Impresionantes textos sobre una cuestión siempre palpitante y propia de toda época y lugar, especialmente en los tiempos en que vivimos: la caza de brujas.
Siglo IV d.C. La Iglesia se va consolidando. Para ello y para asentar su universalidad, se hace preciso fijar con claridad y uniformidad una única doctrina, la verdadera doctrina: la que emana de una correcta interpretación de los Textos Sagrados. Las distintas heterodoxias empañan esta labor minando la autoridad heredera de san Pedro y del legado ideológico, hermenéutico y estructural, de san Pablo. Es el momento de los Padres de la Iglesia, el de los concilios y el del juicio y las condenas a las sectas heréticas. De uno de esos concilios, el celebrado en 315 en Ancyra o Angora, hoy Ankara, capital de Tur-quía, se dice que surgirá el Canon Episcopi, con una primera referencia al fenómeno de las brujas
algunas mujeres depravadas se convirtieron a Satanás; y, dejándose engañar por las ilusiones y las seducciones del mal, creen y afirman montar de noche sobre bestias, como Diana, la diosa de los paganos, o como Herodías, y atraviesan grandes extensiones de tierra a través del silencio de la noche oscura, obedeciendo sus órdenes como a un amante que requiere sus servicios nocturnos.
Leído con atención, este antiquísimo texto no
condena a quienes vuelan sobre
bestias sino a quienes "dejándose engañar
por las ilusiones y las seducciones del mal, creen y afirman montar de noche sobre bestias como Diana, la diosa
de los paganos, como Herodias"
es por ello que los sacerdotes deben predicar en
sus iglesias, con toda vehemencia dejando
claro que todas estas cosas son completamente falsas y que tales representaciones imaginarias son obra de
un espíritu maligno, no del Espíritu Santo.
Se trata por tanto de meras "representaciones imaginarias", eso sí: "obra de un espíritu maligno".
De lo que se concluye:
1º Que, por supuesto, la Iglesia, creía en la existencia del demonio o
espíritu maligno.
2º Que, no obstante, los actos y propiedades sobrenaturales que las
brujas se atribuyen o se les atribuye, no serían reales sino solo producto de
su propia imaginación.
3º Que semejantes ficciones, eso sí, estarían promovidas por el
demonio.
La verdad es que no está claro que el Canon Episcopi fuera aprobado realmente,
ni en el Concilio de Ancyra ni en ningún otro. Pero lo que resulta incuestionable
es, de un lado, su plena vigencia a lo largo de toda la Edad Media; y, de otro,
su semejanza con las tesis de San Agustín en esta materia.
Por lo demás, y esto es crucial, la diferencia entre
mantener que los hechizos sean reales o, por lo contrario, meramente imaginarios,
no es en absoluto baladí. Porque si provienen de un sueño o de una fantasía,
resultarían inocuos y no podrían ser condenados. Así, si las artes empleadas
por una bruja para que un niño muera o una tormenta de pedrisco acabe con la
cosecha del vecino son pura fantasía, la bruja no podría ser acusada aunque
luego falleciera de verdad el niño o se frustrara la cosecha del vecino. Por
tanto, el Canon Espiscopi y, en
consecuencia, la visión de San Agustín sirvieron de protección durante muchos
siglos a brujas y hechiceras, librándoles de las torturas y condenas que padecían
los acusados de herejía.
Esta visión, no obstante, empieza a cuestionarse a
partir del siglo XIII, cuando la autoridad de santo Tomás se va imponiendo a
las tesis de san Agustín, manteniéndose ahora que la magia y lo hechizos no son
en absoluto mera fantasía y, por tanto, deben ser perseguidos quienes crean lo
contrario y, por supuesto, las brujas o brujos de cuyas artes se deriven daños.
Los vuelos y hechizos pasan así a convertirse en auténticos y, en este caldo de
cultivo se gestará la caza de brujas,
cuyas bases teóricas culminan con un texto publicado en Alemania en 1487: el Malleus maleficarum, o Martillo de las brujas, verdadero manual
de inquisición y tormento, obra de dos experimentados inquisidores dominicos: Heinrich
Institoris, y Jacob Sprenger.
Evidentemente, el verdadero y grave problema con
estas prácticas mágicas no estaba en España, sino en Francia y el norte de
Europa, como bien ha destacado Caro Baroja:
Por una paradoja de las que se dan a menudo en la
Historia, Francia, país de gente razonadora y crítica por excelencia, se vio
plagada acaso más que ningún otro de Europa de esta clase de libros (…) Ninguna
parte del hermoso suelo francés se vio libre de averiguaciones sobre delitos de
Brujería y es difícil hallar debajo de las apariencias monótonas, algo que
pueda distinguir al brujo del Norte del de el Sur, y al de Occidente del de
Poniente, porque gracias a hombres como Bodín, Grégoire, Rémy, Boguet, De
Lancre y otros menos conocidos, se llegó a dar una forma definitiva al delito
de Brujería.
¿Y
qué diferencia a las brujas de las hechiceras? Para Caro Baroja, en términos generales, las
primeras formarían parte de un fenómeno colectivo y organizado y con reminiscencias
paganas que, por tanto, atentarían contra el orden social; mientras que las
hechiceras actuarían por su cuenta, de forma aislada e independiente y con fines
meramente privados. El antropólogo norteamericano Marvin Harris añade que el
fenómeno brujeril podría estar provocado por el poder establecido como un
mecanismo de defensa del propio sistema: primero, para desplazar la atención y
responsabilidades de las penurias económicas del poder a las propias brujas,
agentes inmediatos de todos los males del vecino (enfermedades, malas cosechas,
pobreza y muertes); y, segundo, y precisamente por ello y por el propio sistema
de denuncias y delaciones, para mantener al pueblo llano enfrentado y, por
tanto, segregado, al contrario de las verdaderas sectas religiosas que
enfrentadas abiertamente al poder fomentaban la unidad interna y hasta la
fraternidad entre sus miembros.
Sea
por lo que fuere, es cierto que este fenómeno brujeril, y por tanto colectivo,
apenas tiene presencia en España, donde eso sí, abundan las hechiceras
confundidas con pícaros y alcahuetas y otras gentes de malvivir. De hecho,
nuestra literatura es rica en este tipo de personajes y hasta en ridiculizar
las artes mágicas.
No
debe por ello extrañar que sea aquí precisamente donde se geste, incluso medio
siglo después de la publicación del Malleus,
un texto con iguales dosis de racionalidad que la mantenida en el viejo Canon Episcopi. Nos referimos al Tratado
por el cual se reprueban las supersticiones y supercherías, escrito en 1538
por el aragonés Pedro Ciruelo, egregio matemático y filósofo ―en palabras de
Menéndez Pelayo―, autor del primer curso de ciencias exactas que poseyó España,
y lumbrera de las Universidades de París y Alcalá: hombre de espíritu claro y
limpio de preocupaciones, a la vez que de natural cándido y de piedad sincera y
acrisolada. Con él vamos a conocer, en una relación amena y directa, el estado
de las supersticiones en la España de su época, definiendo y constatando las
artes adivinatorias propiamente dichas (falsa astrología, geomancia,
agüeros, sueños, salvas, desafíos, etc.) así como las prácticas supersticiosas
para conseguir bienes o evitar males mediante conjuros, ensalmos y hechicerías,
y el fenómeno de los poseídos por el demonio y las fórmulas detalladas para su
liberación mediante exorcismos debidamente establecidos y regulados por la
autoridad eclesiástica. Un texto, que, citando de nuevo al erudito cántabro, tiene
para nosotros gran interés por referirse exclusivamente a las cosas de
España, materia sobre la que no existe ningún otro con tanto valor histórico.
Lo cierto es que, en 1586, a solo cincuenta años de
la publicación del Malleus y su
vigencia teórica y práctica, Sixto VI prohibirá oficialmente la astrología y
otras formas de adivinación, mediante la bula Coello et terree
Creador, que no se publicaría en España hasta el
año 1612, a partir del cual se perseguirían ya de forma sistemática este tipo
de prácticas.
Y es en este contexto que se incoa el famoso proceso contra las brujas de Zugarramurdi, que
culminará con el Auto de fe celebrado en la Ciudad de Logroño los días 7 y
8 de noviembre del año de 1610. "Hoy
sabemos —dice Caro Baroja— que la
Inquisición, en este como en otros casos, fue arrastrada a actuar por el celo
de la justicia secular y por una ola de pánico de las que periódicamente
dominaban al País Vasco y que esta vez se extendió sobre la zona del extremo
noroeste de Navarra, lindante con el Labourd. Las autoridades civiles habían
realizado ya muchos arrestos e incluso habían ejecutado a varias personas
cuando la Suprema dio orden al tribunal de Logroño para que realizara una
inspección en aquella zona."
Ya en 1628, al calor todavía de este célebre Auto de fe, será el jurista catalán Antonio Iofreo (glosador y discípulo ferviente de Pedro Ciruelo) quien apostará abierta y directamente por las tesis de San Agustín en su Defensa del Canon Episcopi. Texto humano y entrañable, tan rebosante de erudición y fundamentación textual como de falta de claridad. Deficiencia que hemos intentado paliar en nuestra edición. Pero, qué más se le puede pedir a un también entrañable Iofreo tras la maravillosa perla exculpatoria que nos brinda al final:
Y no se admire algún pescador
de sílabas, si estas adiciones no van con más alto y primo lenguaje castellano,
que como el que las hizo es catalán (que es lo mejor que tiene) y el lenguaje
castellano no lo tiene por naturaleza sino por arte, y este nunca iguala a
aquella, disculpa tendrá la impropiedad e incongruencia de mis escritos.
Solamente me deje entender en lo sustancial pensando que, de la benignidad del
lector, ha de recibir (y será cosa maravillosa) pulimiento esta piedra tosca.
Y, pues fuera de las divinas letras no hay cosa tan bien escrita que no tenga
necesidad de censura y lima, remítola a quien mejor lo sintiere, pues la pasión
no deja la vista clara.
Y en la misma línea, en un plano más teórico,
aparece la voz del gran humanista Pedro de Valencia, volcada en su Discurso
acerca de los cuentos de las brujas y cosas tocantes a magia (1610). "Opina
allí —nos recuerda Menéndez Pelayo— que se debe examinar primero si los reos
están en su juicio, o si, por demoniacos, melancólicos o desesperados, han
salido de él. Parécenle los brujos más mentecatos que herejes, y opina que se
les debe curar con azotes y palos, mas no con infamias ni sambenitos. Puede ser,
añade, que el pacto sea entre ellos (los brujos y las brujas) y que estén de
acuerdo en confesar tales disparates antes que lo cierto. En su opinión, los
tales hechiceros (la cursiva es
nuestra) no son otra cosa que gentes de mal vivir, que buscaban la soledad y el
misterio para ocultar sus maleficios. Concluye Pedro de Valencia rogando que se
examinen las causas despacio y que se trate con blandura a los reos, en lugar
de exasperarlos para que confiesen desatinos y necedades. Nunca se ha impreso
este tratado -sigue Menéndez Pelayo-, y ciertamente que lo merecía. Escrito con
gran despreocupación y libertad de ánimo, era el mejor correctivo que entonces
podía oponerse a las Disquisiciones
mágicas, del P. Martín del Río, y otros libros ejusdem furfuris, que han costado más sangre a la humanidad que
todas las invasiones de los bárbaros."
En
1799 se editan los caprichos de Goya, y entre ellos, uno de los más conocidos:
el aguafuerte en el que él mismo se nos presenta durmiendo, con la siguiente
leyenda al pie: "El sueño de la razón produce monstruos". Dos años antes,
él mismo lo había descrito en estos términos: «El autor, soñando. Su yntento
solo es desterrar bulgaridades perjudiciales, y perpetuar con esta obra de
caprichos el testimonio sólido de la verdad».
Y así entramos en el siglo XIX, en que se impone ya el racionalismo y las brujas dejan de ser un problema grave en Europa (en España ya hemos dicho que nunca llegó a serlo). Existirán, como siguen existiendo, pero de otra forma, participando así en la protesta de otro tipo de movimientos que achacan la mayor parte de los males de occidente al imperio de la lógica y la razón.
* * *
En definitiva, a poco que el lector se acerque a las fuentes observará
una realidad muy distinta a la conferida por los habituales tópicos vertidos
sobre tan este triste y lamentable asunto de las brujas y los poseídos. Y, en nuestro
afán divulgador, compilamos en la presente edición ocho textos esenciales para
una cabal inmersión en el mundo de las artes mágicas, las brujas, los hechizos,
las posesiones y los exorcismos.
Intentando respetar en lo posible su tenor literal, nos hemos
permitido algunas alteraciones para acercar su lenguaje al español contemporáneo.
Han sido mínimas y, en los casos más forzados reseñamos a pie de página la
palabra u oración original que hemos modificado. Y con el mismo afán de aportar
claridad y comprensión para el lector actual no ducho en la materia, casi medio
millar de notas aportan claridad, comprensión e incluso amplían los textos aquí
reproducidos.
El primero de ellos, Artes
mágicas, hechicerías y supersticiones en los siglos XVI y VII, es la mejor
introducción para adentrarnos en los siete restantes. Se trata de un capítulo
extraído de la Historia de los
heterodoxos españoles de Marcelino Menéndez Pelayo, en el que se nos invita
a un apasionante recorrido sobre la materia, repasando las obras de sus
impugnadores, Francisco de Vitoria, Pedro Ciruelo, Benito Pererio y Martín del
Río; los principales procesos de hechicería; los nigromantes sabios: el Dr.
Torralba, las brujas de Navarra y el auto de Logroño, para culminar con un interesante
comentario sobre la hechicería en nuestra "amena literatura". Sin
duda el mejor punto de partida, como hemos dicho, para abordar los siete textos
restantes.
El segundo es uno de los dos documentos capitales que motivan nuestra
edición: Tratado por el cual se reprueban las supersticiones
y super-cherías, escrito por Pedro Ciruelo en
1538. Ya lo hemos dicho: una relación directa y atractiva acerca del estado de
las supersticiones en aquella España, definiendo y constatando las artes
adivinatorias pro-piamente dichas (falsa astrología, geomancia,
agüeros, sueños, salvas, desafíos, etc.) así como las prácticas
supersticiosas para conse-guir bienes o evitar males, mediante conjuros,
ensalmos y hechicerías, y el fenómeno de los poseídos por el demonio y las
fórmulas deta-lladas para su liberación mediante exorcismos debidamente estable-cidos
y regulados por la autoridad eclesiástica.
El
otro texto capital de nuestra edición es el Auto de fe celebrado en la Ciudad de Logroño en los días 7 y 8 de noviembre del año de 1610 siendo
Inquisidor General el Cardenal, Arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sandobal y
Rojas, publicado por Juan de
Mongastón y Seguido de una relación para
que se tenga noticia de las grandes maldades que se cometen en la secta de los
brujos, así como de algunas de las
cosas más notables que apuntamos algunos curiosos, que con cuidado las íbamos
escribiendo en el tablado. "Iluminado", como también se ha dicho,
con la presentación y notas de Leandro Fernández de Moratín, oculto bajo el
seudónimo El bachi-ller Ginés de Posadilla, natural de Yébenes,
el texto es lo suficientemente
interesante para todo lector curioso, y poco hay que añadir a los protocolos,
testimonios y opiniones que recoge y a la relación que contiene del propio Juan
de Mongastón, para tener una idea suficien-temente precisa de lo que eran este
tipo de procesos y, en concreto, de los hechos sobre los que este versó: las
horribles prácticas y los aquelarres de la secta de Zugarramurdi. En todo caso,
a las propias notas de Moratín hemos añadido otras de nuestra cosecha que hemos
creído necesarias para aclarar algunos conceptos y términos o, sim-plemente,
para constatar determinadas curiosidades que nos han pa-recido pertinentes.
Reproducimos
íntegramente, en cuarto lugar, el Canon
Espiscopi, tanto en latín como traducido al castellano, seguido del texto
de Pedro Antonio Iofreu: Defensa del
Canon Episcopi, en el que en un interesante alarde de erudición con
profusión de citas y autores trata de utilizarlo como herramienta de
interpretación nada menos que de la bula Coeli et terrae Creator de Sixto V,
por la que se prohíbe oficialmente la astrología y, en lo que más afecta a
nuestro propósito, las otras formas de adivinación.
Finalmente, concluimos con dos
interesantísimos documen-tos que cronológicamente podríamos considerar como el
primero y el último sobre la cuestión que nos ocupa. En primer lugar la referencia
de San Agustín en Lo que hay de cierto
en las transformaciones de los hombres
por arte de los demonios, donde el lector comprobará que ya en el siglo IV
dejaba claro que las experiencias sobrenaturales de las brujas no son reales
sino solo fruto de su imaginación. Texto en el que, como ya se ha dicho, podría
haberse inspirado el supuesto Canon
Episcopi. Y, por último, ya casi en
el umbral de nuestro milenio, la presentación oficial del Nuevo rito de los exorcismos, por el cardenal Medina Estévez, prefecto
de la Congregación para el culto divino y
la disciplina de los sacramentos, en la sala de Prensa de la Santa Sede, el
martes, 26 de enero de 1999, texto que recoge la visión oficial de la Iglesia
actualmente sobre la presencia del mal en nuestras vidas, detallando las formas
de detectarlo y de liberarnos a través del servicio de la Iglesia y de sus ministros ordenados, delegados
por el obispo para cumplir los ritos sagrados dirigidos a librar a los hombres
de la posesión del maligno.
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