El juego del hombre. Razón y corazón. Supervivencia. ‘Nada nuevo bajo el sol’
Confusión
de confusiones, además de ser el primer trabajo sobre la Bolsa nos implica
-sobre todo- en un apasionante viaje por el pensamiento, la historia y la
historiografía occidental desde Heráclito hasta nuestros días. Hasta nuestros
días, no tanto porque se adelante a su época sino porque el comportamiento y el
pensamiento humanos, la naturaleza humana, es universal en el espacio y en el
tiempo. Reímos y lloramos hoy por los mismos motivos que reían y lloraban
nuestros antepasados desde que tenemos testimonio de ellos. Así que, como
leemos al inicio del Diálogo Cuarto,
en ese mercado no había Fonciones inmunes a la risa y el llanto, como aquel excepcional
militar romano así llamado. Al contrario, seguimos llorando y riendo como
lloraba Heráclito, el filósofo llorón, o reía Demócrito, el filósofo risueño.
Verdad es
que muchos analistas coinciden en mostrar su asombro porque las operaciones
bursátiles de hoy ya existían en la Ámsterdam del siglo XVII. Más aún, que los
comportamientos hoy descritos y analizados por las finanzas conductuales (behavioral
economics), racionales o pasionales, son los mismos de entonces. Pero a
poco que reflexionemos, uno se asombrará
de aquellos asombros porque, en definitiva, siempre topamos con los mismos
perros aun con distintos collares, pues toda actuación humana, toda toma de
decisiones está, y siempre lo ha estado, presidida por la razón o la intuición,
o por ambas a un tiempo. Y en toda época y en todo lugar, el ser humano - en general - ha venido actuando si no
igual, sí de forma similar ante circunstancias parecidas. Evidentemente, el
tiempo, la geografía, el progreso, y en general todo lo accidental, añaden
matices. Pero solo matices. Y, sobre todo, lo que añaden son etiquetas y
clasificaciones, poniendo nombre a las diversas conductas y ordenándolas; en
definitiva, clasificando, sistematizando, con arreglo - todavía hoy en esencia -
a aquellas pautas y categorías (predicamenta) marcadas por Aristóteles, quien tampoco
inventó nada sino que se limitó a analizar, descubrir, poner nombres y
organizar no solo la conducta humana sino todo el Universo. Nada más y nada
menos. Añadió, eso sí, y esta será su más revolucionaria aportación, una
herramienta (órganon) esencial para
el progreso: el silogismo,
instrumento que posibilita (o lo intenta) la verificación humanamente objetiva
de todo argumento. Ahí nace la ciencia, algo a lo que enseguida volveremos.
Lo cierto
es que ni las conductas de aquellos mediadores o corredores (así llamados
porque corrían con información o en
busca de información de un lado a otro, o de un corro a otro), ni las de aquellos jugadores de Ámsterdam, ni las
descripciones que de ellas hizo De la Vega, constituían, ya entonces, novedad
alguna. Y él lo sabía, y no hace más que repetirlo. Cambiaba el contexto: aquel
nuevo mercado (el de las acciones), la época, el marco geográfico y social, el
idioma... Sí. Pero la naturaleza y trasfondo, las formas y contenidos de las
disputas, las estrategias, los lances, los faroles y las argucias, eran y son
las mismas con las que el hombre, desde que es hombre, se ha venido empleado en
toda contienda (agón). Somos iguales
cuando negociamos la compra de una mula, que la de un tractor, un smartphone,
unas acciones o un bulbo de tulipán. Y somos los mismos cuando planeamos una
estrategia de compra o de venta, que cuando discutimos sobre cualquier cosa,
emprendemos ciertas batallas, o tomamos determinado tipo de decisiones.
Cambiarán los instrumentos, las herramientas; cambiaran ciertas formas, pero
siempre nos valdremos de las mismas armas: la razón y la intuición, el cerebro
y el corazón: razón y corazón (sinrazón). Y con los mismos modos de
siempre: la honradez y la indecencia, la lealtad y la perfidia, la astucia y la
torpeza, la intriga y la probidad, la ambición desmedida y la equilibrada, la
rapidez o la parsimonia. Y también, como siempre, unas veces acertaremos el
tiro, y otras (las más) lo erraremos. Así, desde que el mundo es mundo. Y basten como muestra las palabras del inversor húngaro André Kostolany (1906-1999), referidas al
célebre José bíblico (el Casto José), quien vendido por sus hermanos acabó
siendo ministro del Faraón, gracias - quizá preludio de Freud - a los sueños y
sus interpretaciones:
José de Egipto (…) se dedicó a especulaciones
verdaderamente arriesgadas y hasta peligrosas. Este hábil consejero de finanzas
del Faraón supo sacar a tiempo las debidas consecuencias de los sueños de su
señor con las siete vacas gordas y las siete vacas flacas. Durante los siete
años de abundancia decidió almacenar grandes cantidades de cereales que,
después, durante los siete años de escasez, volvió a poner en el mercado a un
precio mucho más alto. Ciertamente que hasta hoy día no se sabe con certeza si
José, hace ya cuatro mil años, fue el padre genial de la planificación
económica, pues guardó los excedentes de cosecha para cubrir los posteriores
déficits, o si —honni soit qui mal y
pense [maldito el que piense mal]— fue, sencillamente, el primer
especulador de la historia, que se limitó a comprar una mercancía barata para
venderla más cara cuando llegó a escasear. (Kostolany,
2012).
Maniobra
que nuestro mercantilista José de Benito
calificó de «bella operación alcista». En efecto: ya en el Génesis, la primera narración del Libro de las tres religiones.
Y es por todo
esto que De la Vega, seguramente consciente de esta universalidad, nos invita a
un viaje extraordinario por la apasionante historia y los libros de nuestra
cultura occidental. Demostrándonos que siempre fue así. Y lo hace reiterada y
conti-nuadamente, comparando las conductas de los inversores de su época con
las de los protagonistas de las más antiguas gestas y desgracias, incluida la
que nos costó la pérdida del Paraíso, cuando alude al engaño y la ambición
desmedida de algunos inversores a los que,
como a Adán, les agrada el cetro, y los tientan
las serpientes para ser, también como Adán, más de lo que pueden, y acabar
siendo después menos de lo que son. (1.8).
Y
acertadamente califica la negociación bursátil como un juego, y la compara con el que seguramente es el juego más antiguo
de naipes en Europa, el conocido como juego del hombre:
A este negocio se le
llama generalmente juego, y yo digo que este juego es el del hombre; bien
porque todos aspiran en él a ser hombres, bien porque todos entran en él, bien
porque en esta baraja tiene tanto valor la espadilla, bien por lo que tienen
algunos de matadores, bien por lo que se atiende a los reyes, o bien porque
cada figura puede ser un tesoro y cada carta un triunfo. (Dedicatoria).
En
realidad, se trata del irremediable juego al que naturalmente todos estamos
condenados: el de la supervivencia.
Y esa
evolución social colectiva, solo en lo accidental, también se constata en el
crecimiento de toda persona individualmente considerada. Porque desde niños en
nuestros juegos, en nuestros retos cotidianos, contra nuestros propios padres, nuestros propios amigos y enemigos,
contra nuestros propios preceptores, nos
valemos de las mismas artimañas, urdimos las mismas tretas y argucias que con
la edad y la experiencia iremos puliendo y perfeccionado para seguir
subsistiendo. Ese es el juego del hombre. De todo hombre. Nada nuevo bajo el sol:
¡Vanidad de
vanidades! - dice Cohélet -, ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! ¿Qué
saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? Una generación
va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. Sale el sol y
el sol se pone; corre hacia su lugar y allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur
el viento y gira hacia el norte; gira que te gira sigue el viento y vuelve el
viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al lugar
donde los ríos van, allá vuelven a fluir. Todas las cosas dan fastidio. Nadie
puede decir que no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír. Lo que fue, eso
será; lo que se hizo, ese se hará. Nada
nuevo hay bajo el sol. Si algo hay de que se diga: «Mira, eso sí que es
nuevo», aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron. (Eclesiastés,
1, 2-10)
Europa: el matiz
En sustancia, pues,
siempre lo mismo. No sabemos si es que todo es eternamente uno (lo mismo), o es que seres y aconteceres se repiten
circularmente en ese eterno retorno
al que tantas vueltas le han dado los filósofos. En todo caso, es solo - y nada
menos que - en los matices donde se
expresa la diferencia. Y esos sí los aporta el paso del tiempo y la
cultura. Esa cultura occidental por la
que Confusión de confusiones puede
guiarnos.
Europa.
Siempre Europa. ¿Y por qué? Porque es aquí donde se fraguó el progreso humano
hacia unas cotas de bienestar jamás alcanzadas en ninguna otra parte del orbe. Algo
de todo punto indiscutible, eficazmente resumido por Max Weber ya a principios
del siglo pasado, al constatar que solo en Occidente hay ciencia, ciencia
racional verificada, stricto sensu:
astronomía, geometría, ciencias naturales (química, bioquímica, etc.);
historia, derecho. Y solo en Occidente ha conseguido germinar una expresión,
una profundidad y un análisis y estructuras racionales sin parangón. En el
arte: música (armonía, contrapunto, orquestas estructuradas racionalmente,
escritura – pentagrama -, sonatas, sinfonías, ópera…), arquitectura (bóveda
gótica funcional...), pintura… Solo Occidente ha concebido universidades y
academias para el cultivo sistematizado y racional de las especialidades
científicas, la formación del ‘especialista’… Solo en Occidente resultó
factible la imprenta de tipos móviles (con todas sus consecuencias)[1]. Solo
en Occidente se forjó el Estado estamental, con parlamentos de representantes
del pueblo elegidos, partidos con expectativas de gobierno, y todo estructurado
por una Constitución racional y una administración de funcionarios
especializados. Y solo en Occidente se ha generado un sistema de capitalismo
también racional que, con independencia de cómo haya podido degenerar, descansa
en la expectativa de una ganancia debida al juego de recíprocas probabilidades
de cambio formalmente libres (sin esclavos) y pacíficas (sin violencias).
A todo lo
cual, y desde la perspectiva de nuestros tiempos habría que añadir los
progresos originados por las diversas revoluciones que Max Weber o no conoció o,
si las conoció, no llegó a comprobar su ulterior y más profundo alcance.
Lo cierto
es que todo ello ha servido para que, aun con abundantes corruptelas y hasta
perversiones (inherentes a la naturaleza humana), haya sido Occidente el crisol
donde han germinado las sociedades con mayor bienestar personal (salud y
libertad) y social (una organización y una convivencia seguras y garantes). O,
lo que es lo mismo, con mayor bienestar humano. Y aprovechando todo este bagaje
cultural y científico, el resto de civilizaciones. Otras civilizaciones que
pronto nos adelantarán si no lo han hecho ya. Superación o superaciones, en
todo caso, cimentadas esencialmente en esa tradición europea a partir de la
cual habrá que esperar que, tomando el testigo, continúen y mejoren nuestro legado.
Algo que tampoco es nuevo: Roma acabó con Grecia, pero seducida por Grecia, al
igual que los bárbaros destruyeron Roma, pero salvando y asumiendo finalmente
todo el legado helenístico (incluso durante la erróneamente calificada como negra Edad Media).
Bien, pues
uno de los recorridos que Confusión de
confusiones nos propone discurre precisamente por los recovecos de estos
cimientos hasta la época (su época) del Barroco, en lo formal. Pero - se
insiste – extensible hasta nuestros días en lo estrictamente humano y universal.
Y el testimonio que posibilita este maravilloso grand tour por el universo humano está fundamentalmente en los
libros. Ellos constituyen el vehículo que nos conducirá en nuestro apasionante viaje,
diestramente pilotado por un José Penso
de la Vega amante del mundo, del hombre y de su expresión más característica,
que como tal lo define y diferencia: la palabra, el logos, la letra. La
literatura. Pero ¿cómo se las ingeniaban estos eruditos para disponer, ya en
aquella época de tantos libros, de tanta información?
Libros, bibliotecas, universo
El
universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y
tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en
el medio, cercados por barandas bajísimas.
(J.L. Borges: La
biblioteca de Babel)
Andan nuestros confusos
tiempos indeleblemente marcados por internet, sin duda la invención más
revolucionaria de la humanidad desde la imprenta. Hoy, el curioso y estudioso
dispone de una información hasta ahora solo imaginada. Puede navegar por miles
de libros y documentos de cientos de archivos y bibliotecas de todos los
tiempos y todos los espacios, haciendo realidad, y hasta superando, aquella
biblioteca infinita de Babel ideada por Borges. Y sin moverse de su asiento,
frente al ordenador, o desde su tablet o smartphone. En este último caso,
acarrea su archivo infinito allá donde va, porque lo lleva en su bolsillo. Con
una velocidad de búsqueda de resultados inmediatos que le transporta no a la
ficha del documento sino al documento mismo. Y si el texto se visualiza con
caracteres diminutos, puede ampliarlo cómodamente a su gusto o necesidad, sin
valerse de lupas ni lentes. Y si se le muestra en idiomas desconocidos, incluso
puede traducirlo en cuestión de segundos, mediante traductores algorítmicos que
día a día se van perfeccionando, porque día a día se enriquecen con nuevos
significados y sentidos, nuevas variantes y nuevos giros.
Ante semejante
prodigio, aún llama más la atención saber cómo se las podían arreglar aquellos
eruditos del Renacimiento o del Barroco para disponer y disfrutar de todos esos
libros por los que navegaron, tan caros de conseguir no solo por su precio sino
también por su escasez, y ello aun teniendo en cuenta que desde la aparición de
la imprenta las publicaciones ya se habían multiplicado exponencial-mente.
Cualquier drama de nuestro Siglo de Oro aparece salpicado de citas eruditas más
o menos explícitas, más o menos literales. Evidentemente, la respuesta está en
que contaban ya con buenas bibliotecas, públicas y privadas. Pero, sobre todo, siempre
podían recurrir a obras enciclopédicas, misceláneas y polianteas, auténticos
arsenales de los que echar mano y servirse. Mero recurso, en todo caso. Y
abusar de él no parecía estar bien visto. De hecho, el prota-gonista de nuestra
obra, el Accionista, amonesta al Mercader en estos términos:
Leísteis dos polianteas, de las que
memorizasteis tres galanterías, cuatro agudezas, seis historias. Hojeasteis
como mucho el diccionario poético de Estienes, el geográfico de Ortelio, el
filosófico de Géclenio, el químico de Rolando, el matemático de Dasipodio, y el
etimológico de Fungero, y os permitís por ello afirmaciones como que
Aristóteles no fue suficientemente profundo, ni Séneca tan moral, ni Néstor más
suave, ni Isócrates más atento, ni Hipérides más agudo, ni Demóstenes más
vehemente ni Tesauro más erudito. (2.12).
Pero de
todo se servían aquellos sabios voraces.
Las polianteas
(literalmente: diversas flores), eran colecciones misceláneas
enciclopédicas para artistas y estudiosos con dichos, tópicos y los más
variados materiales entresacados de las fuentes clásicas griegas y latinas, y
de la Biblia. Confeccionadas especial-mente en latín entre los siglos XVI y
XVIII, fueron germen de erudición para todos ellos. Y resulta en todo caso evidente
que el propio De la Vega se sirvió de unas cuantas[2]. Y
entre las enciclopedias en lengua castellana de su época, echó mano
especialmente de las de Alessandro Tassoni (1565-1635) y Eusebio de Nieremberg
(1595-1658).
Con todo,
resulta evidente que De la Vega se sirve y disfruta o deleita con estas recopilaciones. Como
también resulta evidente que disponía de una nutrida y variada biblioteca
personal, así como que tenía acceso a otras bibliotecas de familiares y amigos
que compartían con él similares motivaciones literarias. Solo así consigue
hacer de Confusión de confusiones un magnifico
catálogo de citas y referencias de lo más florido de todos los tiempos entonces
conocidos. Abarcando, además, las más
diversas materias: historia, geografía, física, aritmética, literatura, lógica,
filosofía etc. Y todo orientado
especialmente a describir y sobre todo explicar la conducta humana. Consiguiendo
así ese interesante compendio de la mentalidad occidental esencialmente forjada
con el hebraísmo, el helenismo y el cristianismo. Y en este último caso, a
pesar de que en toda la obra, la única referencia a Jesucristo que encontramos
alude a Él como Profeta (4.4), puesto que al margen de las indudables
influencias de autores cristianos que se constatan en De la Vega (católicas y,
sobre todo, protestantes), Confusión de
confusiones, como él mismo expresa, pretendía tener la más amplia difusión:
He decidido traducir estos discursos al
francés, para difundir más la noticia de un juego sobre el que nadie hasta hoy
ha escrito aún. (2.14).
No llegó a traducirse, cierto. Pero la
voluntad de proyección universal de nuestro autor se hacía patente en esas
líneas. Por ello llama la atención en la obra esa escasez de referencias
explícitas al cristianismo, otro de los pilares esenciales de la cultura
occidental. Deficiencia solo comprensible bajo la presión de la fuerte censura
imperante en la comunidad judía de Ámsterdam. Apremio que también explica el
que la mayor parte de las publicaciones de De la Vega (como las de otros sefardíes)
figuren impresas en Amberes, cuando en realidad habían sido estampadas en la
capital holandesa[3].
Por lo
demás, todo apunta a que la idea inicial de la obra hundiera sus raíces, como
luego veremos, en una concreta ruina personal por él sufrida, una mala
inversión por una decisión errónea; que tal fracaso, le moviera a trasladar al
papel su experiencia, las causas y los errores cometidos. De modo que, con
visos de manual o tratado, sirviera a los demás de advertencia, tal y como
afirma en el Prólogo, pintando
con el pincel de la verdad las tramas con que
lo ejercen los pícaros que lo mancillan, para que a unos sirva de delicia, a
otros de advertencia, y a muchos de escarmiento.
En todo
caso, por las razones que fueran, aunque muy especialmente por aquel afán
divulgador y universal expresamente confesado y pretendido, De la Vega iluminó
lo que inicialmente quiso ser un mero desahogo personal por su fracaso y una
advertencia para los demás, con ejemplos y metáforas extraídas del inmenso
arsenal de propuestas y soluciones que la cultura occidental escrita encierra.
Dicho lo
cual, podemos acercarnos ya a nuestro autor y a su contexto histórico, que por
lo demás no deja de ser el resultado práctico hasta entonces de aquella
tradición cultural europea y, especialmente, mediterránea.
El autor y su obra. Bruma y confusión
José de la Vega (1650-1692)
es un judío sefardí con raíces en la Península Ibérica, seguramente de origen portugués o gallego.
Todo él, aun a pesar de que existen numerosos testimonios escritos propios y
ajenos sobre su persona, está envuelto en cierta suerte de bruma y hasta
confusión, empezando por los diferentes nombres con que firma sus obras.
A este
respecto es necesario recordar que muchos hebreos españoles se veían obligados
a cambiar de nombre para ocultarse de las persecuciones de que eran
objeto. Pero es que, además, en el
pueblo judío los nombres tienen más importancia que en otros, porque su lengua,
su idioma, es para ellos una lengua santa. Con ella creó Dios el universo. Las
22 letras del álef-bet (su alfabeto) representan 22 formas diferentes de
la energía vivificante de Dios, penetrando en el cosmos y dotándolo de vida. El
Génesis sugiere - y hasta el
evangelista Juan así lo vio - que Yahvé creó todo exclusiva-mente con su
palabra: «Dijo Dios: 'Haya luz', y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y
apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó a la luz 'día', y a la oscuridad
'noche'». (Génesis, 1, 3-5). Primero es, pues, el nombre, la palabra, y
luego el ser: «porque conforme a su nombre, así es». (Samuel, 25.25).
Por eso hay un midrash (interpretación de textos sagrados) que dice que
cuando completemos nuestros años en este mundo y nos enfrentemos al juicio del
cielo, se nos preguntará si hicimos honor a nuestro nombre. Todo esto puede
explicar, pues, esa tendencia de los hebreos a cambiarse de nombre: porque dicho
cambio supone también un cambio en ellos mismos y en su fortuna. La Torá (el
Pentateuco) contiene suficientes ejemplos: Abram, pasó a llamarse Abrahám (Génesis
17:5); Sara, Sarai (Génesis, 17:14) Jacob, Israel (Génesis,
32:29) etc. No debe extrañarnos, pues, que nuestro propio autor emplee diversos
nombres para firmar sus obras, aunque algunas veces, seguramente las más,
también por razones de oportunidad: Joseph de la Vega; Joseph Penso; Joseph
Penso de la Vega; o José Penso Félix, o Joseph de la Vega Pasariño. Pues
bien, tanto Rumbos peligrosos (volumen
con tres novelas) como Confusión de
confusiones, los firmó como Iosseph de la Vega, apellido español de la madre,
que también se acostumbraba a poner a los hijos que como De la Vega nacían en
segundo lugar. Y este apellido ya comporta por sí mismo dos referencias
literarias españolas de fuste: la del príncipe de los poetas castellanos, el lírico Garcilaso y la del afamado
dramaturgo (cómico) Lope, tal y como
consta en la décima escrita por Simón de Barrios, en el Digno elogio que precede a las tres narraciones de Rumbos peligrosos:
Cómico el
VEGA primero
Lyrico el
segundo, son
Del
Parnaso admiración,
Y
maravilla el tercero.
La segunda
confusión la encontramos en el lugar de su nacimiento. La mayor parte de los
autores sostienen que fue en Espejo (Córdoba), pero otras localidades como
Ámsterdam y Lisboa se disputan esta procedencia que, últimamente, Fernando J. Pancorbo (2019b:13) sitúa en Hamburgo. Como se ha dicho, De
la Vega fue el segundo de los diez hijos que tuvieron Isaac Penso Félix y
Esther de la Vega, judíos conversos con un buen estatus económico. Por eso, y
seguramente también por sonar más a español, firmó como De la Vega,
especialmente, Confusión de confusiones,
que pretendía ser su libro de mayor difusión y proyección geográfica. El
español era su lengua y, además, estaba de moda.
La tercera
confusión se centra en el supuesto encarcelamiento de Isaac, el padre, y su
ulterior salida de España con su familia. Respecto al apresamiento, no se
conoce con certeza la causa. Si bien la mayoría de los autores señalan que fue por
problemas económicos, otros aluden a que pudo ser acusado de falso judío
converso (marrano), o por ambas
circunstancias a la vez. Lo cierto es
que, Isaac y Esther, dejaron España. Y es la datación de este preciso momento
de abandono de la Península Ibérica lo que divide a historiadores y biógrafos
para concretar si fue anterior o posterior al año 1650, en que nació nuestro
autor. Torrente Fortuño (1980:27) afirma que Isaac «logró salir en 1650 y desde Lisboa se
dirigió a Amberes, Middelburgo y Ámsterdam». Otros añaden que entre Middelburgo
y Ámsterdam, vivieron en Hamburgo. Y, de hecho, en las actas de la diáspora de
Hamburgo, consta que el 1 de septiembre de 1652 Isaac fue nombrado Parnás de la comunidad sefardí de la
ciudad (algo así como administrador o gobernador), lo que acredita que
difícilmente pudiera ser un recién llegado; motivo este - junto con otros
argumentos - que es el que ha llevado a Pancorbo
(2019b:13)
a concluir que José de la Vega pudo haber nacido en esta ciudad alemana.
Una cuarta
confusión, más bien sombra, se produce durante todo ese periodo entre Amberes y
el asentamiento en Ámsterdam. Apenas hay noticias de esta época, pero resulta
indudable que la familia estuvo económicamente bien situada. Lo que posibilitó
que José de la Vega pudiera adquirir una recia formación humanística. Incluso,
quienes mantienen que nació en la Península Ibérica le atribuyen estudios en
Córdoba y Alcalá de Henares.
En
Ámsterdam, la familia también se integró rápidamente en la poderosa comunidad
sefardí allí residente (la nueva Jerusalén
del norte), plaza que acabaría siendo el centro mundial del intercambio
comercial y en la que se creó, a principios del siglo XVII, la Compañía de las
Indias Orientales, cuyo mayor accionariado estaba precisamente en manos de
estos judíos procedentes de la Península Ibérica. Isaac Penso se convirtió
entonces en una figura importante del mundo de las finanzas, y en un notable
mecenas, llegando incluso a fundar una jeschiba o academia religioso-cultural
denominada Keter Torah. Y el joven José de la Vega también escribirá en este
periodo, con solo 17 años su primera obra: un drama alegórico en hebreo,
titulado ’Asîrê ha-Tiqwâ (Prisioneros de la esperanza).
En
seguida, en 1674 o 1675, viaja a Livorno para atender negocios familiares
regentados por su hermano Abraham. Tampoco son muy precisos los datos que tenemos
de esta época, si bien se sabe que fue aquí, en la Toscana, donde tuvo tres
hijos con su mujer, Ribca, y donde adquirió
una consistente experiencia como comerciante, amén de estar plenamente
integrado en la comunidad hebrea, en la que - al igual que su padre en Hamburgo
- llegó a ostentar el cargo de Parnás entre
1677 y 1682. Pero sobre todo, estos años serían cruciales «para forjar su
personalidad como rétor [maestro orador],
fruto de las relaciones literarias y de las provechosas lecturas de los principales
autores del Barroco italiano, a los cuales no solo tomó como ejemplo y modelo a
la hora de escribir sus propias obras, sino que incluso los tradujo al
castellano». (Pancorbo, 2019b:164). Siendo aquí, igualmente, donde participará en la fundación de la
academia de los Sitibundos (sedientos),
institución literaria, a imitación de las italianas, muy admirada en círculos
europeos, en la que contando con el visto bueno de la comunidad hebrea se
pronunciarán discursos y se debatirá sobre asuntos literarios, todo ello con
vocación divulgadora y de fomento artístico e investigador. Su presencia aquí
resultará decisiva para su dedicación literaria, pero siempre sobre la base
económica que le proporciona su principal actividad profesional como hombre de
negocios.
En 1683 se ve obligado a regresar precipitadamente a Ámsterdam, no se sabe
exactamente por qué, aunque una de las razones (sin duda la fundamental) fue la
grave enfermedad de su padre que a la postre acabó con su vida el 24 de marzo
de aquel mismo año. Lo cierto es que va a
ser aquí, en Ámsterdam, donde la carrera literaria de José de la Vega adquirirá
un especial empuje. De hecho, es también en este año cuando firma su primera
obra: la ya citada Rumbos peligrosos,
resultando decisiva su participación, incluso como secretario, en la academia
de los Floridos, fundada por el mecenas Manuel Belmonte, con una fuerte
influencia de la academia de los Sitibundos de Livorno, en la que también había
participado este último como juez literario.
Y será también en esta etapa cuando publicará la mayor parte de sus
obras, algunas de las cuales ya habría escrito o comenzado a escribir en la
Toscana, si bien tales publicaciones - como ya se ha apuntado - tendrán un
carácter clandestino, figurando falsamente como impresas en Amberes, para
eludir así la recia censura de la comunidad hebrea de Ámsterdam. En este
contexto se publicará, en 1688, Confusión
de confusiones.
De la Vega fallecerá cinco años después, probablemente a causa de uno
de aquellos frecuentes ataques de gota de los que se queja en el propio Diálogo Cuarto, con el típico sarcasmo
que salpica toda la obra, «porque parece que la fortuna quiere que sepan todos
de qué pie cojeo». (4.5). Tampoco la fecha exacta de su muerte es un dato
pacífico, aunque todo apunta al 13 de noviembre de 1693.
Su legado literario nos deja numerosas obras, todas ellas en español (salvo
la primera ya citada, Asiré ha-Tikvah
- Los prisioneros de la esperanza - ):
unas oraciones fúnebres por la muerte de sus padres, varios discursos académicos
y diversas prosas y panegíricos. Porque De la Vega era un obligado prosista
dadas sus nulas dotes por él mismo reconocidas para el verso en su ‘Prólogo al
lector’ de Fineza de la amistad (la
primera de las tres novelas de Rumbos):
También te apunto que los versos (porque tengo
más de Orador que de Poeta) son de mi amigo el Insigne Capitán Don Miguel de
Barrios, a quien supliqué que me adornase con sus flores, los asuntos bosquejos
que le di para ellos. (1683b).
Pero nuestro autor fue, ante todo, un inversionista. Vivió como tal, no solo por cuenta propia sino también asesorando y mediando como corredor de Bolsa. La actividad literaria, a la que por supuesto dedicó mucho tiempo, tanto como escritor como voraz lector y estudioso, no le confirió la fama que él sin duda deseó y buscó, pero sí le produjo puntuales y a veces sustanciales ganancias. También le reportó un sólido prestigio personal en la comunidad judía. Pero fueron sus ingresos como inversionista los que le proporcionaron una vida económicamente holgada, a pesar de algún importante -aunque también puntual - fracaso, que sería uno de los motivos que le llevarían a escribir Confusión de confusiones.
Por eso convendrá adentrarnos, siquiera sea someramente, en el mundo de las finanzas de aquella Ámsterdam.
La primera Bolsa. Compañía por acciones. De la burbuja de los tulipanes a ‘Confusión de confusiones’
Para
entender mejor todo esto, debéis saber que participan en este negocio tres
clases de personas, unos como príncipes,
otros como mercaderes, y los últimos
como jugadores. (Confusión de confusiones,
1.3).
En el siglo XVII se
consolidan los imperios ultramarinos. Europa se convierte en una potencia
colonial fruto del capitalismo comercial, que había encontrado una auténtica
mina en el descubrimiento y colonización de nuevas tierras. El comercio de especias (valiosas por
diversos motivos) siempre fue una actividad de gran rentabilidad. Y, dejando
aparte las Indias Occidentales, monopolizadas por España y Portugal y en las
que no se cultivaban especias, Ámsterdam lideró el mercado hasta entonces
fundamen-talmente en manos de las repúblicas italianas de Génova y
Venecia. Una de las claves del éxito
neerlandés, y seguramente la principal, fue la creación de la primera compañía
por acciones. Esto es fruto de una mentalidad capitalista, en cuyas raíces - según
Max Weber - está el protestantismo.
Este es el
escenario: los grandes retos humanos, las grandes empresas, necesitan un
soporte económico para el que no siempre es fácil encontrar bolsillos
dispuestos a financiarlos. El Estado suele ser una posibilidad, y Cristóbal
Colón, buscando una nueva ruta hacia las Indias que le llevara a las ansiadas
especias había conseguido algo más de un siglo antes la colaboración de la
Corona de Castilla. Otros aventureros conseguían
o disponían de recursos privados. En todo caso, como resume Álvarez Nogal,
era imposible que una sola fortuna financiase
cualquiera de estas compañías (…). La solución consistió en constituir
compañías por acciones, superando las viejas fórmulas medievales (…). Las
compañías por acciones eran frecuentes en el ámbito marítimo (…) pero muchas
veces se limitaban a subdividir la propiedad de las embarcaciones (…) Esa
multipropiedad permitía repartir beneficios (…) pero en ningún caso daba origen
a compañías por acciones, ni esas participaciones se comercializaban de forma
activa (…) La novedad holandesa consistió en que las empresas buscaron
financiación vendiendo participaciones en el mismo mercado donde a diario
también se comercializaban los títulos de deuda pública del Gobierno.
(2015:77).
Así nació
la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (Verenigde Oostindische
Compagnie, VOC), fundada en 1602 y disuelta en 1795. Verdadera multinacional,
fue la mayor y la más imponente de las empresas comerciales europeas de la era
moderna que operaron en Asia, y la primera en salir a bolsa. Sus acciones se emitieron en
1602 a un precio nominal de tres mil florines, y en 1688, año de publicación de Confusión de confusiones, su valor se
había multiplicado por seis.
En 1621,
se crearía también la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales
(Geoctroyeerde West-Indische Compagnie, WIC) para el mercado norteamericano,
dado que el del sur de aquel continente seguía monopolizado por España y
Portugal.
Las
acciones, también llamadas partidas,
por representar una parte de la
propiedad, proporcionan normalmente a su titular (al igual que hoy) dos clases de
rendimientos. En primer lugar, y para cuyo fin fueron concebidas, los dividendos,
que se producen cuando la sociedad obtiene beneficios y los reparte. En segundo
lugar, las plusvalías que pueda generar la venta de tales acciones
cuando su precio de venta supera al que se pagó por su adquisición. El primero de estos casos, el de los dividendos,
sería el que De la Vega denomina negocio de "príncipes": compran las
acciones, y se limitan a esperar el cobro de tales rendimientos si es que estos
se producen. El segundo (fijar la atención en una eventual plusvalía) es
más propio de mercaderes o comerciantes. Ahora bien, cuando de este negocio
centrado en la plusvalía se hace un juego, convirtiendo a los mercaderes en
tahúres especuladores, estaríamos en un tercer supuesto: el de los
"jugadores" (1.3); caso en el que, por la vehemencia y ambición propia
del accionista, se generan normalmente mayores riesgos con las consiguientes
dosis de azar, dando lugar a menudo a complejas, extrañas y aun engañosas operaciones
y estrategias que, cuando las cosas vienen mal dadas, acaban con el jugador
ahogado (ahorcado) en manos de desaprensivos prestamistas. De ahí que el Mercader acabe diciendo: "pues yo
me quedo en mis sombras, sin pretender ser maravillas", y el Filósofo, a su vez, elija plantarse en
sus "precisiones teológicas"(1.3).
Lo normal
sería que el precio de las acciones estuviera en consonancia con la
rentabilidad de la empresa, de modo que si esta produce abundantes beneficios,
las acciones deberían aumentar su precio. Y viceversa: si el negocio o empresa
va mal, las acciones deberían cotizarse a la baja. Sin embargo, la especulación hace que el
valor real de la empresa, de un lado, y
sus acciones, de otro, acaben por llevar caminos dispares y hasta opuestos. Ocurre así que las acciones de una empresa
que va mal aumenten de precio o, al contrario, que las de una empresa que va
bien, bajen. El inversor, pues, no solo piensa en el precio actual de las
acciones sino sobre todo en la evolución del mismo en el futuro. Y ahí está el
elemento azaroso que hace de esto un juego especulativo, en el que se puede
ganar o se puede perder debido a numerosos e incontrolables motivos y
circunstancias. A veces, el jugador acierta y gana. Otras, pierde.
Esta disparidad
entre el coste y el valor real de las acciones, es lo que siempre ha ocurrido
con el resto de las cosas: que su precio puede acabar resultando totalmente
ficticio por desproporcionado respecto a su verdadero valor, algo que suele
ocurrir especialmente cuando aparecen en el mercado productos innovadores que
se consideran muy provechosos o ventajosos para la sociedad. Estos atraen la
admiración y curiosidad general, que culmina en una fiebre compradora de los
inversores provocando la consiguiente alza en los precios o cotizaciones, fruto
de la inexorable ley de la oferta y la demanda. A esta sobrevaloración se la
conoce como burbuja porque de una
auténtica burbuja se trata, cuyo interior por grande que parezca desde fuera
solo alberga aire. Humo. Y esta ficción se puede sostener durante cierto
tiempo, pero lo normal es que, tarde o temprano, cuando los inversionistas
adquieren verdadera conciencia de semejante desproporción, exageración y
dislate, la fiebre compradora se convierta en vendedora y el precio de las
acciones o el de cualquier otro producto se desplome (crack). La burbuja explota y el mercado quiebra.
Eso es lo
que ocurrió con la conocida como tulipomanía
o crisis de los tulipanes, que acabó
pinchando en el año 1637. Se trata de la primera gran burbuja económica de la
historia, como consecuencia de los bulbos de tulipán. Esta exótica flor se puso
de moda en Europa, y provocó tal euforia, que todo el mundo quiso enriquecerse
con ella. Todos plantaban y encargaban
bulbos. Muchos hasta abandonaron sus trabajos para enriquecerse con este
negocio. Además, en los Países Bajos se había conseguido tal cantidad de
variantes y colores por medio de cultivos experimentales, que alcanzaron
precios absolutamente descabellados. Hasta que al final, impuesta la cordura y
sensatez, la efervescencia amainó, a lo que ayudó la peste bubónica que asoló a
la nación en 1636, y se pasó de pagar con una lujosa mansión un solo bulbo a
quedar desierta la venta de un lote de medio kilo por 1250 florines. El pánico
se apoderó de todo el mundo, la fiebre compradora se tornó en vendedora y la
economía neerlandesa quebró.
También De
la Vega, como ya se ha dicho, fue víctima de una mala inversión. Y a ello se refiere
el Accionista cuando el Mercader, en referencia a un desplome
padecido en los años 1687-1688, se interesa por «los motivos por los que las acciones acabaron en tan inaudita
catástrofe, cayendo en tan breve tiempo por tan lamentable precipicio». (4.6).
Aunque Fernando J. Pancorbo
advierte que, «si se atiende a las estadísticas mercantiles de 1687 y 1688, no
se deberían considerar estos dos años como los peores, puesto que la caída de
los beneficios no es demasiado acusada. En realidad, Confusión de confusiones, en este sentido, solo retrata el varapalo
que sufrió Penso como accionista a causa de una operación financiera
fraudulenta». (2019b:149). Apreciación de todo punto compatible con
lo expresado por García de la Rasilla,
cuando mantiene que, en realidad, muchas de las situaciones y circunstancias de
la crisis bursátil detalladas por De la Vega en Confusión de confusiones, las extrae precisamente de la famosa
burbuja de los tulipanes de 1637, estando toda la obra impregnada de esas
especulaciones, resultando curioso «que un erudito como de la Vega y en su
libro tan completo sobre las operaciones de Bolsa, las maniobras y la
especulación no se refiera a esta burbuja tan comentada después por otros
autores». (2012:55).
Este revés
económico personal de De la Vega, reiteramos, es el que está en la raíz de Confusión de confusiones. Algo que, por
lo demás, sabe afrontar con energía, erudición, literatura y humor.
Género y estilo. Idioma y mentalidad
El diálogo, como
género literario, se inicia con Platón y se revitaliza durante el Renacimiento,
siendo nuestra obra un ejemplo más de dicha revitalización. Porque, aunque haya
críticos que lo cuestionen, en Confusión
de confusiones concurren los ocho elementos esenciales del género: (i) unos
personajes discuten sobre el asunto elegido; en este caso el juego de la Bolsa
de Ámsterdam. (ii) A diferencia del drama, el diálogo carece de toda acción que
no sea el propio debate. (iii) Ni siquiera existe o se describe un espacio o
escenario geográfico en que tal diálogo haya de producirse o desarrollarse,
adoleciendo igualmente de (iv) una total ausencia de acotaciones o indicaciones
del autor. Además, (v) los personajes son o deben ser muy pocos (en nuestro
caso tres). Normalmente (vi) uno de ellos es el experto en la materia y los
otros, en general, discípulos, aunque también pueden ser colegas o simplemente
amigos interesados en la cuestión. (vii) El primero dirige y modera el debate,
y (viii) entre todos, confrontando sus ideas, avanzan en el análisis
esclareciendo cuantos detalles y dudas se suscitan, sugiriendo ideas, hipótesis y puntos de vista
que enriquecen y avanzan en la visión y conocimiento del asunto. En nuestro
caso, el Accionista sería el experto,
y el Mercader y el Filósofo los discípulos que quieren
conocer mejor el juego de la Bolsa y las múltiples y curiosas conductas y
sensaciones humanas que en él se suscitan. Debaten sobre la conveniencia,
necesidad u oportunidad del propio mercado de las acciones, su finalidad, y
cómo se desarrolla en la práctica: ajustándose a dicha finalidad o
adulterándola y degradándola. Evidentemente, el contenido sobre el que versa el
diálogo no altera su propia naturaleza, como podría ocurrir en otros géneros.
No. En el diálogo cabe todo aquello que se preste a polémica, reflexión y
discusión, y que fruto de tal confrontación que sus varias perspectivas aportan
consiga nuevas visiones e hipótesis que ahonden en el conocimiento de la
materia tratada, su naturaleza, efectos, utilidad y necesidad. Los personajes
son limitados porque limitadas han de ser las perspectivas con que se aborde el
asunto, si la dialéctica pretende ser - y en el diálogo debe serlo - verdaderamente
operativa y constructiva. Puesto que, además de la del perito en la materia, la
visión menos experta de los profanos será también más fresca y distanciada y
servirá de acicate y contrapunto a la más firme y experimentada pero también más
deformada, encorsetada y amanerada del maestro.
A pesar de
ello, se ha llegado a hablar de Confusión
de confusiones como un tratado de Bolsa, género que quien más acertadamente
lo ha descartado, y además de modo concluyente, ha sido Torrente Fortuño (1980:58-59): «Confusión de confusiones (…) no es obra
de un economista ni de un historiador ni de un mercantilista. Falta temática
para ser un tratado, falta sistematización, valora de modo muy diverso los
componentes de la institución bursátil, carece del menor estudio sobre fuentes,
no tiene ningún aparato jurídico». También se ha dicho que es una miscelánea o
un florilegio, por la enorme cantidad de autores, citas y datos históricos y
hasta científicos que reseña. Y por eso acierta Rey
Hazas cuando afirma que Confusión
de confusiones es mucho más que todo esto. Que estamos ante un diálogo misceláneo enciclopédico: «un
diálogo y simultáneamente una miscelánea barroca, pariente por tanto de las
silvas y jardines del XVI y de obras enciclopédicas más cercanas del XVII», donde
tiene cabida «todo el saber universal sin problemas porque el tema era el
universo mismo; si no, casi daba igual porque recurrían al tópico del pequeño
mundo, del hombre como un mundo abreviado». (2015:154). Y aquí es donde radica la importancia, la
trascendencia de la obra. Un tratado sería interesante, sí; especialmente dada
la novedad y el momento que describe y en que se escribe. Pero no emanaría de
él, como emana de nuestro diálogo, ese saber humanístico universal con que su
autor lo impregna, invitándonos a un apasionante viaje por la historia occidental;
especialmente de su pensamiento. Porque, con ocasión de hablar de la Bolsa, De
la Vega aprovecha para introducirnos en la psicología humana.
Por lo
demás, las discusiones sobre los géneros no dejan de ser vanas disputas. Primero,
porque un género es solo una mera herramienta analítica o didáctica para
examinar y ubicar contextualmente una obra; y, segundo, porque nunca existe una
obra puramente adscrita a uno de esos géneros o categorías instrumentales. Toda
obra literaria es híbrida en este sentido, porque toda obra literaria está
salpicada de múltiples estilos e influencias. Por muy apartado que el autor
crea estar de todo pasado cultural, el adanismo, en cuanto tal, la plena
ausencia de referencias, resulta de todo
punto imposible.
Y, género
aparte, yendo estrictamente a las formas, baste decir que en la propia Dedicatoria late ya el estilo barroco
pretendido y conseguido por De la Vega. Un estilo afectado, retorcido, que no
busca tanto la eficacia y transmisión del mensaje (que también), como una
narcisista exhibición de la erudición de su autor. Y ello por mucho que intente
disimularlo, como lo intenta por boca del Accionista,
cuando afirma: «prefiero enfadaros por
entenderme que desesperaros por no haberlo conseguido». (2.12).
Mayor interés tiene la condición de judío
sefardí de nuestro autor y la elección del idioma español para esta obra - y en
general, para casi todas -. Y a este respecto, Jospeh Pérez nos recuerda que «en todos los ámbitos de la diáspora
marrana se nota un verdadero entusiasmo por la lengua y la literatura española
(…) pero donde más se aprecia la cultura española de los sefardíes es en los
Países Bajos, más de un siglo después de la expulsión. Entre los marranos de
Ámsterdam, el hebreo estaba reservado a la liturgia; la lengua que se usaba en
la vida cotidiana - privada y pública - era el portugués; el castellano se
consideraba por antonomasia como la lengua de la literatura y de los
conocimientos científicos (…) Esto se ve a las claras en la familia de Spinoza:
allí, se rezaba en hebreo, se hablaba portugués, pero se leía y se estudiaba en
castellano». (Pérez,
2005:262-263). Sobre esta cuestión, ver también Jesús Gómez (2018): La identidad literaria del sefardí Joseph
de la Vega en su diálogo 'Confusión de confusiones' (1688). En última
instancia, es nuestro propio autor quien considera el español como su lengua, y
así lo manifiesta de modo expreso en el Prólogo al lector de Rumbos peligrosos (1683b).
Ahora
bien, convendrá puntualizar que, sin restar ninguna importancia al idioma, este
no determina necesariamente la pertenencia a una concreta cultura, como en este
caso sería la española, y más concretamente la de nuestro Siglo de Oro, adscrip-ción
tan a menudo reivindicada por gran parte de la crítica. Y como muestra baste recordar
un dato suficientemente esclarecedor: entre las muy abundantes referencias a
cuestiones de tipo histórico-religioso, en Confusión
de confusiones no se menciona ni una sola vez el nombre de Jesucristo. Solo
en una ocasión se alude a Él, y además no - por supuesto - como el Mesías
esperado sino como un Profeta (4.4), algo que contrasta con las casi sesenta
veces que nombra a Sansón o las cuarenta que lo hace a David. Es más, cuando en el Diálogo Segundo (2.12) refiere un prodigio acaecido en 1593 por el que los rayos de sol se
presentaron en Viena, Praga, y Witemberg, «en formas diversas a la vista, ya de
palma, ya de pilar, ya de nave, ya de obelisco, ya de espada, ya de lanza, ya
de corona», omite, no creemos que ni por desconocimiento ni por desliz, la
forma de la cruz, también avistada por muchos según afirma Rivadeneyra (aunque
este sitúe el suceso dos años antes, en 1591). Entendemos, en
definitiva, que la mentalidad y cultura de De la Vega es plenamente judía, barnizada
por el puritanismo calvinista entonces imperante en Ámsterdam. Y en este
sentido estamos con Carmen Baños Pino,
quien atinadamente ha analizado esta cuestión, posicionándose abierta y
concluyentemente al sostener que José de la Vega ni es un autor español, ni
puede considerársele como un representante del pensamiento público español:
«las muestras de juicio moral que hace cuando valora el juego de las acciones
están impregnadas por la ideología calvinista holandesa. Es cierto que vitupera
las malas artes de los accionistas, cuando las llama la razón de la sinrazón,
pero también es cierto que a él le parece muy bien el azar como parte
integrante del juego de las acciones (…) José de la Vega, además, está al
margen de las doctrinas económicas de los escolásticos españoles (…) La
justificación moral que da de la estructura formal de la Bolsa cuyo objetivo es
obtener ganancias con el capital invertido está dentro de esos moldes
calvinistas que ven en la riqueza el justo premio del espíritu emprendedor. Y
esto va por caminos completamente diferentes a los de la doctrina del justo
precio desarrollada por la Escuela de Salamanca. En ningún momento demuestra
conocimiento ni hace alusión a doctrinas económicas de autores españoles como
las de Luis de Molina, como las de Tomás de Mercado, quienes habían analizado
minuciosamente la vida económica de su tiempo. Si las hubiese conocido, en
ellas hubiese encontrado un magnífico contrapunto para compararlas con este
otro nuevo mercado de acciones». (2021 : 1:13’ss). Por eso -viene a concluir la
propia autora -, tampoco puede decirse que España pecara de abandono o dejadez
respecto a una obra que ni era española, ni de un autor español, ni tuvo
siquiera en su época la más mínima repercusión. Saliendo así al paso de una de
tantas acusaciones vertidas al abrigo de la omnipresente leyenda negra española[4].
El arte también como terapia
Confusión de confusiones ya se ha dicho que describe las operaciones y el ambiente del mercado
bursátil de Ámsterdam, la Compañía Oriental de las Indias Holandesas, y un
supuesto y reciente crack de la misma.
Y lo hace con un lenguaje vivo, mordaz, barroco, irónico y brillante, trazando
a la vez un auténtico retrato del alma y la psique humanas, ilustrado y
sustentado por esbozos, tesis y opiniones literarias, científicas y filosóficas
de los más grandes poetas, humanistas y pensadores del mundo occidental. Desde
Homero a Calderón, de Demócrito o
Heródoto a Francisco Hernández de Toledo o Juan Eusebio Nieremberg, de
Aristóteles a Tesauro… Y, en fin, de la Torá al Quijote. Y con semejante
autopsia de la entraña y psique humanas, afloran virtudes y vergüenzas,
extrayendo reflexiones y conclusiones que trascienden a su propia época y a los
saberes del momento, proyectándose inevitablemente sobre futuros descubri-mientos.
Porque, como también ha quedado dicho - puntuales invenciones modernas aparte -
el alma humana es siempre la misma, y de hecho todos aquellos autores ya lo
habían dicho todo, o casi todo. Solo algún descubrimiento - o más bien matices,
de nuevo matices - se echa en falta: el freudiano inconsciente, quizá. Que, por
lo demás, ya se encuentra perfilado en Shakespeare, puesto que el mapa
freudiano de la mente ya estaba en el dramaturgo inglés, limitándose Freud a
describirlo en prosa[5]. Pero a Shakespeare -fallecido apenas cuatro
décadas antes de que De la Vega viera la luz - no se le nombra en Confusión de confusiones… Sin embargo,
cuánto Shakespeare y cuánto Freud, cuánto estudio del inconsciente, cuánto ello y cuánto yo y superyó hay en las finanzas
conductuales (behavioral economics),
en los errores (los sesgos cognitivos
y el ruido) descritos por Daniel Kahneman
ya en pleno siglo XX, como también lo hubo -avant
la lettre - en el casto José del Génesis,
interpretando los sueños del Faraón.
En definitiva, José de la Vega, se enfrenta en Confusión de confusiones a todos sus fantasmas, que son los
nuestros, escarbando en las bondades y miserias del ser humano: El juego del hombre. Y, sobre todo, lo
hace - además de con toda la erudición que su sólida formación le permite - con
la amargura de un puntual y particular fracaso económico suyo. Porque en
realidad, según los historiadores no hubo entonces ningún crack en la Compañía de las Indias Orientales. Sí un importante
naufragio que, junto a otras circunstancias, condujo a algunos como él a la
adopción decisiones financieras erróneas. (4.6) Y eso es lo que le llevó a la
descripción y disección pormenorizada del comportamiento humano y, en especial,
de los mecanismos que subyacen e influyen en toda toma de decisiones.
Sirviéndose, eso sí, de las conductas observadas durante en la verdadera
depresión vivida años atrás: la ya comentada tulipomanía.
Cierto que toda obra artística es como un vómito de su autor, que
derrama en ella muchos de sus demonios y obsesiones. Y en este sentido, Confusión de confusiones, que por
supuesto es una obra literaria, no deja de tener también para el propio De la
Vega esa función terapéutica del médico psicoanalista al que todo se le cuenta
y todo lo descubre para que, al dar con la raíz del mal, el propio paciente
pueda conjurar sus frustraciones. Es por eso que nuestra obra también supuso
para su autor un saludable desahogo, al analizar desde tres voces y
perspectivas - las tres propias, las tres suyas - los aciertos y decisiones que
le acarrearon aquel revés financiero: las voces del Accionista, el Mercader y
el Filósofo. De la Vega todavía está muy lejos de ese
análisis, ese monólogo interior del que Shakeaspeare será maestro. Tampoco es,
ni pretende ser, un poeta en sentido estricto. Pero cierto es que algo de
poesía emana de esa queja, de ese lamento, expresado con un peculiar humor que
planea sobre la obra de principio a fin. Un humor a veces negro, pero siempre
balsámico.
Humor… ¿judío? De Job a los hermanos Coen
Yo
aborrecía el instituto hebreo tanto como la escuela pública y ahora os
explicaré por qué. En primer lugar, jamás acepté todo ese tema de la religión.
Ni siquiera creía que hubiera Dios;
tampoco pensaba que, en el caso de que sí existiera, estaría convenientemente
a favor de los judíos. El cerdo me encantaba. Detestaba las barbas. Además se
escribía al revés.
(Woody Allen: A
propósito de nada, p. 43).
Se habla y se ha
escrito mucho sobre el humor judío. Y, de hecho, son numerosos los humoristas
judíos, como son numerosos los artistas, economistas, músicos, arquitectos,
comerciantes y albañiles hebreos. Pero lo primero que habría que preguntarse es
si realmente existe un humor, un dolor, un amor, un carácter y unos
sentimientos esencialmente, judíos. Y aquí volvemos forzosamente al
Eclesiastés: Nada nuevo bajo el sol.
Pero también hay o puede haber importantes variaciones de matiz, adjetivas,
derivadas. No esenciales. Y son estas, o pueden ser, las que confieren unas
determinadas y características peculiaridades. Pero solo de matiz. Las
calificaciones, las definiciones son siempre y en todo caso peligrosas. Hablar de los españoles, como hablar de los
franceses, es algo a lo que estamos acostumbrados, pero realmente ni todos los
españoles son iguales ni lo son los franceses, ni los rusos, ni los chinos. Y
hasta los miembros de una misma familia suelen ser muy diferentes entre ellos.
Habrá, sí, algunos caracteres genéricos en cada pueblo, pero siempre serán meramente
adjetivos.
Un
concreto sufrimiento por la muerte de un ser querido, ese punzante dolor que
nos produce, nos equipara a todos los humanos sin distinción más que cualquier
pertenencia a una zona geográfica o a un momento histórico concreto.
Se puede
decir que la personalidad del pueblo judío, en cuanto pueblo perseguido,
marginado y eternamente extranjero, tiene ciertas connotaciones muy
particulares que, además, por herencia, por transmisión, suelen heredarlas
ulteriores generaciones aunque no hayan vivido la experiencia del extrañamiento.
Es entonces cuando concluimos que esas concretas situaciones imprimen carácter.
Si uno nace en la tierra de sus padres y vive y crece en ella, vive integrado,
sin problemas, sin especiales traumas. Pero aquellos que han tenido que
emigrar, han padecido el reto de la integración en una sociedad a la que no
pertenecen. Y según en qué sitios y en qué épocas, además, esa integración ha
podido ser más o menos dificultosa, cuando no imposible, si no sangrienta. Y
estas dificultades o imposibilidades activan determinados mecanismos de
defensa, especialmente y en lo que aquí nos importa, psíquicos: desconfianza,
ímpetu, fortaleza, empeño, astucia, tacto… Inteligencia, en suma. Y también humor. Y, por supuesto, un humor
avispado, perspicaz. Porque es un humor que sirve de conjura y defensa frente a
un exterior adverso que agrede y margina. Para sobrevivir socialmente. Pero
también para que esas circunstancias no nos derriben interiormente. Nada nuevo.
Oigamos la voz de una autoridad de
autoridades, Sigmund Freud (por
cierto, también judío):
El humor no es resignado, es opositor; no sólo
significa el triunfo del yo, sino también el del principio de placer, capaz de
afirmarse aquí a pesar de lo desfavorable de las circunstancias reales.
(1992:158-159).
Por eso Theodor Reik cree descubrir
una triada de características esenciales de los
chistes judíos, sellos de distinción que los diferencian del humorismo de otros
pueblos. Reflejan una especie de intimidad humana, sus procesos mentales siguen
una línea de antítesis y uno se ríe de ellos, pero no son alegres. Esta última
característica es reconocida incluso por un conocido proverbio de los judíos de
Europa Oriental: "El doctor también hace reír". (1994:225).
Solo en
este sentido de respuesta y defensa (no precisamente alegre, pero sí cómica),
parece factible hablar de un humor estrictamente judío; que será, por lo demás,
igual al de todo humano que experimente ese mismo tipo de agresiones, presiones
o adversidades. Y muchas de ellas, incluso, también quedarán marcadas en otras
generaciones que no las padezcan, porque ese carácter impreso se habrá ido
transmitiendo a otras gentes y a otras generaciones, de modo más o menos
consciente. El pueblo judío, además, se caracteriza, precisamente, por esa
transmisión, por esa tradición. Se
podrá argüir por ello que los hebreos tienen más marcadas esas características
porque es un pueblo más cerrado y reservado, y que ese exceso de tradición es
una muestra palpable de su personalidad. Pero eso es confundir el efecto por la
causa, puesto que, precisamente, esa arraigada tradición no es sino una
defensa, consecuencia de las presiones y adversidades padecidas: los marginados
se solidarizan (se hacen sólidos, son uno) formando una sola familia, y no solo
por lazos estrictamente consanguíneos, pues la adversidad une tanto o más que
la sangre. Y esa solidaridad, para que sea más fuerte, se convierte no solo en
una solidaridad puntual o coyuntural, sino que se proyecta generacionalmente
para no olvidar. Eso es la tradición (traditio).
Y todos
estos caracteres impresos son los que pueden apreciarse con mayor o menor grado
en judíos más o menos desarraigados. Los
que los conserven más intactos serán los judíos más militantes, practicantes u
ortodoxos. Los que no, se alejarán más pero siempre quedará un mínimo poso, ya
sin resquemor, sin resentimiento, que a menudo hasta reconocerán con una
sonrisa más o menos amarga.
Es por
ello que el humor judío vendría a ser más bien de tipo irónico, más o menos
suave, pero siempre perspicaz, siempre inteligente y, por ello, ya de entrada,
comienza por reírse incluso (o sobre todo) por aquello que le es más propio.
Porque el
humor más inteligente comienza haciendo broma de uno mismo. Es posible, por lo
demás, que el humor occidental en general esté marcado por ese estilo judío, porque
siempre ha bebido en sus fuentes. Desde el Job bíblico a los hermanos Coen.
Desde la tradición literaria hasta la industria cinematográfica. Y el ejemplo
cinematográfico no puede ser más representativo, no solo por su capital influencia
durante todo el siglo XX, sino porque ya los grandes estudios de Hollywood eran
propiedad de judíos, y muchos de los autores, actores, y directores más
emblemáticos han sido judíos. Hemos mentado a los hermanos Coen, ya en el siglo
XXI, pero en la pasada centuria tenemos los ejemplos que mejor demuestran esta
evidencia: Adolph Zukor (fundador de la Paramount); Carl Laemmle (de la
Universal); Louis B. Mayer (de la
Metro); Hermanos Warner (de la Warner Brothers); y los autores y actores Elia
Kazan, Charlie Chaplin, Hermanos Marx, y Woody Allen. Ejemplos que ponen de
manifiesto, además, la realidad de que, si realmente existió alguna vez un
humor específicamente judío, hoy día, por mor del séptimo arte, este se habría
extendido y confundido con el resto de pueblos y hasta civilizaciones.
Y para
concluir con cierta sonrisa, extraer tres ejemplos de este especial e
inteligente humor de Confusión de
confusiones, subrayando en todo caso que no solo se detecta en determinadas
y concretas anécdotas o chistes, sino que fluye por toda la obra, jugando con
las palabras, las expresiones y los significados, y forzando el lenguaje de un
modo verdaderamente magistral.
El primero
de ellos es una sátira sobre la inutilidad de determinados conocimientos:
El hijo de un mísero genovés regresó de las
escuelas de Pavía, y al pedirle el padre algunos indicios de lo que allí había
aprendido, le respondió el joven haber conseguido tanta sutileza que hasta podía demostrarle que los dos huevos que se
estaba comiendo eran en realidad cuatro. Porque siendo el dos un número binario
y siendo que todo número binario se compone de dos unidades, juntando estas dos
unidades al número binario harían cuatro, por ser cuatro dos veces dos. Quedó
absorto el viejo de oír las sofisticadas e inútiles agudezas en que había
perdido el tiempo, la meditación y el dinero; y queriéndole demostrar que valía
más lo rustico de su entendimiento que lo refinado de su silogismo, sorbió los
dos huevos, diciendo: «Bien, pues me como yo los dos que puso la gallina, y
ahora te comes tú los otros dos que fabricó la dialéctica». (3.3.6)
El segundo
ejemplo hace referencia a lo
ininteligible de las acciones, cuyas fluctuaciones son siempre
impredecibles. Algo que compara con este aparentemente absurdo:
Areteo narra como algo extraordinario que un
melancólico se cure de sus delirios al contemplar con fruición a una doncella,
pareciéndole maravilloso que a un loco le sirviera para recobrar el juicio lo
que a tantos cuerdos se lo hace perder. (2.4).
Por último,
una escena casi cinematográfica que perfectamente podrían representarla cualquiera
de los hermanos Marx (Harpo, evidentemente, comunicándose por señas):
Alguien quiere
enterarse de lo que pasa en una rueda [corro]. Introduce la cabeza entre los brazos de los
que la forman (sufriendo ciertos olores desagradables bajo esos brazos), oye
que se ofrece ocho por las acciones, sin que nadie compre; da una vuelta, y
entrando por otro lado, como si no hubiera oído nada y tuviera orden de compra
sin importar el precio, empieza a ofrecer ocho y medio; se animan sus secuaces,
ofrecen nueve, y a veces no deja de conseguir sus satisfacciones la treta, y
sus aplausos la jugada.(4.5).
Un humor
crudo, real, pero sobre todo humano,
demasiado humano.
La edición de ‘lecturas-hispanicas’. A modo de guía de lectura
La de lecturas-hispanicas (basada en la
original de Ámsterdam de 1688) no es una edición científica sino una versión de
carácter divulgativo. A tal efecto contiene determinadas adaptaciones para
hacer el texto más asequible al lector medio de habla española, modificando
solo lo imprescindible, y siempre respetando el original cuando el mensaje y
sentido del autor así lo requieren. Algo especialmente delicado, además, cuando
en una obra, como es el caso, el lenguaje, la fonética y las polisemias son
esenciales. En tales supuestos, se mantiene el texto original y se aclara su
sentido mediante la oportuna nota a pie de página.
Por su
carácter divulgativo, además de la adaptación al español actual, también se ha
pretendido enriquecer el texto con numerosas notas a pie de página (más de mil
setecientas), y un breve pero esencial glosario al final que recoge los
conceptos más elementales, conceptos por lo demás que ya tienen igualmente su
explicación en las referidas notas. Y es que, precisamente por dicho carácter
divul-gativo, no se escatiman determinadas reiteraciones y redundancias, ni
explicaciones, indicaciones o referencias que pueden resultar muchas veces
hasta triviales, sacrificando a menudo el laconismo del rigor erudito por la
explicación extensa, de tal modo que las notas sirvan como orientación y guía
de lectura para el lector profano. Algo
a lo que también ayuda muy eficazmente la división de cada uno de los cuatro
diálogos de que se compone la obra en varios subepígrafes temáticos. Supone
esto cierto atrevimiento pero ya experimentado en lecturas-hispanicas, y con buenos resultados, en la edición de los Diálogos del orador de Cicerón (2013).
Porque el título de cada epígrafe no solo ayuda a la comprensión del contenido
que encierra, sino que también permite en el índice general obtener una visión
esquemática y de conjunto de la obra que, además, contribuye igualmente a una
cómoda navegación por la totalidad del texto.
En todo
caso la edición de lecturas-hispanicas
también ha pretendido ser rigurosa, puesto que el rigor no solo no está ni debe
estar reñido con la divulgación, sino que dota a esta de una férrea efectividad,
si lo que se persigue es que el lector que se acerca a la obra alcance a
conocerla bien y en profundidad, tanto en sus mínimos aspectos técnicos como en
los estéticos o artísticos. Máxime teniendo en cuenta que al lector interesado,
aun profano, se le presume un buen nivel cultural ya solo por dicho
acercamiento.
Y en esa vocación de alcanzar un exhaustivo conocimiento de
estos diálogos, se ha realizado un especial esfuerzo para localizar las fuentes
de las abundantísimas citas que constantemente adornan y refuerzan las
explicaciones, sentidos y tesis que el autor pone en boca de sus personajes. A este respecto, la edición parte de dos
capitales antecedentes que se complementan entre sí: la de M. F. J. Smith de 1939, y la
de Ricardo A. Fornero de 2013. La primera
contiene numerosas referencias bibliográficas a pie de página, mientras que la
segunda suele recoger el texto concreto de la cita (cosa que echa en falta en
la de Smith), pero omitiendo
en general toda referencia bibliográfica. Por eso, la edición de lecturas-hispanicas, ha conseguido,
además de localizar nuevas fuentes, reseñar textualmente las citas completas, y
referenciar detalladamente la procedencia de cada una con remisión a la
amplísima bibliografía contenida a lo largo de casi cincuenta páginas, al final
del volumen. Solo en contadas excepciones que expresamente se mencionan, no se
ha podido dar con una concreta cita.
De modo que tanto el lector medio como el especializado
cuenta también con un extraordinario arsenal de citas y fuentes, así como con
abundantes explicaciones o interpretaciones que la crítica ha ido forjando sobre las mismas. Y, en algunos
casos, también con una propuesta de interpretación propia, siempre con cautela
y sometida a la mejor opinión de expertos y estudiosos que quieran seguir
ahondando en esta interesante obra.
Y en estos tiempos, lo más interesante de una bibliografía
es que nos permite navegar por este enorme bagaje documental, dado que hoy día
la mayor parte de las obras (muchas de ellas auténticas joyas y reliquias de la
cultura occidental) pueden consultarse, leerse y estudiarse gracias a internet.
En última instancia, la edición intenta acercar al lector
actual el mensaje expresamente pretendido por De la Vega:
Tres motivos tuvo mi ingenio para tejer estos
diálogos que espero consigan el titulo de curiosos. El primero, entretener el
ocio, con algún deleite que no desluzca lo modesto. El segundo, describir (para
los que no lo ejercen) un negocio que es el más real y útil que se conoce hoy
en Europa. Y el tercero, pintar con el pincel de la verdad las tramas con que
lo ejercen los pícaros que lo mancillan, para que a unos sirva de delicia, a
otros de advertencia, y a muchos de escarmiento. (Prólogo).
Para conseguir este último objetivo, nuestro
autor, en su análisis y discusión interna, fatigado y disgustado por un
descalabro econó-mico personal, se desdobla en tres personajes, tres
mentalidades distintas y hasta opuestas que bullen en su propio interior.
Sirviendo esta dialéctica para alumbrar algunas conclusiones operativas de las
que pueda valerse el futuro inversor. Pues como tienen dicho Benjamin Graham y Warren Buffett, para invertir es necesaria la curiosidad natural
del filósofo, la visión empresarial del mercader, y el entendimiento del
mercado del accionista.
Servando
Gotor
Zaragoza,
3 de septiembre de 2022
[1] La imprenta de tipos
móviles la conoció China mucho antes. Pero resulto inoperante porque dicho
invento solo es eficaz con un alfabeto reducido como el nuestro. (Ver mi ensayo
Razones del progreso de Occidente y el
estancamiento histórico de China, en
‘Homo occidentalis’).
[2] Ver la nota introductoria de Pablo Gasós (2015:29-30) a la edición de Confusión de
confusiones de la CNMV.
[3] Sobre esta cuestión, Harm
der Boer (1995).
[4] Sobre la leyenda negra, ver Julián Juderías: La leyenda negra: Estudios acerca del
concepto de España en el extranjero (2019); William Maltby: La Leyenda Negra en
Inglaterra. Desarrollo del sentimiento antihispánico 1558-1660 (1982); Ricardo García
Cárcel: La leyenda negra. Historia y opinión. (1998), y
María Elvira Roca Barea
(2021): Imperiofobia y leyenda
negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español. (2021).
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