domingo, 6 de noviembre de 2022

CONFUSIÓN DE CONFUSIONES. EL PRIMER LIBRO SOBRE LA BOLSA (S.XVII) Edición de lecturas-hispanicas.com, adaptada al español actual, con introducción, notas, vocabulario esencial y bibliografía.

 

 

El juego del hombre. Razón y corazón. Supervivencia. ‘Nada nuevo bajo el sol’  

Confusión de confusiones, además de ser el primer trabajo sobre la Bolsa nos implica -sobre todo- en un apasionante viaje por el pensamiento, la historia y la historiografía occidental desde Heráclito hasta nuestros días. Hasta nuestros días, no tanto porque se adelante a su época sino porque el comportamiento y el pensamiento humanos, la naturaleza humana, es universal en el espacio y en el tiempo. Reímos y lloramos hoy por los mismos motivos que reían y lloraban nuestros antepasados desde que tenemos testimonio de ellos. Así que, como leemos al inicio del Diálogo Cuarto, en ese mercado no había Fonciones inmunes a la risa y el llanto, como aquel excepcional militar romano así llamado. Al contrario, seguimos llorando y riendo como lloraba Heráclito, el filósofo llorón, o reía Demócrito, el filósofo risueño.

Verdad es que muchos analistas coinciden en mostrar su asombro porque las operaciones bursátiles de hoy ya existían en la Ámsterdam del siglo XVII. Más aún, que los comportamientos hoy descritos y analizados por las finanzas conductuales (behavioral economics), racionales o pasionales, son los mismos de entonces. Pero a poco que reflexionemos, uno se asombrará de aquellos asombros porque, en definitiva, siempre topamos con los mismos perros aun con distintos collares, pues toda actuación humana, toda toma de decisiones está, y siempre lo ha estado, presidida por la razón o la intuición, o por ambas a un tiempo. Y en toda época y en todo lugar, el ser humano  - en general - ha venido actuando si no igual, sí de forma similar ante circunstancias parecidas. Evidentemente, el tiempo, la geografía, el progreso, y en general todo lo accidental, añaden matices. Pero solo matices. Y, sobre todo, lo que añaden son etiquetas y clasificaciones, poniendo nombre a las diversas conductas y ordenándolas; en definitiva, clasificando, sistematizando, con arreglo - todavía hoy en esencia - a aquellas pautas y categorías (predicamenta)  marcadas por Aristóteles, quien tampoco inventó nada sino que se limitó a analizar, descubrir, poner nombres y organizar no solo la conducta humana sino todo el Universo. Nada más y nada menos. Añadió, eso sí, y esta será su más revolucionaria aportación, una herramienta (órganon) esencial para el progreso: el silogismo, instrumento que posibilita (o lo intenta) la verificación humanamente objetiva de todo argumento. Ahí nace la ciencia, algo a lo que enseguida volveremos.

Lo cierto es que ni las conductas de aquellos mediadores o corredores (así llamados porque corrían con información o en busca de información de un lado a otro, o de un corro a otro), ni las de aquellos jugadores de Ámsterdam, ni las descripciones que de ellas hizo De la Vega, constituían, ya entonces, novedad alguna. Y él lo sabía, y no hace más que repetirlo. Cambiaba el contexto: aquel nuevo mercado (el de las acciones), la época, el marco geográfico y social, el idioma... Sí. Pero la naturaleza y trasfondo, las formas y contenidos de las disputas, las estrategias, los lances, los faroles y las argucias, eran y son las mismas con las que el hombre, desde que es hombre, se ha venido empleado en toda contienda (agón). Somos iguales cuando negociamos la compra de una mula, que la de un tractor, un smartphone, unas acciones o un bulbo de tulipán. Y somos los mismos cuando planeamos una estrategia de compra o de venta, que cuando discutimos sobre cualquier cosa, emprendemos ciertas batallas, o tomamos determinado tipo de decisiones. Cambiarán los instrumentos, las herramientas; cambiaran ciertas formas, pero siempre nos valdremos de las mismas armas: la razón y la intuición, el cerebro y el corazón: razón y corazón (sinrazón). Y con los mismos modos de siempre: la honradez y la indecencia, la lealtad y la perfidia, la astucia y la torpeza, la intriga y la probidad, la ambición desmedida y la equilibrada, la rapidez o la parsimonia. Y también, como siempre, unas veces acertaremos el tiro, y otras (las más) lo erraremos. Así, desde que el mundo es mundo. Y basten como muestra las palabras del inversor húngaro André Kostolany (1906-1999), referidas al célebre José bíblico (el Casto José), quien vendido por sus hermanos acabó siendo ministro del Faraón, gracias - quizá preludio de Freud - a los sueños y sus interpretaciones:

 

José de Egipto (…) se dedicó a especulaciones verdaderamente arriesgadas y hasta peligrosas. Este hábil consejero de finanzas del Faraón supo sacar a tiempo las debidas consecuencias de los sueños de su señor con las siete vacas gordas y las siete vacas flacas. Durante los siete años de abundancia decidió almacenar grandes cantidades de cereales que, después, durante los siete años de escasez, volvió a poner en el mercado a un precio mucho más alto. Ciertamente que hasta hoy día no se sabe con certeza si José, hace ya cuatro mil años, fue el padre genial de la planificación económica, pues guardó los excedentes de cosecha para cubrir los posteriores déficits, o si —honni soit qui mal y pense [maldito el que piense mal]— fue, sencillamente, el primer especulador de la historia, que se limitó a comprar una mercancía barata para venderla más cara cuando llegó a escasear. (Kostolany, 2012).

 

Maniobra que nuestro mercantilista José de Benito calificó de «bella operación alcista». En efecto: ya en el Génesis, la primera narración del Libro de las tres religiones.

Y es por todo esto que De la Vega, seguramente consciente de esta universalidad, nos invita a un viaje extraordinario por la apasionante historia y los libros de nuestra cultura occidental. Demostrándonos que siempre fue así. Y lo hace reiterada y conti-nuadamente, comparando las conductas de los inversores de su época con las de los protagonistas de las más antiguas gestas y desgracias, incluida la que nos costó la pérdida del Paraíso, cuando alude al engaño y la ambición desmedida de algunos inversores a los que,

 

como a Adán, les agrada el cetro, y los tientan las serpientes para ser, también como Adán, más de lo que pueden, y acabar siendo después menos de lo que son. (1.8).

 

Y acertadamente califica la negociación bursátil como un juego, y la compara con el que seguramente es el juego más antiguo de naipes en Europa, el conocido como juego del hombre:

 

A este negocio se le llama generalmente juego, y yo digo que este juego es el del hombre; bien porque todos aspiran en él a ser hombres, bien porque todos entran en él, bien porque en esta baraja tiene tanto valor la espadilla, bien por lo que tienen algunos de matadores, bien por lo que se atiende a los reyes, o bien porque cada figura puede ser un tesoro y cada carta un triunfo. (Dedicatoria).

 

En realidad, se trata del irremediable juego al que naturalmente todos estamos condenados: el de la supervivencia.

Y esa evolución social colectiva, solo en lo accidental, también se constata en el crecimiento de toda persona individualmente considerada. Porque desde niños en nuestros juegos, en nuestros retos cotidianos, contra nuestros propios padres, nuestros propios amigos y enemigos, contra nuestros propios preceptores, nos valemos de las mismas artimañas, urdimos las mismas tretas y argucias que con la edad y la experiencia iremos puliendo y perfeccionado para seguir subsistiendo. Ese es el juego del hombre. De todo hombre. Nada nuevo bajo el sol:

 

¡Vanidad de vanidades! - dice Cohélet -, ¡vanidad de vanidades, todo vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? Una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece. Sale el sol y el sol se pone; corre hacia su lugar y allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira hacia el norte; gira que te gira sigue el viento y vuelve el viento a girar. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al lugar donde los ríos van, allá vuelven a fluir. Todas las cosas dan fastidio. Nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír. Lo que fue, eso será; lo que se hizo, ese se hará. Nada nuevo hay bajo el sol. Si algo hay de que se diga: «Mira, eso sí que es nuevo», aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron. (Eclesiastés, 1, 2-10)

 

 

Europa: el matiz


En sustancia, pues, siempre lo mismo. No sabemos si es que todo es eternamente uno (lo mismo), o es que seres y aconteceres se repiten circularmente en ese eterno retorno al que tantas vueltas le han dado los filósofos. En todo caso, es solo - y nada menos que - en los matices donde se  expresa la diferencia. Y esos sí los aporta el paso del tiempo y la cultura.  Esa cultura occidental por la que Confusión de confusiones puede guiarnos.  

Europa. Siempre Europa. ¿Y por qué? Porque es aquí donde se fraguó el progreso humano hacia unas cotas de bienestar jamás alcanzadas en ninguna otra parte del orbe. Algo de todo punto indiscutible, eficazmente resumido por Max Weber ya a principios del siglo pasado, al constatar que solo en Occidente hay ciencia, ciencia racional verificada, stricto sensu: astronomía, geometría, ciencias naturales (química, bioquímica, etc.); historia, derecho. Y solo en Occidente ha conseguido germinar una expresión, una profundidad y un análisis y estructuras racionales sin parangón. En el arte: música (armonía, contrapunto, orquestas estructuradas racionalmente, escritura – pentagrama -, sonatas, sinfonías, ópera…), arquitectura (bóveda gótica funcional...), pintura… Solo Occidente ha concebido universidades y academias para el cultivo sistematizado y racional de las especialidades científicas, la formación del ‘especialista’… Solo en Occidente resultó factible la imprenta de tipos móviles (con todas sus consecuencias)[1]. Solo en Occidente se forjó el Estado estamental, con parlamentos de representantes del pueblo elegidos, partidos con expectativas de gobierno, y todo estructurado por una Constitución racional y una administración de funcionarios especializados. Y solo en Occidente se ha generado un sistema de capitalismo también racional que, con independencia de cómo haya podido degenerar, descansa en la expectativa de una ganancia debida al juego de recíprocas probabilidades de cambio formalmente libres (sin esclavos) y pacíficas (sin violencias).

A todo lo cual, y desde la perspectiva de nuestros tiempos habría que añadir los progresos originados por las diversas revoluciones que Max Weber o no conoció o, si las conoció, no llegó a comprobar su ulterior y más profundo alcance.

Lo cierto es que todo ello ha servido para que, aun con abundantes corruptelas y hasta perversiones (inherentes a la naturaleza humana), haya sido Occidente el crisol donde han germinado las sociedades con mayor bienestar personal (salud y libertad) y social (una organización y una convivencia seguras y garantes). O, lo que es lo mismo, con mayor bienestar humano. Y aprovechando todo este bagaje cultural y científico, el resto de civilizaciones. Otras civilizaciones que pronto nos adelantarán si no lo han hecho ya. Superación o superaciones, en todo caso, cimentadas esencialmente en esa tradición europea a partir de la cual habrá que esperar que, tomando el testigo, continúen y mejoren nuestro legado. Algo que tampoco es nuevo: Roma acabó con Grecia, pero seducida por Grecia, al igual que los bárbaros destruyeron Roma, pero salvando y asumiendo finalmente todo el legado helenístico (incluso durante la erróneamente calificada como negra Edad Media).

Bien, pues uno de los recorridos que Confusión de confusiones nos propone discurre precisamente por los recovecos de estos cimientos hasta la época (su época) del Barroco, en lo formal. Pero - se insiste – extensible hasta nuestros días en lo estrictamente humano y universal. Y el testimonio que posibilita este maravilloso grand tour por el universo humano está fundamentalmente en los libros. Ellos constituyen el vehículo que nos conducirá en nuestro apasionante viaje,  diestramente pilotado por un José Penso de la Vega amante del mundo, del hombre y de su expresión más característica, que como tal lo define y diferencia: la palabra, el logos, la letra. La literatura. Pero ¿cómo se las ingeniaban estos eruditos para disponer, ya en aquella época de tantos libros, de tanta información?

 

 

Libros, bibliotecas, universo

 

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas.

(J.L. Borges: La biblioteca de Babel)

 

Andan nuestros confusos tiempos indeleblemente marcados por internet, sin duda la invención más revolucionaria de la humanidad desde la imprenta. Hoy, el curioso y estudioso dispone de una información hasta ahora solo imaginada. Puede navegar por miles de libros y documentos de cientos de archivos y bibliotecas de todos los tiempos y todos los espacios, haciendo realidad, y hasta superando, aquella biblioteca infinita de Babel ideada por Borges. Y sin moverse de su asiento, frente al ordenador, o desde su tablet o smartphone. En este último caso, acarrea su archivo infinito allá donde va, porque lo lleva en su bolsillo. Con una velocidad de búsqueda de resultados inmediatos que le transporta no a la ficha del documento sino al documento mismo. Y si el texto se visualiza con caracteres diminutos, puede ampliarlo cómodamente a su gusto o necesidad, sin valerse de lupas ni lentes. Y si se le muestra en idiomas desconocidos, incluso puede traducirlo en cuestión de segundos, mediante traductores algorítmicos que día a día se van perfeccionando, porque día a día se enriquecen con nuevos significados y sentidos, nuevas variantes y nuevos giros.

Ante semejante prodigio, aún llama más la atención saber cómo se las podían arreglar aquellos eruditos del Renacimiento o del Barroco para disponer y disfrutar de todos esos libros por los que navegaron, tan caros de conseguir no solo por su precio sino también por su escasez, y ello aun teniendo en cuenta que desde la aparición de la imprenta las publicaciones ya se habían multiplicado exponencial-mente. Cualquier drama de nuestro Siglo de Oro aparece salpicado de citas eruditas más o menos explícitas, más o menos literales. Evidentemente, la respuesta está en que contaban ya con buenas bibliotecas, públicas y privadas. Pero, sobre todo, siempre podían recurrir a obras enciclopédicas, misceláneas y polianteas, auténticos arsenales de los que echar mano y servirse. Mero recurso, en todo caso. Y abusar de él no parecía estar bien visto. De hecho, el prota-gonista de nuestra obra, el Accionista, amonesta al Mercader en estos términos:

 

Leísteis dos polianteas, de las que memorizasteis tres galanterías, cuatro agudezas, seis historias. Hojeasteis como mucho el diccionario poético de Estienes, el geográfico de Ortelio, el filosófico de Géclenio, el químico de Rolando, el matemático de Dasipodio, y el etimológico de Fungero, y os permitís por ello afirmaciones como que Aristóteles no fue suficientemente profundo, ni Séneca tan moral, ni Néstor más suave, ni Isócrates más atento, ni Hipérides más agudo, ni Demóstenes más vehemente ni Tesauro más erudito. (2.12).

 

Pero de todo se servían aquellos sabios voraces.

Las polianteas (literalmente: diversas flores), eran colecciones misceláneas enciclopédicas para artistas y estudiosos con dichos, tópicos y los más variados materiales entresacados de las fuentes clásicas griegas y latinas, y de la Biblia. Confeccionadas especial-mente en latín entre los siglos XVI y XVIII, fueron germen de erudición para todos ellos. Y resulta en todo caso evidente que el propio De la Vega se sirvió de unas cuantas[2]. Y entre las enciclopedias en lengua castellana de su época, echó mano especialmente de las de Alessandro Tassoni (1565-1635) y Eusebio de Nieremberg (1595-1658).

Con todo, resulta evidente que De la Vega se sirve y disfruta o  deleita con estas recopilaciones. Como también resulta evidente que disponía de una nutrida y variada biblioteca personal, así como que tenía acceso a otras bibliotecas de familiares y amigos que compartían con él similares motivaciones literarias. Solo así consigue hacer de Confusión de confusiones un magnifico catálogo de citas y referencias de lo más florido de todos los tiempos entonces conocidos.  Abarcando, además, las más diversas materias: historia, geografía, física, aritmética, literatura, lógica, filosofía etc.  Y todo orientado especialmente a describir y sobre todo explicar la conducta humana. Consiguiendo así ese interesante compendio de la mentalidad occidental esencialmente forjada con el hebraísmo, el helenismo y el cristianismo. Y en este último caso, a pesar de que en toda la obra, la única referencia a Jesucristo que encontramos alude a Él como Profeta (4.4), puesto que al margen de las indudables influencias de autores cristianos que se constatan en De la Vega (católicas y, sobre todo, protestantes), Confusión de confusiones, como él mismo expresa, pretendía tener la más amplia difusión:

 

He decidido traducir estos discursos al francés, para difundir más la noticia de un juego sobre el que nadie hasta hoy ha escrito aún. (2.14).

 

 No llegó a traducirse, cierto. Pero la voluntad de proyección universal de nuestro autor se hacía patente en esas líneas. Por ello llama la atención en la obra esa escasez de referencias explícitas al cristianismo, otro de los pilares esenciales de la cultura occidental. Deficiencia solo comprensible bajo la presión de la fuerte censura imperante en la comunidad judía de Ámsterdam. Apremio que también explica el que la mayor parte de las publicaciones de De la Vega (como las de otros sefardíes) figuren impresas en Amberes, cuando en realidad habían sido estampadas en la capital holandesa[3].

 

Por lo demás, todo apunta a que la idea inicial de la obra hundiera sus raíces, como luego veremos, en una concreta ruina personal por él sufrida, una mala inversión por una decisión errónea; que tal fracaso, le moviera a trasladar al papel su experiencia, las causas y los errores cometidos. De modo que, con visos de manual o tratado, sirviera a los demás de advertencia, tal y como afirma en el Prólogo, pintando

 

con el pincel de la verdad las tramas con que lo ejercen los pícaros que lo mancillan, para que a unos sirva de delicia, a otros de advertencia, y a muchos de escarmiento.

 

En todo caso, por las razones que fueran, aunque muy especialmente por aquel afán divulgador y universal expresamente confesado y pretendido, De la Vega iluminó lo que inicialmente quiso ser un mero desahogo personal por su fracaso y una advertencia para los demás, con ejemplos y metáforas extraídas del inmenso arsenal de propuestas y soluciones que la cultura occidental escrita encierra.

 

Dicho lo cual, podemos acercarnos ya a nuestro autor y a su contexto histórico, que por lo demás no deja de ser el resultado práctico hasta entonces de aquella tradición cultural europea y, especialmente, mediterránea. 

 

 

El autor y su obra. Bruma y confusión

 

José de la Vega (1650-1692) es un judío sefardí con raíces en la Península Ibérica,  seguramente de origen portugués o gallego. Todo él, aun a pesar de que existen numerosos testimonios escritos propios y ajenos sobre su persona, está envuelto en cierta suerte de bruma y hasta confusión, empezando por los diferentes nombres con que firma sus obras.

A este respecto es necesario recordar que muchos hebreos españoles se veían obligados a cambiar de nombre para ocultarse de las persecuciones de que eran objeto.  Pero es que, además, en el pueblo judío los nombres tienen más importancia que en otros, porque su lengua, su idioma, es para ellos una lengua santa. Con ella creó Dios el universo. Las 22 letras del álef-bet (su alfabeto) representan 22 formas diferentes de la energía vivificante de Dios, penetrando en el cosmos y dotándolo de vida. El Génesis sugiere - y hasta el evangelista Juan así lo vio - que Yahvé creó todo exclusiva-mente con su palabra: «Dijo Dios: 'Haya luz', y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó a la luz 'día', y a la oscuridad 'noche'». (Génesis, 1, 3-5). Primero es, pues, el nombre, la palabra, y luego el ser: «porque conforme a su nombre, así es». (Samuel, 25.25). Por eso hay un midrash (interpretación de textos sagrados) que dice que cuando completemos nuestros años en este mundo y nos enfrentemos al juicio del cielo, se nos preguntará si hicimos honor a nuestro nombre. Todo esto puede explicar, pues, esa tendencia de los hebreos a cambiarse de nombre: porque dicho cambio supone también un cambio en ellos mismos y en su fortuna. La Torá (el Pentateuco) contiene suficientes ejemplos: Abram, pasó a llamarse Abrahám (Génesis 17:5); Sara, Sarai (Génesis, 17:14) Jacob, Israel (Génesis, 32:29) etc. No debe extrañarnos, pues, que nuestro propio autor emplee diversos nombres para firmar sus obras, aunque algunas veces, seguramente las más, también por razones de oportunidad: Joseph de la Vega; Joseph Penso; Joseph Penso de la Vega; o José Penso Félix, o Joseph de la Vega Pasariño. Pues bien, tanto Rumbos peligrosos (volumen con tres novelas) como Confusión de confusiones, los firmó como Iosseph de la Vega, apellido español de la madre, que también se acostumbraba a poner a los hijos que como De la Vega nacían en segundo lugar. Y este apellido ya comporta por sí mismo dos referencias literarias españolas de fuste: la del príncipe de los poetas castellanos, el lírico Garcilaso y la del afamado dramaturgo (cómico) Lope, tal y como consta en la décima escrita por Simón de Barrios, en el Digno elogio que precede a las tres narraciones de Rumbos peligrosos:

 

Cómico el VEGA primero

Lyrico el segundo, son

Del Parnaso admiración,

Y maravilla el tercero.

  

La segunda confusión la encontramos en el lugar de su nacimiento. La mayor parte de los autores sostienen que fue en Espejo (Córdoba), pero otras localidades como Ámsterdam y Lisboa se disputan esta procedencia que, últimamente, Fernando J. Pancorbo (2019b:13) sitúa en Hamburgo. Como se ha dicho, De la Vega fue el segundo de los diez hijos que tuvieron Isaac Penso Félix y Esther de la Vega, judíos conversos con un buen estatus económico. Por eso, y seguramente también por sonar más a español, firmó como De la Vega, especialmente, Confusión de confusiones, que pretendía ser su libro de mayor difusión y proyección geográfica. El español era su lengua y, además, estaba de moda.

La tercera confusión se centra en el supuesto encarcelamiento de Isaac, el padre, y su ulterior salida de España con su familia. Respecto al apresamiento, no se conoce con certeza la causa. Si bien la mayoría de los autores señalan que fue por problemas económicos, otros aluden a que pudo ser acusado de falso judío converso (marrano), o por ambas circunstancias a la vez.  Lo cierto es que, Isaac y Esther, dejaron España. Y es la datación de este preciso momento de abandono de la Península Ibérica lo que divide a historiadores y biógrafos para concretar si fue anterior o posterior al año 1650, en que nació nuestro autor. Torrente Fortuño (1980:27) afirma que Isaac «logró salir en 1650 y desde Lisboa se dirigió a Amberes, Middelburgo y Ámsterdam». Otros añaden que entre Middelburgo y Ámsterdam, vivieron en Hamburgo. Y, de hecho, en las actas de la diáspora de Hamburgo, consta que el 1 de septiembre de 1652 Isaac fue nombrado Parnás de la comunidad sefardí de la ciudad (algo así como administrador o gobernador), lo que acredita que difícilmente pudiera ser un recién llegado; motivo este - junto con otros argumentos - que es el que ha llevado a Pancorbo (2019b:13) a concluir que José de la Vega pudo haber nacido en esta ciudad alemana.

Una cuarta confusión, más bien sombra, se produce durante todo ese periodo entre Amberes y el asentamiento en Ámsterdam. Apenas hay noticias de esta época, pero resulta indudable que la familia estuvo económicamente bien situada. Lo que posibilitó que José de la Vega pudiera adquirir una recia formación humanística. Incluso, quienes mantienen que nació en la Península Ibérica le atribuyen estudios en Córdoba y Alcalá de Henares.

En Ámsterdam, la familia también se integró rápidamente en la poderosa comunidad sefardí allí residente (la nueva Jerusalén del norte), plaza que acabaría siendo el centro mundial del intercambio comercial y en la que se creó, a principios del siglo XVII, la Compañía de las Indias Orientales, cuyo mayor accionariado estaba precisamente en manos de estos judíos procedentes de la Península Ibérica. Isaac Penso se convirtió entonces en una figura importante del mundo de las finanzas, y en un notable mecenas, llegando incluso a fundar una jeschiba o academia religioso-cultural denominada Keter Torah. Y el joven José de la Vega también escribirá en este periodo, con solo 17 años su primera obra: un drama alegórico en hebreo, titulado ’Asîrê ha-Tiqwâ (Prisioneros de la esperanza).

En seguida, en 1674 o 1675, viaja a Livorno para atender negocios familiares regentados por su hermano Abraham. Tampoco son muy precisos los datos que tenemos de esta época, si bien se sabe que fue aquí, en la Toscana, donde tuvo tres hijos con su mujer, Ribca, y donde adquirió una consistente experiencia como comerciante, amén de estar plenamente integrado en la comunidad hebrea, en la que - al igual que su padre en Hamburgo - llegó a ostentar el cargo de Parnás entre 1677 y 1682. Pero sobre todo, estos años serían cruciales «para forjar su personalidad como rétor [maestro orador], fruto de las relaciones literarias y de las provechosas lecturas de los principales autores del Barroco italiano, a los cuales no solo tomó como ejemplo y modelo a la hora de escribir sus propias obras, sino que incluso los tradujo al castellano». (Pancorbo, 2019b:164). Siendo aquí, igualmente, donde participará en la fundación de la academia de los Sitibundos (sedientos), institución literaria, a imitación de las italianas, muy admirada en círculos europeos, en la que contando con el visto bueno de la comunidad hebrea se pronunciarán discursos y se debatirá sobre asuntos literarios, todo ello con vocación divulgadora y de fomento artístico e investigador. Su presencia aquí resultará decisiva para su dedicación literaria, pero siempre sobre la base económica que le proporciona su principal actividad profesional como hombre de negocios.

En 1683 se ve obligado a regresar precipitadamente a Ámsterdam, no se sabe exactamente por qué, aunque una de las razones (sin duda la fundamental) fue la grave enfermedad de su padre que a la postre acabó con su vida el 24 de marzo de aquel mismo año.  Lo cierto es que va a ser aquí, en Ámsterdam, donde la carrera literaria de José de la Vega adquirirá un especial empuje. De hecho, es también en este año cuando firma su primera obra: la ya citada Rumbos peligrosos, resultando decisiva su participación, incluso como secretario, en la academia de los Floridos, fundada por el mecenas Manuel Belmonte, con una fuerte influencia de la academia de los Sitibundos de Livorno, en la que también había participado este último como juez literario.  Y será también en esta etapa cuando publicará la mayor parte de sus obras, algunas de las cuales ya habría escrito o comenzado a escribir en la Toscana, si bien tales publicaciones - como ya se ha apuntado - tendrán un carácter clandestino, figurando falsamente como impresas en Amberes, para eludir así la recia censura de la comunidad hebrea de Ámsterdam. En este contexto se publicará, en 1688, Confusión de confusiones.

De la Vega fallecerá cinco años después, probablemente a causa de uno de aquellos frecuentes ataques de gota de los que se queja en el propio Diálogo Cuarto, con el típico sarcasmo que salpica toda la obra, «porque parece que la fortuna quiere que sepan todos de qué pie cojeo». (4.5). Tampoco la fecha exacta de su muerte es un dato pacífico, aunque todo apunta al 13 de noviembre de 1693. 

 

Su legado literario nos deja numerosas obras, todas ellas en español (salvo la primera ya citada, Asiré ha-Tikvah - Los prisioneros de la esperanza - ): unas oraciones fúnebres por la muerte de sus padres, varios discursos académicos y diversas prosas y panegíricos. Porque De la Vega era un obligado prosista dadas sus nulas dotes por él mismo reconocidas para el verso en su ‘Prólogo al lector’ de Fineza de la amistad (la primera de las tres novelas de Rumbos):

 

También te apunto que los versos (porque tengo más de Orador que de Poeta) son de mi amigo el Insigne Capitán Don Miguel de Barrios, a quien supliqué que me adornase con sus flores, los asuntos bosquejos que le di para ellos. (1683b).

 

Pero nuestro autor fue, ante todo, un inversionista.  Vivió como tal, no solo por cuenta propia sino también asesorando y mediando como corredor de Bolsa. La actividad literaria, a la que por supuesto dedicó mucho tiempo, tanto como escritor como voraz lector y estudioso, no le confirió la fama que él sin duda deseó y buscó, pero sí le produjo puntuales y a veces sustanciales ganancias.  También le reportó un sólido prestigio personal en la comunidad judía.  Pero fueron sus ingresos como inversionista los que le proporcionaron una vida económicamente holgada, a pesar de algún importante -aunque también puntual - fracaso, que sería uno de los motivos que le llevarían a escribir Confusión de confusiones. 

Por eso convendrá adentrarnos, siquiera sea someramente, en el mundo de las finanzas de aquella Ámsterdam.

 

 

 

La primera Bolsa. Compañía por acciones. De la burbuja de los tulipanes a ‘Confusión de confusiones’

 

 

Para entender mejor todo esto, debéis saber que participan en este negocio tres clases de personas, unos como príncipes, otros como mercaderes, y los últimos como jugadores. (Confusión de confusiones, 1.3).

 

En el siglo XVII se consolidan los imperios ultramarinos. Europa se convierte en una potencia colonial fruto del capitalismo comercial, que había encontrado una auténtica mina en el descubrimiento y colonización de nuevas tierras.  El comercio de especias (valiosas por diversos motivos) siempre fue una actividad de gran rentabilidad. Y, dejando aparte las Indias Occidentales, monopolizadas por España y Portugal y en las que no se cultivaban especias, Ámsterdam lideró el mercado hasta entonces fundamen-talmente en manos de las repúblicas italianas de Génova y Venecia.  Una de las claves del éxito neerlandés, y seguramente la principal, fue la creación de la primera compañía por acciones. Esto es fruto de una mentalidad capitalista, en cuyas raíces - según Max Weber - está el protestantismo.

Este es el escenario: los grandes retos humanos, las grandes empresas, necesitan un soporte económico para el que no siempre es fácil encontrar bolsillos dispuestos a financiarlos. El Estado suele ser una posibilidad, y Cristóbal Colón, buscando una nueva ruta hacia las Indias que le llevara a las ansiadas especias había conseguido algo más de un siglo antes la colaboración de la Corona de Castilla.  Otros aventureros conseguían o disponían de recursos privados. En todo caso, como resume Álvarez Nogal,

 

era imposible que una sola fortuna financiase cualquiera de estas compañías (…). La solución consistió en constituir compañías por acciones, superando las viejas fórmulas medievales (…). Las compañías por acciones eran frecuentes en el ámbito marítimo (…) pero muchas veces se limitaban a subdividir la propiedad de las embarcaciones (…) Esa multipropiedad permitía repartir beneficios (…) pero en ningún caso daba origen a compañías por acciones, ni esas participaciones se comercializaban de forma activa (…) La novedad holandesa consistió en que las empresas buscaron financiación vendiendo participaciones en el mismo mercado donde a diario también se comercializaban los títulos de deuda pública del Gobierno. (2015:77).

 

Así nació la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (Verenigde Oostindische Compagnie, VOC), fundada en 1602 y disuelta en 1795. Verdadera multinacional, fue la mayor y la más imponente de las empresas comerciales europeas de la era moderna que operaron en Asia, y la primera  en salir a bolsa. Sus acciones se emitieron en 1602 a un precio nominal de tres mil florines, y  en 1688, año de publicación de Confusión de confusiones, su valor se había multiplicado por seis.

En 1621, se crearía también la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales (Geoctroyeerde West-Indische Compagnie, WIC) para el mercado norteamericano, dado que el del sur de aquel continente seguía monopolizado por España y Portugal.

Las acciones, también llamadas partidas, por representar una parte de la propiedad, proporcionan normalmente a su titular (al igual que hoy) dos clases de rendimientos. En primer lugar, y para cuyo fin fueron concebidas, los dividendos, que se producen cuando la sociedad obtiene beneficios y los reparte. En segundo lugar, las plusvalías que pueda generar la venta de tales acciones cuando su precio de venta supera al que se pagó por su adquisición.  El primero de estos casos, el de los dividendos, sería el que De la Vega denomina negocio de "príncipes": compran las acciones, y se limitan a esperar el cobro de tales rendimientos si es que estos se producen. El segundo (fijar la atención en una eventual plusvalía) es más propio de mercaderes o comerciantes. Ahora bien, cuando de este negocio centrado en la plusvalía se hace un juego, convirtiendo a los mercaderes en tahúres especuladores, estaríamos en un tercer supuesto: el de los "jugadores" (1.3); caso en el que, por la vehemencia y ambición propia del accionista, se generan normalmente mayores riesgos con las consiguientes dosis de azar, dando lugar a menudo a complejas, extrañas y aun engañosas operaciones y estrategias que, cuando las cosas vienen mal dadas, acaban con el jugador ahogado (ahorcado) en manos de desaprensivos prestamistas. De ahí que el Mercader acabe diciendo: "pues yo me quedo en mis sombras, sin pretender ser maravillas", y el Filósofo, a su vez, elija plantarse en sus "precisiones teológicas"(1.3).

Lo normal sería que el precio de las acciones estuviera en consonancia con la rentabilidad de la empresa, de modo que si esta produce abundantes beneficios, las acciones deberían aumentar su precio. Y viceversa: si el negocio o empresa va mal, las acciones deberían cotizarse a la baja.  Sin embargo, la especulación hace que el valor real de la empresa, de un lado,  y sus acciones, de otro, acaben por llevar caminos dispares y hasta opuestos.  Ocurre así que las acciones de una empresa que va mal aumenten de precio o, al contrario, que las de una empresa que va bien, bajen. El inversor, pues, no solo piensa en el precio actual de las acciones sino sobre todo en la evolución del mismo en el futuro. Y ahí está el elemento azaroso que hace de esto un juego especulativo, en el que se puede ganar o se puede perder debido a numerosos e incontrolables motivos y circunstancias. A veces, el jugador acierta y gana. Otras, pierde.

Esta disparidad entre el coste y el valor real de las acciones, es lo que siempre ha ocurrido con el resto de las cosas: que su precio puede acabar resultando totalmente ficticio por desproporcionado respecto a su verdadero valor, algo que suele ocurrir especialmente cuando aparecen en el mercado productos innovadores que se consideran muy provechosos o ventajosos para la sociedad. Estos atraen la admiración y curiosidad general, que culmina en una fiebre compradora de los inversores provocando la consiguiente alza en los precios o cotizaciones, fruto de la inexorable ley de la oferta y la demanda. A esta sobrevaloración se la conoce como burbuja porque de una auténtica burbuja se trata, cuyo interior por grande que parezca desde fuera solo alberga aire. Humo. Y esta ficción se puede sostener durante cierto tiempo, pero lo normal es que, tarde o temprano, cuando los inversionistas adquieren verdadera conciencia de semejante desproporción, exageración y dislate, la fiebre compradora se convierta en vendedora y el precio de las acciones o el de cualquier otro producto se desplome (crack). La burbuja explota y el mercado quiebra.

Eso es lo que ocurrió con la conocida como tulipomanía o crisis de los tulipanes, que acabó pinchando en el año 1637. Se trata de la primera gran burbuja económica de la historia, como consecuencia de los bulbos de tulipán. Esta exótica flor se puso de moda en Europa, y provocó tal euforia, que todo el mundo quiso enriquecerse con ella.  Todos plantaban y encargaban bulbos. Muchos hasta abandonaron sus trabajos para enriquecerse con este negocio. Además, en los Países Bajos se había conseguido tal cantidad de variantes y colores por medio de cultivos experimentales, que alcanzaron precios absolutamente descabellados. Hasta que al final, impuesta la cordura y sensatez, la efervescencia amainó, a lo que ayudó la peste bubónica que asoló a la nación en 1636, y se pasó de pagar con una lujosa mansión un solo bulbo a quedar desierta la venta de un lote de medio kilo por 1250 florines. El pánico se apoderó de todo el mundo, la fiebre compradora se tornó en vendedora y la economía neerlandesa quebró.

También De la Vega, como ya se ha dicho, fue víctima de una mala inversión. Y a ello se refiere el Accionista cuando el Mercader, en referencia a un desplome padecido en los años 1687-1688, se interesa por «los motivos por los que las acciones acabaron en tan inaudita catástrofe, cayendo en tan breve tiempo por tan lamentable precipicio». (4.6). Aunque Fernando J. Pancorbo advierte que, «si se atiende a las estadísticas mercantiles de 1687 y 1688, no se deberían considerar estos dos años como los peores, puesto que la caída de los beneficios no es demasiado acusada. En realidad, Confusión de confusiones, en este sentido, solo retrata el varapalo que sufrió Penso como accionista a causa de una operación financiera fraudulenta». (2019b:149). Apreciación de todo punto compatible con lo expresado por García de la Rasilla, cuando mantiene que, en realidad, muchas de las situaciones y circunstancias de la crisis bursátil detalladas por De la Vega en Confusión de confusiones, las extrae precisamente de la famosa burbuja de los tulipanes de 1637, estando toda la obra impregnada de esas especulaciones, resultando curioso «que un erudito como de la Vega y en su libro tan completo sobre las operaciones de Bolsa, las maniobras y la especulación no se refiera a esta burbuja tan comentada después por otros autores». (2012:55).

Este revés económico personal de De la Vega, reiteramos, es el que está en la raíz de Confusión de confusiones. Algo que, por lo demás, sabe afrontar con energía, erudición, literatura y humor.

 

 

Género y estilo. Idioma y mentalidad

 

El diálogo, como género literario, se inicia con Platón y se revitaliza durante el Renacimiento, siendo nuestra obra un ejemplo más de dicha revitalización. Porque, aunque haya críticos que lo cuestionen, en Confusión de confusiones concurren los ocho elementos esenciales del género: (i) unos personajes discuten sobre el asunto elegido; en este caso el juego de la Bolsa de Ámsterdam. (ii) A diferencia del drama, el diálogo carece de toda acción que no sea el propio debate. (iii) Ni siquiera existe o se describe un espacio o escenario geográfico en que tal diálogo haya de producirse o desarrollarse, adoleciendo igualmente de (iv) una total ausencia de acotaciones o indicaciones del autor. Además, (v) los personajes son o deben ser muy pocos (en nuestro caso tres). Normalmente (vi) uno de ellos es el experto en la materia y los otros, en general, discípulos, aunque también pueden ser colegas o simplemente amigos interesados en la cuestión. (vii) El primero dirige y modera el debate, y (viii) entre todos, confrontando sus ideas, avanzan en el análisis esclareciendo cuantos detalles y dudas se suscitan,  sugiriendo ideas, hipótesis y puntos de vista que enriquecen y avanzan en la visión y conocimiento del asunto. En nuestro caso, el Accionista sería el experto, y el Mercader y el Filósofo los discípulos que quieren conocer mejor el juego de la Bolsa y las múltiples y curiosas conductas y sensaciones humanas que en él se suscitan. Debaten sobre la conveniencia, necesidad u oportunidad del propio mercado de las acciones, su finalidad, y cómo se desarrolla en la práctica: ajustándose a dicha finalidad o adulterándola y degradándola. Evidentemente, el contenido sobre el que versa el diálogo no altera su propia naturaleza, como podría ocurrir en otros géneros. No. En el diálogo cabe todo aquello que se preste a polémica, reflexión y discusión, y que fruto de tal confrontación que sus varias perspectivas aportan consiga nuevas visiones e hipótesis que ahonden en el conocimiento de la materia tratada, su naturaleza, efectos, utilidad y necesidad. Los personajes son limitados porque limitadas han de ser las perspectivas con que se aborde el asunto, si la dialéctica pretende ser - y en el diálogo debe serlo - verdaderamente operativa y constructiva. Puesto que, además de la del perito en la materia, la visión menos experta de los profanos será también más fresca y distanciada y servirá de acicate y contrapunto a la más firme y experimentada pero también más deformada, encorsetada y amanerada del maestro.

A pesar de ello, se ha llegado a hablar de Confusión de confusiones como un tratado de Bolsa, género que quien más acertadamente lo ha descartado, y además de modo concluyente, ha sido Torrente Fortuño (1980:58-59): «Confusión de confusiones (…) no es obra de un economista ni de un historiador ni de un mercantilista. Falta temática para ser un tratado, falta sistematización, valora de modo muy diverso los componentes de la institución bursátil, carece del menor estudio sobre fuentes, no tiene ningún aparato jurídico». También se ha dicho que es una miscelánea o un florilegio, por la enorme cantidad de autores, citas y datos históricos y hasta científicos que reseña. Y por eso acierta Rey Hazas cuando afirma que Confusión de confusiones es mucho más que todo esto. Que estamos ante un diálogo misceláneo enciclopédico: «un diálogo y simultáneamente una miscelánea barroca, pariente por tanto de las silvas y jardines del XVI y de obras enciclopédicas más cercanas del XVII», donde tiene cabida «todo el saber universal sin problemas porque el tema era el universo mismo; si no, casi daba igual porque recurrían al tópico del pequeño mundo, del hombre como un mundo abreviado». (2015:154).  Y aquí es donde radica la importancia, la trascendencia de la obra. Un tratado sería interesante, sí; especialmente dada la novedad y el momento que describe y en que se escribe. Pero no emanaría de él, como emana de nuestro diálogo, ese saber humanístico universal con que su autor lo impregna, invitándonos a un apasionante viaje por la historia occidental; especialmente de su pensamiento. Porque, con ocasión de hablar de la Bolsa, De la Vega aprovecha para introducirnos en la psicología humana.

Por lo demás, las discusiones sobre los géneros no dejan de ser vanas disputas. Primero, porque un género es solo una mera herramienta analítica o didáctica para examinar y ubicar contextualmente una obra; y, segundo, porque nunca existe una obra puramente adscrita a uno de esos géneros o categorías instrumentales. Toda obra literaria es híbrida en este sentido, porque toda obra literaria está salpicada de múltiples estilos e influencias. Por muy apartado que el autor crea estar de todo pasado cultural, el adanismo, en cuanto tal, la plena ausencia de referencias,  resulta de todo punto imposible.

Y, género aparte, yendo estrictamente a las formas, baste decir que en la propia Dedicatoria late ya el estilo barroco pretendido y conseguido por De la Vega. Un estilo afectado, retorcido, que no busca tanto la eficacia y transmisión del mensaje (que también), como una narcisista exhibición de la erudición de su autor. Y ello por mucho que intente disimularlo, como lo intenta por boca del Accionista, cuando afirma: «prefiero enfadaros por entenderme que desesperaros por no haberlo conseguido». (2.12).  

  Mayor interés tiene la condición de judío sefardí de nuestro autor y la elección del idioma español para esta obra - y en general, para casi todas -. Y a este respecto, Jospeh Pérez nos recuerda que «en todos los ámbitos de la diáspora marrana se nota un verdadero entusiasmo por la lengua y la literatura española (…) pero donde más se aprecia la cultura española de los sefardíes es en los Países Bajos, más de un siglo después de la expulsión. Entre los marranos de Ámsterdam, el hebreo estaba reservado a la liturgia; la lengua que se usaba en la vida cotidiana - privada y pública - era el portugués; el castellano se consideraba por antonomasia como la lengua de la literatura y de los conocimientos científicos (…) Esto se ve a las claras en la familia de Spinoza: allí, se rezaba en hebreo, se hablaba portugués, pero se leía y se estudiaba en castellano». (Pérez, 2005:262-263). Sobre esta cuestión, ver también Jesús Gómez (2018): La identidad literaria del sefardí Joseph de la Vega en su diálogo 'Confusión de confusiones' (1688). En última instancia, es nuestro propio autor quien considera el español como su lengua, y así lo manifiesta de modo expreso en el Prólogo al lector de Rumbos peligrosos (1683b).

Ahora bien, convendrá puntualizar que, sin restar ninguna importancia al idioma, este no determina necesariamente la pertenencia a una concreta cultura, como en este caso sería la española, y más concretamente la de nuestro Siglo de Oro, adscrip-ción tan a menudo reivindicada por gran parte de la crítica. Y como muestra baste recordar un dato suficientemente esclarecedor: entre las muy abundantes referencias a cuestiones de tipo histórico-religioso, en Confusión de confusiones no se menciona ni una sola vez el nombre de Jesucristo. Solo en una ocasión se alude a Él, y además no - por supuesto - como el Mesías esperado sino como un Profeta (4.4), algo que contrasta con las casi sesenta veces que nombra a Sansón o las cuarenta que lo hace a David.  Es más, cuando en el Diálogo Segundo (2.12) refiere un prodigio acaecido en 1593 por el que los rayos de sol se presentaron en Viena, Praga, y Witemberg, «en formas diversas a la vista, ya de palma, ya de pilar, ya de nave, ya de obelisco, ya de espada, ya de lanza, ya de corona», omite, no creemos que ni por desconocimiento ni por desliz, la forma de la cruz, también avistada por muchos según afirma Rivadeneyra (aunque este sitúe el suceso dos años antes, en 1591). Entendemos, en definitiva, que la mentalidad y cultura de De la Vega es plenamente judía, barnizada por el puritanismo calvinista entonces imperante en Ámsterdam. Y en este sentido estamos con Carmen Baños Pino, quien atinadamente ha analizado esta cuestión, posicionándose abierta y concluyentemente al sostener que José de la Vega ni es un autor español, ni puede considerársele como un representante del pensamiento público español: «las muestras de juicio moral que hace cuando valora el juego de las acciones están impregnadas por la ideología calvinista holandesa. Es cierto que vitupera las malas artes de los accionistas, cuando las llama la razón de la sinrazón, pero también es cierto que a él le parece muy bien el azar como parte integrante del juego de las acciones (…) José de la Vega, además, está al margen de las doctrinas económicas de los escolásticos españoles (…) La justificación moral que da de la estructura formal de la Bolsa cuyo objetivo es obtener ganancias con el capital invertido está dentro de esos moldes calvinistas que ven en la riqueza el justo premio del espíritu emprendedor. Y esto va por caminos completamente diferentes a los de la doctrina del justo precio desarrollada por la Escuela de Salamanca. En ningún momento demuestra conocimiento ni hace alusión a doctrinas económicas de autores españoles como las de Luis de Molina, como las de Tomás de Mercado, quienes habían analizado minuciosamente la vida económica de su tiempo. Si las hubiese conocido, en ellas hubiese encontrado un magnífico contrapunto para compararlas con este otro nuevo mercado de acciones». (2021 : 1:13’ss). Por eso -viene a concluir la propia autora -, tampoco puede decirse que España pecara de abandono o dejadez respecto a una obra que ni era española, ni de un autor español, ni tuvo siquiera en su época la más mínima repercusión. Saliendo así al paso de una de tantas acusaciones vertidas al abrigo de la omnipresente leyenda negra española[4].

 

 

El arte también como terapia

 

Confusión de confusiones ya se ha dicho que describe las operaciones y el ambiente del mercado bursátil de Ámsterdam, la Compañía Oriental de las Indias Holandesas, y un supuesto y reciente crack de la misma. Y lo hace con un lenguaje vivo, mordaz, barroco, irónico y brillante, trazando a la vez un auténtico retrato del alma y la psique humanas, ilustrado y sustentado por esbozos, tesis y opiniones literarias, científicas y filosóficas de los más grandes poetas, humanistas y pensadores del mundo occidental. Desde Homero a  Calderón, de Demócrito o Heródoto a Francisco Hernández de Toledo o Juan Eusebio Nieremberg, de Aristóteles a Tesauro… Y, en fin, de la Torá al Quijote. Y con semejante autopsia de la entraña y psique humanas, afloran virtudes y vergüenzas, extrayendo reflexiones y conclusiones que trascienden a su propia época y a los saberes del momento, proyectándose inevitablemente sobre futuros descubri-mientos. Porque, como también ha quedado dicho - puntuales invenciones modernas aparte - el alma humana es siempre la misma, y de hecho todos aquellos autores ya lo habían dicho todo, o casi todo. Solo algún descubrimiento - o más bien matices, de nuevo matices - se echa en falta: el freudiano inconsciente, quizá. Que, por lo demás, ya se encuentra perfilado en Shakespeare, puesto que el mapa freudiano de la mente ya estaba en el dramaturgo inglés, limitándose Freud a describirlo en prosa[5].  Pero a Shakespeare -fallecido apenas cuatro décadas antes de que De la Vega viera la luz - no se le nombra en Confusión de confusiones… Sin embargo, cuánto Shakespeare y cuánto Freud, cuánto estudio del inconsciente, cuánto ello y cuánto yo y superyó hay en las finanzas conductuales (behavioral  economics), en los errores (los sesgos cognitivos y el ruido) descritos por Daniel Kahneman ya en pleno siglo XX, como también lo hubo -avant la lettre - en el casto José del Génesis, interpretando los sueños del Faraón.

En definitiva, José de la Vega, se enfrenta en Confusión de confusiones a todos sus fantasmas, que son los nuestros, escarbando en las bondades y miserias del ser humano: El juego del hombre. Y, sobre todo, lo hace - además de con toda la erudición que su sólida formación le permite - con la amargura de un puntual y particular fracaso económico suyo. Porque en realidad, según los historiadores no hubo entonces ningún crack en la Compañía de las Indias Orientales. Sí un importante naufragio que, junto a otras circunstancias, condujo a algunos como él a la adopción decisiones financieras erróneas. (4.6) Y eso es lo que le llevó a la descripción y disección pormenorizada del comportamiento humano y, en especial, de los mecanismos que subyacen e influyen en toda toma de decisiones. Sirviéndose, eso sí, de las conductas observadas durante en la verdadera depresión vivida años atrás: la ya comentada tulipomanía.

Cierto que toda obra artística es como un vómito de su autor, que derrama en ella muchos de sus demonios y obsesiones. Y en este sentido, Confusión de confusiones, que por supuesto es una obra literaria, no deja de tener también para el propio De la Vega esa función terapéutica del médico psicoanalista al que todo se le cuenta y todo lo descubre para que, al dar con la raíz del mal, el propio paciente pueda conjurar sus frustraciones. Es por eso que nuestra obra también supuso para su autor un saludable desahogo, al analizar desde tres voces y perspectivas - las tres propias, las tres suyas - los aciertos y decisiones que le acarrearon aquel revés financiero: las voces del Accionista, el Mercader y el Filósofo.  De la Vega todavía está muy lejos de ese análisis, ese monólogo interior del que Shakeaspeare será maestro. Tampoco es, ni pretende ser, un poeta en sentido estricto. Pero cierto es que algo de poesía emana de esa queja, de ese lamento, expresado con un peculiar humor que planea sobre la obra de principio a fin. Un humor a veces negro, pero siempre balsámico.

 

 

 

Humor… ¿judío? De Job a los hermanos Coen

 

Yo aborrecía el instituto hebreo tanto como la escuela pública y ahora os explicaré por qué. En primer lugar, jamás acepté todo ese tema de la religión. Ni siquiera creía que hubiera Dios;  tampoco pensaba que, en el caso de que sí existiera, estaría convenientemente a favor de los judíos. El cerdo me encantaba. Detestaba las barbas. Además se escribía al revés.

(Woody Allen: A propósito de nada, p. 43).

 

Se habla y se ha escrito mucho sobre el humor judío. Y, de hecho, son numerosos los humoristas judíos, como son numerosos los artistas, economistas, músicos, arquitectos, comerciantes y albañiles hebreos. Pero lo primero que habría que preguntarse es si realmente existe un humor, un dolor, un amor, un carácter y unos sentimientos esencialmente, judíos. Y aquí volvemos forzosamente al Eclesiastés: Nada nuevo bajo el sol. Pero también hay o puede haber importantes variaciones de matiz, adjetivas, derivadas. No esenciales. Y son estas, o pueden ser, las que confieren unas determinadas y características peculiaridades. Pero solo de matiz. Las calificaciones, las definiciones son siempre y en todo caso peligrosas.  Hablar de los españoles, como hablar de los franceses, es algo a lo que estamos acostumbrados, pero realmente ni todos los españoles son iguales ni lo son los franceses, ni los rusos, ni los chinos. Y hasta los miembros de una misma familia suelen ser muy diferentes entre ellos. Habrá, sí, algunos caracteres genéricos en cada pueblo, pero siempre serán meramente adjetivos. 

Un concreto sufrimiento por la muerte de un ser querido, ese punzante dolor que nos produce, nos equipara a todos los humanos sin distinción más que cualquier pertenencia a una zona geográfica o a un momento histórico concreto. 

Se puede decir que la personalidad del pueblo judío, en cuanto pueblo perseguido, marginado y eternamente extranjero, tiene ciertas connotaciones muy particulares que, además, por herencia, por transmisión, suelen heredarlas ulteriores generaciones aunque no hayan vivido la experiencia del extrañamiento. Es entonces cuando concluimos que esas concretas situaciones imprimen carácter. Si uno nace en la tierra de sus padres y vive y crece en ella, vive integrado, sin problemas, sin especiales traumas. Pero aquellos que han tenido que emigrar, han padecido el reto de la integración en una sociedad a la que no pertenecen. Y según en qué sitios y en qué épocas, además, esa integración ha podido ser más o menos dificultosa, cuando no imposible, si no sangrienta. Y estas dificultades o imposibilidades activan determinados mecanismos de defensa, especialmente y en lo que aquí nos importa, psíquicos: desconfianza, ímpetu, fortaleza, empeño, astucia, tacto… Inteligencia, en suma.  Y también humor. Y, por supuesto, un humor avispado, perspicaz. Porque es un humor que sirve de conjura y defensa frente a un exterior adverso que agrede y margina. Para sobrevivir socialmente. Pero también para que esas circunstancias no nos derriben interiormente. Nada nuevo. Oigamos la voz de una autoridad de autoridades, Sigmund Freud (por cierto, también judío):

 

El humor no es resignado, es opositor; no sólo significa el triunfo del yo, sino también el del principio de placer, capaz de afirmarse aquí a pesar de lo desfavorable de las circunstancias reales. (1992:158-159).

 

Por eso Theodor Reik cree descubrir

 

una triada de características esenciales de los chistes judíos, sellos de distinción que los diferencian del humorismo de otros pueblos. Reflejan una especie de intimidad humana, sus procesos mentales siguen una línea de antítesis y uno se ríe de ellos, pero no son alegres. Esta última característica es reconocida incluso por un conocido proverbio de los judíos de Europa Oriental: "El doctor también hace reír". (1994:225).

Solo en este sentido de respuesta y defensa (no precisamente alegre, pero sí cómica), parece factible hablar de un humor estrictamente judío; que será, por lo demás, igual al de todo humano que experimente ese mismo tipo de agresiones, presiones o adversidades. Y muchas de ellas, incluso, también quedarán marcadas en otras generaciones que no las padezcan, porque ese carácter impreso se habrá ido transmitiendo a otras gentes y a otras generaciones, de modo más o menos consciente. El pueblo judío, además, se caracteriza, precisamente, por esa transmisión, por esa tradición. Se podrá argüir por ello que los hebreos tienen más marcadas esas características porque es un pueblo más cerrado y reservado, y que ese exceso de tradición es una muestra palpable de su personalidad. Pero eso es confundir el efecto por la causa, puesto que, precisamente, esa arraigada tradición no es sino una defensa, consecuencia de las presiones y adversidades padecidas: los marginados se solidarizan (se hacen sólidos, son uno) formando una sola familia, y no solo por lazos estrictamente consanguíneos, pues la adversidad une tanto o más que la sangre. Y esa solidaridad, para que sea más fuerte, se convierte no solo en una solidaridad puntual o coyuntural, sino que se proyecta generacionalmente para no olvidar. Eso es la tradición (traditio). 

Y todos estos caracteres impresos son los que pueden apreciarse con mayor o menor grado en judíos más o menos desarraigados.  Los que los conserven más intactos serán los judíos más militantes, practicantes u ortodoxos. Los que no, se alejarán más pero siempre quedará un mínimo poso, ya sin resquemor, sin resentimiento, que a menudo hasta reconocerán con una sonrisa más o menos amarga.

 

Es por ello que el humor judío vendría a ser más bien de tipo irónico, más o menos suave, pero siempre perspicaz, siempre inteligente y, por ello, ya de entrada, comienza por reírse incluso (o sobre todo) por aquello que le es más propio.

 

Porque el humor más inteligente comienza haciendo broma de uno mismo. Es posible, por lo demás, que el humor occidental en general esté marcado por ese estilo judío, porque siempre ha bebido en sus fuentes. Desde el Job bíblico a los hermanos Coen. Desde la tradición literaria hasta la industria cinematográfica. Y el ejemplo cinematográfico no puede ser más representativo, no solo por su capital influencia durante todo el siglo XX, sino porque ya los grandes estudios de Hollywood eran propiedad de judíos, y muchos de los autores, actores, y directores más emblemáticos han sido judíos. Hemos mentado a los hermanos Coen, ya en el siglo XXI, pero en la pasada centuria tenemos los ejemplos que mejor demuestran esta evidencia: Adolph Zukor (fundador de la Paramount); Carl Laemmle (de la Universal); Louis B. Mayer (de la Metro); Hermanos Warner (de la Warner Brothers); y los autores y actores Elia Kazan, Charlie Chaplin, Hermanos Marx, y Woody Allen. Ejemplos que ponen de manifiesto, además, la realidad de que, si realmente existió alguna vez un humor específicamente judío, hoy día, por mor del séptimo arte, este se habría extendido y confundido con el resto de pueblos y hasta civilizaciones.

 

Y para concluir con cierta sonrisa, extraer tres ejemplos de este especial e inteligente humor de Confusión de confusiones, subrayando en todo caso que no solo se detecta en determinadas y concretas anécdotas o chistes, sino que fluye por toda la obra, jugando con las palabras, las expresiones y los significados, y forzando el lenguaje de un modo verdaderamente magistral.

 

El primero de ellos es una sátira sobre la inutilidad de determinados conocimientos:

 

El hijo de un mísero genovés regresó de las escuelas de Pavía, y al pedirle el padre algunos indicios de lo que allí había aprendido, le respondió el joven haber conseguido tanta sutileza que hasta  podía demostrarle que los dos huevos que se estaba comiendo eran en realidad cuatro. Porque siendo el dos un número binario y siendo que todo número binario se compone de dos unidades, juntando estas dos unidades al número binario harían cuatro, por ser cuatro dos veces dos. Quedó absorto el viejo de oír las sofisticadas e inútiles agudezas en que había perdido el tiempo, la meditación y el dinero; y queriéndole demostrar que valía más lo rustico de su entendimiento que lo refinado de su silogismo, sorbió los dos huevos, diciendo: «Bien, pues me como yo los dos que puso la gallina, y ahora te comes tú los otros dos que fabricó la dialéctica». (3.3.6)

 

El segundo ejemplo hace referencia a lo ininteligible de las acciones, cuyas fluctuaciones son siempre impredecibles. Algo que compara con este aparentemente absurdo:

 

Areteo narra como algo extraordinario que un melancólico se cure de sus delirios al contemplar con fruición a una doncella, pareciéndole maravilloso que a un loco le sirviera para recobrar el juicio lo que a tantos cuerdos se lo hace perder. (2.4).

 

Por último, una escena casi cinematográfica que perfectamente podrían representarla cualquiera de los hermanos Marx (Harpo, evidentemente, comunicándose por señas):  

 

Alguien quiere enterarse de lo que pasa en una rueda [corro].  Introduce la cabeza entre los brazos de los que la forman (sufriendo ciertos olores desagradables bajo esos brazos), oye que se ofrece ocho por las acciones, sin que nadie compre; da una vuelta, y entrando por otro lado, como si no hubiera oído nada y tuviera orden de compra sin importar el precio, empieza a ofrecer ocho y medio; se animan sus secuaces, ofrecen nueve, y a veces no deja de conseguir sus satisfacciones la treta, y sus aplausos la jugada.(4.5).

 

Un humor crudo, real, pero sobre todo humano, demasiado humano.

 

 

 

La edición de ‘lecturas-hispanicas’. A modo de guía de lectura

 

La de lecturas-hispanicas (basada en la original de Ámsterdam de 1688) no es una edición científica sino una versión de carácter divulgativo. A tal efecto contiene determinadas adaptaciones para hacer el texto más asequible al lector medio de habla española, modificando solo lo imprescindible, y siempre respetando el original cuando el mensaje y sentido del autor así lo requieren. Algo especialmente delicado, además, cuando en una obra, como es el caso, el lenguaje, la fonética y las polisemias son esenciales. En tales supuestos, se mantiene el texto original y se aclara su sentido mediante la oportuna nota a pie de página.

Por su carácter divulgativo, además de la adaptación al español actual, también se ha pretendido enriquecer el texto con numerosas notas a pie de página (más de mil setecientas), y un breve pero esencial glosario al final que recoge los conceptos más elementales, conceptos por lo demás que ya tienen igualmente su explicación en las referidas notas. Y es que, precisamente por dicho carácter divul-gativo, no se escatiman determinadas reiteraciones y redundancias, ni explicaciones, indicaciones o referencias que pueden resultar muchas veces hasta triviales, sacrificando a menudo el laconismo del rigor erudito por la explicación extensa, de tal modo que las notas sirvan como orientación y guía de lectura para el lector profano.  Algo a lo que también ayuda muy eficazmente la división de cada uno de los cuatro diálogos de que se compone la obra en varios subepígrafes temáticos. Supone esto cierto atrevimiento pero ya experimentado en lecturas-hispanicas, y con buenos resultados, en la edición de los Diálogos del orador de Cicerón (2013). Porque el título de cada epígrafe no solo ayuda a la comprensión del contenido que encierra, sino que también permite en el índice general obtener una visión esquemática y de conjunto de la obra que, además, contribuye igualmente a una cómoda navegación por la totalidad del texto.

En todo caso la edición de lecturas-hispanicas también ha pretendido ser rigurosa, puesto que el rigor no solo no está ni debe estar reñido con la divulgación, sino que dota a esta de una férrea efectividad, si lo que se persigue es que el lector que se acerca a la obra alcance a conocerla bien y en profundidad, tanto en sus mínimos aspectos técnicos como en los estéticos o artísticos. Máxime teniendo en cuenta que al lector interesado, aun profano, se le presume un buen nivel cultural ya solo por dicho acercamiento.

Y en esa vocación de alcanzar un exhaustivo conocimiento de estos diálogos, se ha realizado un especial esfuerzo para localizar las fuentes de las abundantísimas citas que constantemente adornan y refuerzan las explicaciones, sentidos y tesis que el autor pone en boca de sus personajes.  A este respecto, la edición parte de dos capitales antecedentes que se complementan entre sí: la de M. F. J. Smith de 1939, y la de Ricardo A. Fornero de 2013. La primera contiene numerosas referencias bibliográficas a pie de página, mientras que la segunda suele recoger el texto concreto de la cita (cosa que echa en falta en la de Smith), pero omitiendo en general toda referencia bibliográfica. Por eso, la edición de lecturas-hispanicas, ha conseguido, además de localizar nuevas fuentes, reseñar textualmente las citas completas, y referenciar detalladamente la procedencia de cada una con remisión a la amplísima bibliografía contenida a lo largo de casi cincuenta páginas, al final del volumen. Solo en contadas excepciones que expresamente se mencionan, no se ha podido dar con una concreta cita.

De modo que tanto el lector medio como el especializado cuenta también con un extraordinario arsenal de citas y fuentes, así como con abundantes explicaciones o interpretaciones que la crítica ha  ido forjando sobre las mismas. Y, en algunos casos, también con una propuesta de interpretación propia, siempre con cautela y sometida a la mejor opinión de expertos y estudiosos que quieran seguir ahondando en esta interesante obra.

Y en estos tiempos, lo más interesante de una bibliografía es que nos permite navegar por este enorme bagaje documental, dado que hoy día la mayor parte de las obras (muchas de ellas auténticas joyas y reliquias de la cultura occidental) pueden consultarse, leerse y estudiarse gracias a internet.

En última instancia, la edición intenta acercar al lector actual el mensaje expresamente pretendido por De la Vega:

 

Tres motivos tuvo mi ingenio para tejer estos diálogos que espero consigan el titulo de curiosos. El primero, entretener el ocio, con algún deleite que no desluzca lo modesto. El segundo, describir (para los que no lo ejercen) un negocio que es el más real y útil que se conoce hoy en Europa. Y el tercero, pintar con el pincel de la verdad las tramas con que lo ejercen los pícaros que lo mancillan, para que a unos sirva de delicia, a otros de advertencia, y a muchos de escarmiento. (Prólogo).

 

 Para conseguir este último objetivo, nuestro autor, en su análisis y discusión interna, fatigado y disgustado por un descalabro econó-mico personal, se desdobla en tres personajes, tres mentalidades distintas y hasta opuestas que bullen en su propio interior. Sirviendo esta dialéctica para alumbrar algunas conclusiones operativas de las que pueda valerse el futuro inversor. Pues como tienen dicho Benjamin Graham y Warren Buffett, para invertir es necesaria la curiosidad natural del filósofo, la visión empresarial del mercader, y el entendimiento del mercado del accionista. 

  

Servando Gotor

Zaragoza, 3 de septiembre de 2022



[1]  La imprenta de tipos móviles la conoció China mucho antes. Pero resulto inoperante porque dicho invento solo es eficaz con un alfabeto reducido como el nuestro. (Ver mi ensayo Razones del progreso de Occidente y el estancamiento histórico de China, en ‘Homo occidentalis’)

[2]  Ver la nota introductoria de Pablo Gasós (2015:29-30) a la edición de Confusión de confusiones de la  CNMV.

[3]  Sobre esta cuestión, Harm der Boer (1995).

[4]  Sobre la leyenda negra, ver Julián JuderíasLa leyenda negra: Estudios acerca del concepto de España en el extranjero (2019); William MaltbyLa Leyenda Negra en Inglaterra. Desarrollo del sentimiento antihispánico 1558-1660 (1982); Ricardo García CárcelLa leyenda negra. Historia y opinión. (1998), y María Elvira Roca Barea  (2021):  Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español. (2021).

 [5] Ver Harold Bloom: El canon occidental. (2005b:35 y 383). 


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