El Buscón don Pablos, maquinando para hacerse con un pollo, amenaza a su hospedera, “¿No os acordáis que dijisteis a los pollos, pío, pío, y es Pío nombre de los papas, vicarios de Dios y cabezas de la Iglesia?”. La pobre mujer asustada por lo que pudiera derivarse de una denuncia a la Inquisición le entrega al bribón Pablos los dos pollos para que los lleve a un familiar de la Santa y los queme. El pícaro y sus amigos hacen con ellos una buena merienda. Con esta sátira Quevedo evidencia el pánico que provocaba en la gente de su tiempo cualquier mínima incorrección que pudiera echarles a la Inquisición encima.
Los que vivimos la excitante época de los ochenta en nuestro país sabemos lo que es la verdadera libertad. Fue la fiesta de la democracia, los periódicos vertían todo tipo de opiniones, desde las de la izquierda extrema, pasando por el centro, hasta las de la derecha más montaraz; se produjo una explosión de literatura, Muñoz Molina, Llamazares, Almudena Grandes, Vargas Llosa, por citar algunos de los muchos escritores que florecieron; la movida madrileña era referente de creatividad; en las Cortes escuchábamos intervenciones, a menudo, llenas de mala uva, pero ingeniosas, que nunca alcanzaban el exabrupto ni el insulto grosero. Todos expresando su opinión sobre todos los temas, la gran gala de la libertad de expresión.
Ese estallido de luz se fue oscureciendo poco a poco, fue emergiendo la “political correctness”, que aquí llamamos lo políticamente correcto, para ir poniendo orden en tanta conciencia extraviada, y, sobre todo, vigilar en lo que se decía y como se decía, hasta llegar a la asfixiante situación actual. Cuidado con lo que se dice – no, con lo que se hace, eso importa menos – si no se ajusta a lo políticamente correcto. El escritor, el autor, el dicente en cualquier medio, todos han de escoger muy bien los temas sobre los que hablan, sin traspasar las numerosas líneas rojas que ha trazado la sociedad actual. Ojo con los temas ecologistas, feministas, de diversidad sexual, las minorías étnicas o confesionales, o el trato a los animales, son terrenos muy resbaladizos en los que una contradicción con los dogmas impuestos por los popes de cada una de estas religiones puede hacerle a uno perder pie con facilidad y caer en el abismo, empujado por hordas mediáticas sin piedad. De hecho, algunas de las obras literarias de la década de los ochenta del pasado siglo no se habrían producido hoy, bien por medrosidad de sus autores, bien porque habrían sido calificadas como inadecuadas y condenadas al ostracismo de inmediato. Una pregunta que no he podido responderme: ¿quién dicta los dogmas sobre estas cuestiones que parecen intocables? ¿qué anónimos Moisés han traído desde las alturas estas nuevas tablas de la ley? Dogmas que luego se repetirán machaconamente por los medios de comunicación de masas hasta que queden incrustadas en la conciencia de los ciudadanos.
También hay que tener cuidado de cómo se dice, no me refiero a defectos de ortografía o de sintaxis, que estos ni serán apreciados en la mayoría de los casos, y de ser observados serán disculpados con facilidad, si no por el uso inadecuado del lenguaje inclusivo y del elusivo, esos que están destrozando el español llevándolo a situaciones lamentables, llenando el vacuo discurso con inútiles repeticiones de género cuando se refieren a colectivos, a pesar de que es obvio que en esos colectivos conviven personas de los dos sexos – y aún de tres o cuatro, según las modas actuales – o con enfadosas perífrasis, o dotando de género a los tiempos verbales. En fin, para qué seguir, un español medianamente leído puede leer “El Quijote” tal y como lo escribió Cervantes, el del mañana quizá tenga que leerlo traducido a un extraño idioma inclusivo.
Hemos pasado de la época de la ética a la condenable etapa de la moral. No es que en la época de los ochenta aceptáramos todo lo que se decía, yo no estaba de acuerdo con mucho de ello, pero imperaba un ambiente de tolerancia, de verdadera igualdad, cada uno tenía su criterio y cuando escuchaba algo discordante, o bien lo atribuía a ignorancia de quien lo profería y trataba de sacarlo del pretendido error, o bien continuaba su camino sin hacer caso. Hoy no, hoy contra el discordante, sobre todo si se sale de lo políticamente correcto, se lanza la jauría de oponentes con una crueldad que llega hasta el linchamiento moral. Estamos, como digo, en una época dominada por la moral social. Cualquier moral adoptada por una sociedad, la victoriana, la puritana, la luterana, la islámica, cualquier otra, es opresora del individuo, exige que este se disuelva en la comunidad, la moral se convierte en norma de obligado cumplimiento, su vulneración está castigada con la exclusión social, convierte al quebrantador en un paria social, y, desde luego, es frustrante para el creador artístico. Por eso también afirmo que hemos abandonado la época de la ética, las normas éticas son recomendables, es una aspiración a vivir en un mundo mejor, alcanzar un ideal aristotélico, pero no serán nunca coercitivas, el castigo se lo infiere el propio infractor, que se priva de vivir de manera más saludable para su conciencia. Paul Ricoeur nos lo ha explicado.
¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!, exclamaba Manon Roland ofreciendo su cuello a la guillotina.
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