionalismo de fondo, una «creencia» en ciertas instituciones míticas, que se aproximan a las ideas de Maura y de Vázquez de Mella mucho más de lo que a primera vista puede parecer. A Costa no le querían porque era republicano; pero eso prueba que las clasificaciones del momento no sirven para pasado mañana. La «revolución desde arriba» (una frase puesta en circulación por Maura), no significa, por sí misma, nada. Depende de quien sea el que esté arriba, y también de los caminos por donde haya llegado. Ateniéndonos al sentido costista, esa revolución significa que el Estado funcione bien; pero da por resuelto el problema del Estado; más aún: acepta el Estado en su forma actual, en el momento de inaugurarse la revolución. Es muy poco revolucionario. A Costa le faltó comprender por qué un pueblo puede sublevarse, en ciertos momentos, para cambiar la Constitución, y no se subleva para que le construyan pantanos. Todo Costa es, seguramente, realizable el día menos pensado, sin que desaparezca ninguna de nuestras aspiraciones actuales. Por añadidura, era jurista. Su tragedia es la de un hombre que quisiera dejar de ser conservador, y no puede. Caso muy español. Entre su historicismo, su política de «calzón corto», su despotismo providencial y restaurador, y el análisis, la introspección y la egolatría de los del 98 hay un mundo de distancia.
Manuel Azaña
España, núm. 123
20/10/1923 - pp. 1-2
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