sábado, 22 de junio de 2024

ALEJANDRO MAGNO O LA FÓRMULA PARA POSEER EL MUNDO (Servando Gotor) TEXTO COMPLETO

 

 

     

This is the West, sir.
When the legend becomes fact,
print the legend

(Esto es el Oeste, señor.
Cuando la leyenda se convierte en realidad,
imprima la leyenda)

James Warner Bellah y Willis Goldbeck,
guionistas de: The Man Who Shot Liberty Valance
(John Ford, 1962)

ÍNDICE:

1. Un libro como terapia.
2. Coartada para un proyecto muy personal: la Monarquía Universal
3. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas: (I). Carisma y proyecto
4. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (II). El sistema político y de gobierno: de la democracia de la polis a la monarquía macedónica
5. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (III). Ejército, administración, y legitimación
6. Más allá del Imperio (a modo de conclusión)

 

1. Un libro como terapia

Comencemos con una anécdota alejada cronológica y geográfica-mente del contexto alejandrino: Capua, Italia, siglo XV. En sus habi-taciones palaciegas, el Rey Sabio aragonés Alfonso V, también conocido como el Magnánimo por su esplendida generosidad con los miembros de su ilustrada corte napolitana, está enfermo.  Antonio Beccadelli, poeta y escritor de cabecera del monarca, nos cuenta en sus Dichos y hechos de Alfonso, rey de Aragón cómo él mismo consiguió animarlo y prácticamente sanarlo, ayudándose simple-mente de la lectura de un libro interesante y entretenido: «Estando el rey enfermo en Capua, muchos buscaban muchas cosas para alegrarlo, cada cual lo mejor que sabía y podía. Yo, en aquella sazón estaba en Gaeta y en cuanto lo supe, con la mayor presteza que pude, armado de mis libros y medallas y cosas en que el rey pensaba dar solaz y pasatiempo me vine para él». Así, que lo primero que hizo para entretenerle, según dice, fue ofrecerle un libro. El rey comenzó a tomar tanto gusto y tanta alegría en oír las cosas que en él se contaban que «los médicos se espantaron»  viendo cómo se alivió, y «casi despidió  todo el mal que tenía». De tal manera que «dejadas aparte todas las otras recreaciones y pasatiempos que para aliviarlo solía buscar, solo ocupábamos cada día en tres capítulos». «Tanto que enseguida acabamos de leer todo el libro». 

Aquel libro no era otro que la biografía de Alejandro Magno escrita probablemente en el siglo I de nuestra era por un tal Quinto Curcio Rufo,  de quien aparte de la autoría de esta obra poco más sabemos. Lo cierto es que tras su apasionante lectura, Alfonso el Magnánimo «se burlaba de los médicos, diciendo que Avicena era un charlatán, y que no había ninguna otra cosa sino Quinto Curcio».

Alejandro Magno es sin duda el personaje histórico sobre el que más se ha escrito y el más divulgado de todos los tiempos. Y raro es el año en que no aparecen nuevos estudios, ensayos o novelas sobre él. Lo que hace que una y otra vez reiteremos el tópico de preguntarnos si todavía queda algo por decir sobre el monarca macedónico. Con lo que, salvo que afloren nuevos hallazgos arqueológicos, a lo único que podemos aspirar es a que surjan algunas hipótesis más o menos imaginativas sobre él. En todo caso, las fuentes de las que emanan todas las teorías, leyendas y fantasías que constantemente se publican, las encontramos fundamentalmente en tres textos monográficos: las biografías de Arriano, Plutarco y Quinto Curcio. Ninguno de ellos fue contemporáneo de Alejandro, pero los tres se sirvieron expresa y críticamente de textos de autores que sí lo fueron: Calístenes, Ptolomeo, Aristóbulo, Onesícrito y Nearco. Biógrafos estos cuya obra fragmentaria hemos podido conocer gracias a las citas que aquellos nos han legado.

De los tres biógrafos citados, Arriano y Plutarco se tienen por más rigurosos que Curcio, consideración esta que en sí misma no deja de ser algo injusta, ya que los dos primeros son estrictamente historiadores, mientras que nuestro autor más que historia (que también), lo que hace es un juego retórico, algo que se acercaría más a lo que actualmente llamamos novela histórica. Evidentemente, si los límites entre géneros ni siquiera hoy parecen claros, difícilmente podrían estarlo en una época en que ni siquiera había debate alguno al respecto. Pero es que si, incluso hoy, la novela histórica resulta inadmisible cuando en la esencia quiebra el rigor histórico, mucho más intolerable resultaría entonces, en que, en definitiva, pareciera que Curcio estaba haciendo lo mismo que Arriano y Plutarco.

A Curcio, como mucho, solo se le puede reprochar lo que era, y lo era a mucha honra: un retórico. Y una vez que lo situamos como tal retórico lo que no podemos es exigirle el estilo frío, distante y objetivo que se le presume al historiador. Porque, ciertamente, la inclinación por la retórica le lleva a Curcio a insertar en su obra abundantes sentencias y grandes discursos, tanto del propio Alejandro como de Darío y de algunos personajes más.  Discursos que son, en efecto, auténticas obras literarias pero que no por ello dejan de recoger y mostrarnos el espíritu, la personalidad y los fines perseguidos por quienes los pronuncian, así como el contexto político, psicológico y geográfico  del momento.

Y aquí encontramos la razón por la que Curcio resultó tan gratificante e incluso saludable para Alfonso V de Aragón: la verdad histórica, poéticamente aderezada e incluso sublimada. De hecho, hasta podríamos aventurar que para el monarca enfermo jamás hubiera tenido el mismo efecto balsámico la Anábasis de Alejandro, de Arriano.

En todo caso, la retórica, la poesía, la literatura, el arte en suma, no solo no tienen por qué estar reñidos con la realidad de la que nos hablan, sino que deben ser, además de verosímiles, verdaderos.

Pero es que, a mayor abundamiento, las propias leyendas, los mitos, en cuanto tales, también forman parte de la realidad, y por tanto, de la verdad histórica.  Es más, incluso esconden más verdad que algunos hechos históricos. Porque la leyenda no solo resume, compendia y abstrae la esencia de multitud de hechos reales repetidos, sino que, además, cuando se consolida, tiene efectos históricos y sociales de mayor fuste que cientos y miles de acontecimientos reales. Y las biografías (más o menos legendarias) de Jesús de Nazaret y del propio Alejandro así lo confirman: la influencia del cristianismo y el helenismo han forjado durante siglos la conciencia occidental con independencia de su realidad histórica.

Por lo demás, y a diferencia de Jesucristo, Alejandro fue ya toda una leyenda en vida. Con lo que debemos presumir que aquellos primeros textos de sus biográfos contemporáneos estaban impregnados, con mayores o menores prevenciones, de esa leyenda.  Lo que tampoco resta rigor a los mismos, ni a la propia leyenda. Al final, en la Historia, en el devenir humano, para bien o para mal, la leyenda, el mito, acaba por imponerse a la realidad, más tarde o más temprano, influyéndola, modelándola y encauzándola.

A Alejandro y Jesús de Nazaret les bastó una vida corta a ambos (32 y 33 años, respectivamente) para forjar una conciencia colectiva de tal magnitud que sigue imperando en nuestros días. Sus respectivas biografías están reelaboradas, por supuesto, pero las de Alejandro se escribieron directa y personalmente por hombres muy cercanos a él, mientras que los evangelistas compusieron sus obras con lo que la tradición oral les había transmitido. A este respecto, el antropólogo norteamericano Marvin Harris, subraya que ningún historiador romano contemporáneo de Jesús, lo menta. Y ello con específica mención a Flavio Josefo, quien con dos obras especializadas en el mundo hebreo (De la guerra judía y Antigüedad Judaica), es el autor de referencia sobre los acontecimientos políticos y militares en Palestina durante su propia época. Pues bien, Josefo, habla nada menos que de cinco mesías (Atrongeo, Teudas, el anónimo "canalla" ejecutado por Félix, el "falso profeta" egipcio judío y Manahem) y, sin embargo, omite por completo tanto a Jesús como a San Juan Bautista. Silencio del que tampoco debe colegirse, ni mucho menos, la inexistencia de ambos, pero sí el poco eco, la escasa influencia que pudieron tener en vida y, en consecuencia, el mayor grado de elaboración que necesitaron emplear aquellos que sin conocerlo, ni ser siquiera coetáneos, escribieron sobre ellos.

De todo lo cual, y a sensu contrario podría concluirse que las obras que nos han llegado de Alejandro contienen grandes dosis de verdad. Y dada la enorme influencia y talla del personaje, se explica también el interés que siempre ha suscitado su vida. Y, especialmente, cuando esa vida se nos traslada con la magia y pasión propia de lo literario, tal y como nos la ofrece Quinto Curcio.

Pero, en suma, ¿qué hizo Alejandro? ¿Qué pudo hacer para suscitar semejante interés? Sembrar las semillas de lo que se ha dado en llamar helenismo. Eso es lo que hizo. Alejandro, con el pretexto de vengar viejas heridas infligidas por los persas a los griegos, los conquistó, y al conquistarlos, no solo les impuso la mentalidad griega, sino también tomó de ellos ciertas formas y costumbres, forjando una nueva sociedad híbrida y universal que está en la base de nuestra cultura occidental. 

 

2. Coartada para un proyecto muy personal: la Monarquía Universal

 

En principio, la gesta de Alejandro y de la mentalidad griega en general, tenía por objeto resarcirse de los daños y vejaciones causadas por los persas a los griegos desde tiempos inmemoriales (la propia guerra de Troya está en el contexto de esta rivalidad). Pero la humillación más reciente en el recuerdo de entonces, aparte de la ocupación de las islas del Egeo y toda la costa de Asia Menor por el Imperio aqueménida, fue la destrucción de la mismísima Acrópolis por Jerjes I, Rey de Naciones, parte de cuyas ruinas quiso conservar Pericles para que nunca cayera en el olvido semejante agravio. Y no solo las ruinas, también las letras fijaron para la posteridad aquel inolvidable escarnio: 

 

Cuando vieron los atenienses a los bárbaros en la Acrópolis –recuerda Heródoto-, unos se lanzaron desde los muros, pereciendo despeñados, y otros se refugiaron en el templo de Atenea. Lo primero que hicieron los persas nada más subir, fue encaminarse hacia la puerta del templo, y una vez abierta pasar a cuchillo a todos los que allí se habían refugiado. Degollados todos y tendidos, saquearon el templo y entregaron a las llamas la ciudadela entera. (Heródoto, 8.53).

 

El resarcimiento pretendido por Alejandro se centrará por supuesto en la liberación y recuperación de los pueblos griegos ocupados por los persas. Ahora bien, una ocupación de tantos años había acomodado a estas gentes a muchas de las costumbres bárbaras, y ello hacía que en aquella liberación concurrieran a veces sentimientos encontrados, de modo que aunque en unas plazas predominaba más el espíritu griego, en otras se imponía el persa. Lo cierto es que se trataba de poblaciones, en general, que no veían a Alejandro como a un invasor sino más bien como a un libertador. Por lo que no solo las sometía con cierta facilidad sino que, además, su ejército se incrementaba y reforzaba con los propios conquistados que compartían ese espíritu de venganza contra la tiranía aqueménida. Venganza, sí. Porque no bastaba el resarcimiento. La venganza cargada de resentimiento exige un plus que la restitución no alcanza, imponiéndose además el castigo y la humillación; una intromisión hacia oriente para doblegar, someter y escarmentar al poderío persa: si ellos habían ocupado y profanado hasta el mismísimo Partenón, Alejandro aceptaría (a su manera) el reto del nudo gordiano, y  conquistaría Babilonia, visitaría en Siwa el templo de Amón proclamándose hijo de este dios, sería recibido en Menfis, también como auténtico libertador de los egipcios, y finalmente, y aquí llega el núcleo de la venganza, arruinaría Persépolis, sede del antiguo trono de los reyes persas y cabeza de su Imperio que, en palabras del propio Alejandro (según Curcio),

 

había sido para los griegos la ciudad más funesta, puesto que desde ella partió el espantoso diluvio de ejércitos que inundó Grecia; y desde ella fraguaron, primero Darío y después Jerjes la más detestable guerra que asoló a Europa, por todo lo cual estaban obligados a destruirla, vengando así tantas ofensas, y consagrando su ruina a la memoria de sus antepasados (5.6).

 

Hasta aquí la posible coartada de Alejandro. Porque consumada la venganza y el severo castigo (5.7), su desmedida ambición forjará un nuevo horizonte que ampliará su gloria: la Monarquía Universal. Algo ya apuntado incluso por un Darío derrotado y traicionado por los suyos, que habría llegado a pedir a los dioses favorecieran las armas de Alejandro hasta convertirlo en Monarca del Universo (5.13). Supuestas palabras de Darío que, en realidad, no reflejarían sino el verdadero deseo de Alejandro (nuevo o sobrevenido, eso no está claro), quien enseguida las hizo propias (6.3), pretendiendo algo más que el mero sometimiento de los persas: la conquista del mundo, ya no solo en su condición de líder griego, sino también como sucesor del Imperio aqueménida. En definitiva, tras la muerte de Darío y la destrucción de Persépolis, Alejandro se siente y de hecho se convierte en heredero del Imperio persa. Y a partir de entonces, seguir avanzando ya no será un acto de venganza o justicia sino de conquista.

Ahora bien, Alejandro, tan sagaz como ambicioso, sabía perfectamente que un dominio sin límites solo es posible sojuzgarlo y mantenerlo a base de concesiones. Y, de hecho, la ocupación no tratará tanto de imponer la cultura griega como de generar una nueva sociedad híbrida y sosegada en la que necesariamente se mantendrán algunos elementos esenciales de la Persia aqueménida:

 

Nada es duradero por la fuerza de las armas. Solo el recuerdo de los favores nos hará eternos Por lo cual, si queremos conservar a estos pueblos, es preciso hacerlos participes de nuestra clemencia  (…)  no es posible gobernar un imperio tan grande sin ofrecerle algo nuestro y tomar algo suyo (…) Ojalá los indios también me tuviesen por dios suyo,  pues la fama es tan importante en las guerras que a veces tiene más fuerza la mentira que la verdad». (8.8).

 

 

3. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas: (I). Carisma y proyecto

 

Llamamos «carisma» a la cualidad de una persona individual considerada como una cualidad extraordinaria. Originariamente era una cualidad derivada de un poder mágico (…). Por esta cualidad se considera que la persona que la posee está dotada de fuerzas o propiedades extraordinarias, no accesibles a cualquier persona, o que es una persona enviada por Dios o una persona modélica y que, por lo tanto, es un «líder». En la definición del concepto de «carisma» es totalmente indiferente cómo se podría valorar esa cualidad objetivamente desde un punto de vista ético, estético o desde cualquier otro punto de vista. Lo único que importa es cómo esa persona es realmente considerada por sus sometidos, por sus «seguidores». (Max Weber: Sociología del poder. Los tipos de dominación, IV, X).

 

Carisma. Para que el carisma germine es necesaria distancia. Alejamiento suficiente que posibilite la magia y el milagro de una imagen heroico-poética: el mito, siempre impregnado por el aura de lo divino. Y la poesía y el mito, per se, exigen indefinición, cierto grado de sfumato que abra las puertas a la imaginación de las masas, para que esta vague libre y desbocada, completando, concretando, materializando y hasta exagerando esa imagen difusa con virtudes, trazos y características extremas, y leyendas y hazañas más o menos ciertas, más o menos ficticias, que la retroalimenten.

Mas para acceder a la mera posibilidad del divino soplo carismático son necesarios ciertos resortes que  sirvan de trampolín. Alejandro los tenía todos.  Para empezar, era hijo de un rey. Y no de un rey cualquiera sino de un rey de un pueblo en alza, un rey culto e inteligente, ya sellado con el marchamo del éxito. Porque cuando nace Alejandro, Filipo, gracias a sus alianzas y políticas matrimoniales, se ha hecho en Pela con una corte de príncipes macedonios que apuestan por la unidad bajo su liderazgo, con intenciones, además, de extender su dominio e influencia por toda Grecia, aquella altiva Grecia de Atenas, Esparta y Beocia, para la que todas las demás naciones, incluida Macedonia, eran bárbaras. Cierto que detrás de esta ambición latía cierto complejo de inferioridad. Y quizá por eso Filipo, que se había formado en Tebas, no soñaba culturalmente con una Grecia macedónica sino con una Macedonia griega incorporada al exquisito mundo heleno, y no como un pueblo más, sino como el primero. Los macedonios, ya desde el primer Alejandro, el Filoheleno, se sentían griegos y sucesores de Heracles, y aspiraban no solo a formar parte de ese culto universo, sino a dirigirlo[1].

Por eso, y para atraer hasta Pela a los reyes de las dispersas tribus macedónicas, Filipo ofrecía a los hijos de estos una exquisita formación griega junto a él. Para lo cual se había hecho con una sólida nómina de maestros, pensadores, artistas, poetas, y estrategas y militares de primer orden.

Pero es que a las ventajas de aquella regia cuna hay que añadir que cuando Alejandro sucede a su padre lo hace ya como hegemon, como máximo cargo militar del ejército de la Liga de Corinto, acuerdo de paz tras la batalla de Queronea, en que Filipo sometió a toda Grecia, ya con la decisiva participación de un joven Alejandro. Alianza que ya contemplaba como objetivos tanto la liberación de las ciudades griegas de Asia Menor sometidas por los persas, como la propia eliminación del Imperio aqueménida.

Infraestructura técnica, pues, y poder (Jesucristo careció de una y otro). Y no solo eso: Alejandro tenía también ambición personal, carácter, empatía, energía, inteligencia y magnanimidad. Cualidades todas ellas que unidas a ese poder efectivo que ostentaba, le granjeaban la admiración, aprecio y respeto de todos los príncipes macedonios de su Corte, nutrida además de sabios y maestros, y de compañeros suyos de juegos y estudio: los amigos (philoi).

A todo lo dicho, parece que Alejandro destacaba también, además de por su recia formación humanista y militar, por un eficaz dominio de la palabra. Nos han llegado discursos y arengas que, reales o apócrifos, no dejan de ser verosímiles por la propia necesidad de los mismos (y sus ulteriores y efectivos resultados) para alentar a los soldados en los momentos más bajos de la conquista, que fueron unos cuantos:

 

Sabía levantar, como nadie, el ánimo de sus soldados y colmarlos de buenas esperanzas, así como eliminar la sensación de miedo en los peligros por su propio desconocimiento de lo que es el miedo. (Arriano, 7.28).

 

En cuanto a su aspecto físico, el propio Arriano (7.28) llega a decir que «fue el hombre de más bello cuerpo». Y es verdad que tradicionalmente se le  describe como un joven apuesto y atractivo, con un mechón de cabello largo, rizado y una piel clara. Que ladeaba la cabeza levemente hacia la izquierda y sus ojos mostraban una mirada que atravesaba, rasgos estos dos por los que, no obstante, se ha llegado a especular si padecía algún trastorno ocular. Además, quizá siguiendo costumbres persas y seguramente para presentarse ante ellos de modo más familiar, nos lo muestran lampiño, imponiendo en Occidente la moda de afeitarse.

Pero le fallaba la estatura. De hecho, cuando Sisigambis, la madre de Darío, ve por vez primera a Alejandro que está junto a su amigo Hefestión (3.12), se dirige erróneamente a este en vez de al rey porque aquel era de mejor porte y gentileza. Y en Susa, al sentarse en el trono de los reyes persas, necesitó una mesa en lugar de un taburete para apoyar los pies porque no le llegaban al suelo (5.2). En el Román d’Alexandre, se dice que medía tres codos (menos de metro y medio), con lo que se ha llegado a bromear afirmando que el mayor conquistador del mundo se reducía a tres codos terrestres. Todo lo cual ha sido fuente de hipótesis y chascarrillos, hasta el punto de considerar su estatura como causa de un trauma personal que podría estar en la raíz de toda su energía y ambición. No obstante, y según Robin Lane Fox, aunque «en el mito germano Alejandro era recordado como rey de los enanos (…) sería precipitado explicar su ambición sobre la asunción de que era extraordinariamente bajito».

Ahora bien, al líder de masas, incluso al militar que encabeza la vanguardia de un ejército masivo, ¿quién lo ve de cerca? Y los que lo ven, ¿cómo y dónde lo ven? ¿Quién puede escuchar de verdad sus discursos? En realidad muy pocos, porque el líder solo aparece en escena y a distancia. Arriba, en lo alto del proscenio: unas veces la Corte, otras el frente de batalla. Algunas, más cercanas, pero tan breves, preparadas y estudiadas, que como toda buena puesta en escena, aunque no se note, también impone distancia. Y siempre, y en todo caso, rodeado y protegido por los suyos, resguardando, cuidando y enalteciendo su imagen. Solo estos son verdaderamente los más próximos: sus compañeros, sus amigos, quienes ya lo conocen bien y ponderan sus muchas virtudes, siempre es verdad muy por encima de sus defectos y debilidades, que también conocen. Y es precisamente en este círculo íntimo y estrecho, dónde se fraguan el cariño, el respeto, la admiración y, finalmente, la legitimidad y obediencia: la autoritas. Imagen que, desde aquí, se esparcirá de boca en boca entre los soldados, quienes además la verifican in situ al beneficiarse personalmente de las riquezas que los despojos de las victorias les granjean.  En última instancia, ese correr de voz en voz partiendo de las impresiones de los suyos y del nimbo áureo fruto de la indefinición, va modelando finalmente, con imaginación y magia, al personaje, al héroe. Al mito. Es la fama, que contribuirá más que la reputación, «más que sus propias armas, al incremento de su gloria» (4.4.). Fama que generará magia, incrementada de modo muchas veces decisivo por la suerte: la Fortuna, siempre tan generosa con Alejandro, hasta el punto de hacerlo verdaderamente invencible. Y así es como aflora y cristaliza el carisma, que no solo exagera las virtudes, sino que oculta o elimina todo defecto, elevando al personaje a acariciar la categoría de dios.

El proyecto. Pero el carisma, o solo el carisma, no es suficiente. Hace falta tener un proyecto propio que transmitir a la masa. Y Alejandro, a falta de uno, tuvo dos. Porque no conforme con la conquista del Imperio persa, ya formalmente asumida por la Liga de Corinto,  quiso igualar y aun superar la gloria de Heracles y Aquiles, y erigirse como ya se ha dicho en Monarca Universal. Pretensión que acometía no solo como líder griego y faraón de Egipto (hijo de Amón), sino como emperador aqueménida.

 Por tanto, Alejandro contaba con la infraestructura, el apoyo del pueblo, y la legitimidad necesarias para su reinado.  Pero, ni siquiera esto es suficiente para implementar y mantener un imperio. De hecho, tras la destrucción de Persépolis, los griegos, especial-mente, se mostraron contrarios a continuar con la expansión.

 

 

4. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (II). El sistema político y de gobierno: de la democracia de la polis a la monarquía macedónica

 

 Si nos retrotraemos al periodo anterior al de la victoria de Filipo sobre Grecia que culmina con la Liga de Corinto (verdadera capitulación), el sistema de la polis griega, la ciudad-estado, además de definitivamente amortizado, en absoluto se contemplaba en los designios macedónicos, monárquicos y aun proimperialistas por antonomasia. Grecia había sido un mundo de pequeños estados en los que cada uno gozaba de autonomía y libertad para administrar justicia en un régimen de igualdad. Igualdad ante la ley (isonomía) e igualdad de palabra (isegoría). El ciudadano, el habitante de la polis, tiene derechos, y la convivencia resulta idílica, eso sí, excluidos mujeres y esclavos. Y esta forma de estado armoniza a la perfección con un régimen de gobierno republicano: los ciudadanos, debatiendo, parlamentando, generan sus propias normas y eligen a sus gobernantes. Pero este paraíso idílico se muestra muy vulnerable, especialmente frente al exterior.

Ya antes de la derrota de los griegos en Queronea, se oía decir que los sistemas democráticos son débiles por naturaleza, idea nuclear de los promonárquicos eficazmente transmitida por Pitón a los beocios en un momento en que habían de elegir entre aliarse con Atenas o con Filipo (Curcio, 1.6 –Freinsheim-). La democracia es vulnerable, capaz de cuestionar su propia esencia socavando sus propios cimientos. Pero es que, además, no hay en la democracia una soberanía personalizada, sino que está repartida o diseminada entre un pueblo, siempre ―y también por propia naturaleza― plural y por tanto dividido, lo que dificulta el diseño, afianzamiento e imposición de cualquier proyecto o iniciativa colectiva más allá de la duración del propio mandato, puesto que la alternancia en el poder posibilita la imposición de un nuevo programa derogando el anterior.

En contraste con Pitón, Demóstenes intentará convencer a los tebanos para aliarse en una alianza griega contra los macedonios (Curcio, 1.7 ―Freinsheim―). Y lo hará enalteciendo las bondades y logros de un mundo civilizado, libre, digno y democrático como el griego, frente a la barbarie que representa el poder monárquico macedonio, carente de principios y movido «por el interés y no por amor a la virtud o a la patria, ni por el respeto a los dioses y a los hombres». Lo que pretenden los macedonios es «que apreciéis las supuestas ventajas de la esclavitud, y abandonéis a vuestras mujeres, a vuestros hijos y a vuestros padres. Y reneguéis de la libertad, la reputación, la fe, y en definitiva de todo aquello que los griegos tenemos por sagrado y venerable».

Y la monarquía macedónica, que conviene subrayar era una monarquía militar, acabará por imponerse a la democracia. Grecia constituía un auténtico hervidero de querellas entre las distintas polis, lideradas alternativamente por atenienses, espartanos o beocios. Querellas a menudo apoyadas, cuando no instigadas más o menos subrepticiamente, por el Imperio persa, siempre interesado en una Grecia débil. Era, por tanto lógico que en ese contexto surgieran movimientos proclives a una unidad panhelénica, liderando Macedonia el más fuerte de ellos, frente a los recelos de las que hasta entonces habían sido las cabezas del mundo griego, que veían con desprecio al pueblo de Filipo, esa nueva fuerza semibárbara y advenediza alejada de muchas de las costumbres griegas, empezando por su propia forma de gobierno. Pero aquella unidad macedónica se había convertido ya en toda una potencia militar. Y en el contexto de la Cuarta Guerra Sagrada por el control del Santuario de Apolo en Delfos oráculo de referencia para toda la Hélade, que evidenció la debilidad de Atenas, Filipo aprovechó para exhibir toda la fuerza de su ejército, declarando abiertamente la guerra a atenienses y tebanos, sometiéndolos definitivamente en la reiterada batalla de Queronea (338 a Cr.). Justino resumirá finalmente lo  acontecido de forma concluyente: «mientras cada una de las polis griegas pretendía mandar sobre el resto, todas perdieron su soberanía». (8.1).

Muerto Filipo, y ratificado Alejandro como hegemon de la Liga de Corinto, unida Grecia y con un único líder militar al mando, podía emprender ya la conquista del Imperio aqueménida. Y las grandes victorias de Alejandro se irían sucediendo a una velocidad que todavía hoy nos parece vertiginosa: Gránico, en el 334 a.Cr.; Issos, en el 333; Tiro y Gaza en el 332; y el golpe definitivo de Gaugamela en el 331, ya en pleno corazón del Imperio persa.

 

5. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (III). Ejército, administración, y legitimación

 

 Aquellas ulteriores victorias fueron posibles gracias principalmente a la fortaleza y eficacia del ejército de la Grecia unida surgido de la Liga de Corinto y liderado, ya, por Alejandro. Un ejército potente, numeroso y disciplinado, que contaba con las técnicas y maquinarias más avanzadas de la época, y que hacía sombra a aquellos espartanos en otros tiempos tan brillantes. De hecho, aparte de las especialidades estrictamente militares, profesionalmente muy cualificadas, se nutría de un fornido cuerpo de expertos con formación griega: ingenieros, cartógrafos, topógrafos, intérpretes, pilotos, etc.

 Y todo ello con una especial atención a cuestiones que hoy encuadrariamos en la denominada logística, que nuestro DRAE define como ese «conjunto de medios y métodos necesarios para llevar a cabo la organización de una empresa o de un servicio, especialmente de distribución». Porque Alejandro, con la asistencia de aquellos expertos, analizó y decidió las rutas, el diseño de las mismas o el aprovechamiento de las ya existentes (como el camino real persa, al que enseguida volveremos),  la confección de las jornadas o etapas oportunas para cubrir los trayectos elegidos, el pronóstico de las necesidades, la previsión y despliegue de inventarios y organización del transporte, etc.  Conviene tener en cuenta que un ejército de miles de hombres en pleno avance debe tener cubiertas las mínimas necesidades vitales, para lo que es necesario un cuerpo de oficiales de intendencia que atienda y planifique el avituallamiento de los soldados, desde el abastecimiento de víveres hasta el lecho y abrigo, y unas mínimas y elementales condiciones sanitarias, algo que muchas veces resultó no ya difícil sino imposible de atender, generando el foco de comprensibles revueltas. Aunque para frenarlas y reconducirlas, además de la astucia e ingenio del propio Alejandro, estos nuevos ejércitos ya tenían establecidos unos eficaces códigos penales y disciplinarios que tendían, y casi siempre lo consiguieron, a mantener el orden en un ambiente de unidad con mentalidad triunfadora, alentado todo ello por un generoso sistema de recompensas gracias a una previsora regulación de la custodia y distribución de los botines de guerra.

Pero la victoria no basta para conquistar al enemigo. Es necesario el dominio efectivo postbélico: gestionar el triunfo en el tiempo y el espacio. Y en esto también juegan un papel decisivo tanto el poder carismático del líder vencedor, como la implantación de un ejército eficaz. Porque la victoria también  debe gestionarse con un sólido aparato administrativo, una buena estructura burocrática y de poder que mantenga y consolide el sometimiento, más o menos voluntario, más o menos aceptado por el pueblo. O lo que es lo mismo: una paz social sostenible. Máxime en un espacio tan amplio como el ocupado por Alejandro. Algo imposible, además, si no se garantizan al súbdito unas mínimas condiciones económicas y sociales.

Y eso, Darío lo sabía bien. El Imperio aqueménida, el más extenso conocido hasta entonces, había conseguido imponerse y mantenerse a lo largo de dos siglos gracias a un sistema administrativo basado en satrapías o provincias todas ellas con una amplia autonomía respecto al poder imperial, al cual se ligaban fundamentalmente mediante el pago de tributos, habitualmente acordes a la riqueza de cada región. Poco más les exigía el poder imperial, pues generalmente se les permitía mantener su religión, cultura y costumbres propias. No obstante, aunque todo pueblo conquistado para el Imperio se convertía en tributario persa y quedaba bajo el mando de un sátrapa o gobernador, la población apenas experimentaba cambios en su vida y devenir diarios. Normalmente seguía pagando los mismos tributos, solo que estos en vez de recibirlos el anterior líder o reyezuelo, los recaudaba el nuevo sátrapa a disposición del Imperio. Incluso a veces este cargo, también mantenido por Alejandro tras su conquista, recayó sobre los mismos gobernantes anteriores, rendidos y entregados al nuevo poder heleno. Nada desconocido, pues la propia Macedonia, la Macedonia aqueménida, también había sido tributaria de Persia durante la segunda fase de las guerras médicas  (s. -V a.Cr.).

En todo caso Alejandro, ya en Babilonia, se preocupó de organizar bien la administración del nuevo Imperio, y lo hizo racionalmente. Analizando, sistematizando cuanta información  había recabado su ingente cuerpo de científicos, y fijando con la mayor precisión los recursos naturales de los distintos territorios para asignar a cada satrapía unos tributos proporcionales a su riqueza.  

Y para que aquellos impuestos llegaran a la sede del Imperio, además de toda aquella infraestructura funcionarial y científica, se aprovechó también un instrumento material, no por elemental, revolucionario para la época: el camino real aqueménida. Darío I se había adelantado en más de dos siglos a las célebres calzadas romanas con esta vía que cruzaba toda la parte occidental del Imperio persa, desde su capital en Susa, en el interior, hasta Sardes, en el extremo de Anatolia. Los mensajeros podían recorrer sus 2.599 kilómetros, a caballo, en nueve días. Heródoto lo elogió, en tales términos, que hasta hoy sigue asombrando e inspirando a los servicios de correos:

 

Yo no sé que pueda hallarse de nubes abajo cosa más expedita ni más veloz que esta especie de correos que han inventado los persas, pues se dice que cuantas son en todo el viaje las jornadas, tantos son los caballos y hombres apostados a trechos para correr cada cual una jornada, así hombre como caballo, a cuyas postas de caballería ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor del sol, ni la noche las detiene, para que dejen de hacer con toda brevedad el camino que les está señalado. (Historia, 8.98).

 

Se aprovechaban, pues, y se asumían por Alejandro cuantas infraestructuras persas estratégicas servían a su causa, y hasta los modos y costumbres aqueménidas le sedujeron en la medida que contribuían a su mayor gloria y, por tanto, a su mayor poder. Y no solo políticas, también religiosas. Alejandro se constituyó en rey de reyes: Emperador. Reforzó su legitimación mediante la poligamia,  algo por lo demás propio también de la idiosincrasia macedónica, tomando así como esposa a la princesa persa Barsine,  hija del sátrapa de la Frigia helespóntica Farnabazo II; a la hermosa Roxana, hija del noble bactriano Oxiartes; e incluso (aunque esto no está muy claro) a Estatira, una de las hijas de Darío,  y a Parisátide, hija de Artajerjes III Oco. Fomentó una política de fusión, propiciando los matrimonios mixtos como los suyos, siendo célebres las bodas de Susa:

 

Cuando el rey llegó a Susa, se desposó con la Princesa Estatira, hija mayor de Darío, y ofreció la menor a su amado amigo Hefestión. Y con objeto de fomentar este tipo de enlaces, convenció también a los primeros señores de su corte y a sus validos más importantes, para que hiciesen lo mismo, eligiendo a tal efecto a ochenta doncellas de las familias más nobles de Persia para ofrecerlas como esposas. Las bodas se celebraron según las costumbres persas, e invitó también a los macedonios que ya se habían casado anteriormente con mujeres asiáticas. (10.1).

También se hizo adoptar por Ada de Caria, pasando así a ser legítimo sucesor de la dinastía hecatómnida, sátrapas de Caria, granjeándose con ello «la inclinación y obediencia de muchas otras ciudades, habiendo facilitado las cosas el que la mayor parte de ellas estaban en manos de parientes o confederados de Ada» (2.8). Yació durante trece noches con Talestris, la reina de las amazonas, con la intención alumbrar hijos comunes herederos de ambos, intento finalmente fallido y que, cierto o no, contribuye como el resto de aquellos matrimonios a asentar la importancia de la legitimación más allá del poder de las armas. Como también contribuía a esa legitimación el proclamarse heredero de héroes (Heracles y Aquiles, como ya hemos visto) o incluso hijo de dioses, ya que su verdadero padre según esta nueva ficción no habría sido Filipo sino Zeus quien, en forma de serpiente, habría yacido con Olimpia concibiendo así a Alejandro. Legitimación divina que ratificó y consagró en una visita realizada motu proprio al templo de Zeus Amón en Siwa, donde supuestamente el oráculo le reveló la pertenencia a dicha estirpe.

Y estas fuentes de legitimación, parental y divina, se reforzaban con la ya mentada tolerancia de costumbres que el mismo Alejandro incorporaba a su protocolo imperial, pues no solo se hacía llamar hijo de dioses, primero, llegándose a proclamar él mismo dios, después; y no solo esgrimía su pertenencia a las distintas dinastías a las que se vinculó por la poligamia, sino que estableció en su Corte la práctica persa de la  proskynesis: la postración o genuflexión que exigía a los sátrapas o nobles derrotados. Algo reservado solo a los dioses y que llevaron muy mal los griegos en general, y especialmente los mecedonios. Pero la estructura de poder mantenida por los protocolos aqueménidas, la fuerza de los ejércitos, la eficacia de una potente administración, la tolerancia ante las costumbres del pueblo, y el carisma personal del divino rey de reyes, explican el dominio y mantenimiento del Imperio más extenso hasta entonces conocido.

Con todo este bagaje, ostentando no solo el liderazgo de Grecia sino también el del Imperio aqueménida, en cuanto sucesor de Darío, Alejandro quiso acometer la conquista de la India con el fin, no solo de explorar nuevas tierras, sino de alcanzar los confines del mundo. Y lo hizo atravesando el  Hindukush, dominando el valle del Indo y entronizándose hasta las orillas del Ganjes. Pero llegado a este punto, con las tropas agotadas y hasta casi amotinadas se dio la media vuelta sorprendiéndole prematuramente la muerte en Babilonia. 

 

 

6. Más allá del Imperio (a modo de conclusión)

 

El oriental nunca puso a los contrarios en compartimientos estancos, como ha hecho el occidental: en Oriente, lo que está arriba está abajo; lo pequeño es igual a lo grande, pues en el interminable desarrollo de innumerables universos, cada universo individual no es sino un grano de arena en las orillas del Ganges, y un grano de arena es igual a un universo.

(W. Barrett: El hombre irracional, 1958).

 

En la propia naturaleza de todo proyecto personal está escrito su final. Y así, con la muerte del divino Alejandro y la extinción de su autoridad carismática, colapsa también su Imperio, que estallará hecho añicos en múltiples reinos repartidos entre sus sucesores (los diádocos o epígonos), quienes se enzarzarán en diversas guerras, acabando Antígono I Monoftalmos gobernando Macedonia,  Ptolomeo I Sóter como el primer faraón de la dinastía macedónica en Egipto, Leonnato reinando en Frigia Menor, Lisímaco en Tracia, Seleuco en Babilonia, etc.

Pero si su monarquía universal murió con él, en absoluto se extinguió su empeño en la erección de una sociedad cosmopolita y universal. Porque la capital aportación de Alejandro a la Historia fue sobre todo una mentalidad, una cultura, una forma de ser, de estar, y de pensar. Ya lo hemos dicho: el helenismo. Esto es, la mentalidad griega especialmente racional pero con los aportes persas, singularmente imaginativos, estéticos, formales y también mágicos. Y algo más concreto pero no por ello de menor importancia: el sincretismo cultural y religioso materializado con el mestizaje, convivencia y tolerancia de pueblos muy distintos.

Habremos transitado así, primero de la polis a la monarquía universal y de esta a un mundo políticamente dividido pero mentalmente unido, que engendrará finalmente una nueva sociedad en la que hoy seguimos inmersos. El Imperio de Alejandro se quebró, sí, pero el mundo que dejó, aun atomizado, nunca había compartido tanto, nunca había tenido tantas cosas en común. En realidad se había pasado de la polis a la cosmópolis. Porque en todo aquel amplio marco geográfico se había asumido, ya de entrada, una lengua común (koiné): el griego helenístico, así como una universalidad de valores y principios que con el tiempo acogerá Roma, pero que transformará y definitivamente diluirá el cristianismo ya en los estertores del nuevo Imperio romano, para ser recuperado definitivamente siglos más tarde por los hombres del Renacimiento y llegar hasta nuestros días, en los que se perciben también nuevos e importantes cambios, igualmente presididos por un globalismo que algunos ven como un renovado cosmopolitismo.

A pesar de todo, la pregunta última que cabría hacerse es cómo tras la muerte de Alejandro y la quiebra y desintegración de su personal Imperio, pudo mantenerse sin embargo esa mentalidad, esa cultura, ese idioma y ese espíritu ecléctico y universalista que él quiso imprimirle, al menos en la última etapa de su breve vida. Porque una cosa es que pueblos tan diversos asumieran todo aquel bagaje, y otra que el tiempo y las distancias espaciales no consiguieran difuminarlo.

¿Cuál es el secreto de su triunfo definitivo? ¿Dónde está la raíz de esa incuestionable influencia? Con seguridad que no habrá una respuesta única a estos interrogantes, si es que la tienen. Pero quizá convenga escrutarla en dos símbolos, dos imágenes que podrían ser decisivas: la Biblioteca de Alejandría (en realidad, la propia Alejandría misma) y el nartesio. Aquella derivada de este, porque el nartesio contiene in nuce, en potencia, la erección de la Biblioteca.   Comencemos por él:

 

Una vez [Alejandro] mandó guardar un cofrecillo que se había encontrado entre los despojos de Damasco, de un valor inestimable tanto por la laboriosidad de su factura como por el material con que había sido fabricado, y le preguntaron sus validos a qué lo iba a destinar, a lo que contestó que para guardar las obras de Homero, por ser las más hermosas que el ingenio humano había podido crear. Y consiguió así que a aquel buen ejemplar que con tanto cuidado había guardado, se le llamase el nartesio de las esencias y los perfumes, por haberlos utilizado los persas a tal fin. (Curcio, 1. 4 Freinsheim).

 

Nótese bien esta mixtura, esta síntesis, porque resulta enormemente reveladora. El nartesio representa la magia, el colorido y embriagador poder hipnótico de las esencias persas.  Pero Alejandro lo emplea no para guardar en él los perfumes sino las obras de Homero. La magia persa envolviendo, abrazando al mito griego.  Hermoso encuentro, sí. Pero la anécdota no se queda solo en una bella imagen. Porque aquel ejemplar de la Ilíada que Alejandro atesoraba contenía algo más que el inmortal poema del aedo: se trataba (no olvidarlo) de un ejemplar anotado por Aristóteles. Ahora sí, con esta puntualización, vemos cruzadas y unidas por fin las esencias persa (el hermoso cofre de laboriosa factura símbolo de los perfumes orientales), y griega (con el mito el poemay el logos las anotaciones en un mismo ejemplar). Mundos contrapuestos que finalmente se funden, en una síntesis milagrosa, que ha permanecido hasta nuestros días.

Y tras el simbólico cofrecillo, la otra imagen, también paradigmática y a la vez eminentemente práctica: la gran Biblioteca de Alejandría. Porque con ella se pone en marcha el proyecto helenístico, el proyecto de Occidente.

La erigió Ptolomeo I, Sóter, aquel general que acompañó a Alejandro durante todo su periplo, uno de sus amigos (philoi) y uno de los biógrafos de Alejandro. Incluso cunde la sospecha de ser hijo de Filipo II, y por tanto hermanastro de aquel. Él fue quien, con la ayuda de Demetrio de Falero y otros discípulos de Aristóteles, la implementó. Pero la Biblioteca había sido siempre un sueño personal de Alejandro: el de albergar y recopilar todas las obras del ingenio humano, de todas las épocas y todos los países. Galeno, nos dice que cuantos barcos anclaban en el puerto de Alejandría debían prestar sus libros para dejar una copia en la Biblioteca. Hablar de la Biblioteca de Alejandría, o de la Gran Biblioteca de Alejandría, es más una abstracción o un concepto, porque en realidad hubo dos. Una, la más elitista, en el Museo (complejo de investigación que acogía a los más sabios, antecedente de las actuales universidades), y otra menor en el Serapeum (templo dedicado a Serapis). Pero el concepto de biblioteca que ha quedado y la influencia del mismo hasta nuestros tiempos, se caracteriza primero por su vocación universal ya que recibía publicaciones de todas las materias y de todas las culturas conocidas. Segundo, por su proyección pública: sus fondos han de estar abiertos a todo aquel que quiera consultarlos. Y, tercero, por la indexación y sistematización de sus fondos con arreglo a las categorías aristotélicas.  Esta es la novedad que la diferencia de sus escasos antecedentes, como la más célebre hasta entonces Biblioteca de Asurbanipal. Y por eso puede concluirse que allí nació y se fraguó el pensamiento científico y el progreso de Occidente que nos ha llevado a unas cotas de bienestar jamás alcanzadas.

En definitiva, pensar ahora que todo este periplo alejandrino  concluye y se resume en la creación de una biblioteca, no deja de constituir el verdadero y definitivo triunfo de Alejandro Magno. Porque la Biblioteca de Alejandría, ni fue una casualidad, ni un proyecto sobrevenido. Es el epítome de la ambición no de un hombre sino de una cultura: la helenística con la lógica de Aristóteles a la cabeza. No debemos olvidar que todos los jóvenes y no tan jóvenes macedonios que acompañaron a Alejandro en su conquista (los amigos), se habían criado y educado como él a la sombra de grandes maestros y pensadores griegos. Y, a la postre, tal y como descubrieron los hombres del Renacimiento, poseer y controlar todo el saber universal es una forma de poseer y controlar el mundo.

 



Zaragoza, 29 de febrero de 2024
(Introducción a la edición
de Quinto Curcio)

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[1] Justino dirá que Filipo «echó los cimentos de un imperio universal y el hijo completó la gloria de toda esta obra». (9.8).


ALEJANDRO MAGNO O LA FÓRMULA PARA POSEER EL MUNDO (Servando Gotor)

 

     

This is the West, sir.
When the legend becomes fact,
print the legend

(Esto es el Oeste, señor.
Cuando la leyenda se convierte en realidad,
imprima la leyenda)

James Warner Bellah y Willis Goldbeck,
guionistas de: The Man Who Shot Liberty Valance
(John Ford, 1962)

ÍNDICE:

1. Un libro como terapia.
2. Coartada para un proyecto muy personal: la Monarquía Universal
3. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas: (I). Carisma y proyecto
4. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (II). El sistema político y de gobierno: de la democracia de la polis a la monarquía macedónica
5. Cómo se crea y mantiene un imperio. Las herramientas (III). Ejército, administración, y legitimación
6. Más allá del Imperio (a modo de conclusión)

 

1. Un libro como terapia

Comencemos con una anécdota alejada cronológica y geográfica-mente del contexto alejandrino: Capua, Italia, siglo XV. En sus habi-taciones palaciegas, el Rey Sabio aragonés Alfonso V, también conocido como el Magnánimo por su esplendida generosidad con los miembros de su ilustrada corte napolitana, está enfermo.  Antonio Beccadelli, poeta y escritor de cabecera del monarca, nos cuenta en sus Dichos y hechos de Alfonso, rey de Aragón cómo él mismo consiguió animarlo y prácticamente sanarlo, ayudándose simple-mente de la lectura de un libro interesante y entretenido: «Estando el rey enfermo en Capua, muchos buscaban muchas cosas para alegrarlo, cada cual lo mejor que sabía y podía. Yo, en aquella sazón estaba en Gaeta y en cuanto lo supe, con la mayor presteza que pude, armado de mis libros y medallas y cosas en que el rey pensaba dar solaz y pasatiempo me vine para él». Así, que lo primero que hizo para entretenerle, según dice, fue ofrecerle un libro. El rey comenzó a tomar tanto gusto y tanta alegría en oír las cosas que en él se contaban que «los médicos se espantaron»  viendo cómo se alivió, y «casi despidió  todo el mal que tenía». De tal manera que «dejadas aparte todas las otras recreaciones y pasatiempos que para aliviarlo solía buscar, solo ocupábamos cada día en tres capítulos». «Tanto que enseguida acabamos de leer todo el libro». 

Aquel libro no era otro que la biografía de Alejandro Magno escrita probablemente en el siglo I de nuestra era por un tal Quinto Curcio Rufo,  de quien aparte de la autoría de esta obra poco más sabemos. Lo cierto es que tras su apasionante lectura, Alfonso el Magnánimo «se burlaba de los médicos, diciendo que Avicena era un charlatán, y que no había ninguna otra cosa sino Quinto Curcio».

Alejandro Magno es sin duda el personaje histórico sobre el que más se ha escrito y el más divulgado de todos los tiempos. Y raro es el año en que no aparecen nuevos estudios, ensayos o novelas sobre él. Lo que hace que una y otra vez reiteremos el tópico de preguntarnos si todavía queda algo por decir sobre el monarca macedónico. Con lo que, salvo que afloren nuevos hallazgos arqueológicos, a lo único que podemos aspirar es a que surjan algunas hipótesis más o menos imaginativas sobre él. En todo caso, las fuentes de las que emanan todas las teorías, leyendas y fantasías que constantemente se publican, las encontramos fundamentalmente en tres textos monográficos: las biografías de Arriano, Plutarco y Quinto Curcio. Ninguno de ellos fue contemporáneo de Alejandro, pero los tres se sirvieron expresa y críticamente de textos de autores que sí lo fueron: Calístenes, Ptolomeo, Aristóbulo, Onesícrito y Nearco. Biógrafos estos cuya obra fragmentaria hemos podido conocer gracias a las citas que aquellos nos han legado.

De los tres biógrafos citados, Arriano y Plutarco se tienen por más rigurosos que Curcio, consideración esta que en sí misma no deja de ser algo injusta, ya que los dos primeros son estrictamente historiadores, mientras que nuestro autor más que historia (que también), lo que hace es un juego retórico, algo que se acercaría más a lo que actualmente llamamos novela histórica. Evidentemente, si los límites entre géneros ni siquiera hoy parecen claros, difícilmente podrían estarlo en una época en que ni siquiera había debate alguno al respecto. Pero es que si, incluso hoy, la novela histórica resulta inadmisible cuando en la esencia quiebra el rigor histórico, mucho más intolerable resultaría entonces, en que, en definitiva, pareciera que Curcio estaba haciendo lo mismo que Arriano y Plutarco.

A Curcio, como mucho, solo se le puede reprochar lo que era, y lo era a mucha honra: un retórico. Y una vez que lo situamos como tal retórico lo que no podemos es exigirle el estilo frío, distante y objetivo que se le presume al historiador. Porque, ciertamente, la inclinación por la retórica le lleva a Curcio a insertar en su obra abundantes sentencias y grandes discursos, tanto del propio Alejandro como de Darío y de algunos personajes más.  Discursos que son, en efecto, auténticas obras literarias pero que no por ello dejan de recoger y mostrarnos el espíritu, la personalidad y los fines perseguidos por quienes los pronuncian, así como el contexto político, psicológico y geográfico  del momento.

Y aquí encontramos la razón por la que Curcio resultó tan gratificante e incluso saludable para Alfonso V de Aragón: la verdad histórica, poéticamente aderezada e incluso sublimada. De hecho, hasta podríamos aventurar que para el monarca enfermo jamás hubiera tenido el mismo efecto balsámico la Anábasis de Alejandro, de Arriano.

En todo caso, la retórica, la poesía, la literatura, el arte en suma, no solo no tienen por qué estar reñidos con la realidad de la que nos hablan, sino que deben ser, además de verosímiles, verdaderos.

Pero es que, a mayor abundamiento, las propias leyendas, los mitos, en cuanto tales, también forman parte de la realidad, y por tanto, de la verdad histórica.  Es más, incluso esconden más verdad que algunos hechos históricos. Porque la leyenda no solo resume, compendia y abstrae la esencia de multitud de hechos reales repetidos, sino que, además, cuando se consolida, tiene efectos históricos y sociales de mayor fuste que cientos y miles de acontecimientos reales. Y las biografías (más o menos legendarias) de Jesús de Nazaret y del propio Alejandro así lo confirman: la influencia del cristianismo y el helenismo han forjado durante siglos la conciencia occidental con independencia de su realidad histórica.

Por lo demás, y a diferencia de Jesucristo, Alejandro fue ya toda una leyenda en vida. Con lo que debemos presumir que aquellos primeros textos de sus biográfos contemporáneos estaban impregnados, con mayores o menores prevenciones, de esa leyenda.  Lo que tampoco resta rigor a los mismos, ni a la propia leyenda. Al final, en la Historia, en el devenir humano, para bien o para mal, la leyenda, el mito, acaba por imponerse a la realidad, más tarde o más temprano, influyéndola, modelándola y encauzándola.

A Alejandro y Jesús de Nazaret les bastó una vida corta a ambos (32 y 33 años, respectivamente) para forjar una conciencia colectiva de tal magnitud que sigue imperando en nuestros días. Sus respectivas biografías están reelaboradas, por supuesto, pero las de Alejandro se escribieron directa y personalmente por hombres muy cercanos a él, mientras que los evangelistas compusieron sus obras con lo que la tradición oral les había transmitido. A este respecto, el antropólogo norteamericano Marvin Harris, subraya que ningún historiador romano contemporáneo de Jesús, lo menta. Y ello con específica mención a Flavio Josefo, quien con dos obras especializadas en el mundo hebreo (De la guerra judía y Antigüedad Judaica), es el autor de referencia sobre los acontecimientos políticos y militares en Palestina durante su propia época. Pues bien, Josefo, habla nada menos que de cinco mesías (Atrongeo, Teudas, el anónimo "canalla" ejecutado por Félix, el "falso profeta" egipcio judío y Manahem) y, sin embargo, omite por completo tanto a Jesús como a San Juan Bautista. Silencio del que tampoco debe colegirse, ni mucho menos, la inexistencia de ambos, pero sí el poco eco, la escasa influencia que pudieron tener en vida y, en consecuencia, el mayor grado de elaboración que necesitaron emplear aquellos que sin conocerlo, ni ser siquiera coetáneos, escribieron sobre ellos.

De todo lo cual, y a sensu contrario podría concluirse que las obras que nos han llegado de Alejandro contienen grandes dosis de verdad. Y dada la enorme influencia y talla del personaje, se explica también el interés que siempre ha suscitado su vida. Y, especialmente, cuando esa vida se nos traslada con la magia y pasión propia de lo literario, tal y como nos la ofrece Quinto Curcio.

Pero, en suma, ¿qué hizo Alejandro? ¿Qué pudo hacer para suscitar semejante interés? Sembrar las semillas de lo que se ha dado en llamar helenismo. Eso es lo que hizo. Alejandro, con el pretexto de vengar viejas heridas infligidas por los persas a los griegos, los conquistó, y al conquistarlos, no solo les impuso la mentalidad griega, sino también tomó de ellos ciertas formas y costumbres, forjando una nueva sociedad híbrida y universal que está en la base de nuestra cultura occidental. 


 



Zaragoza, 29 de febrero de 2024
(Introducción a la edición
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[1] Justino dirá que Filipo «echó los cimentos de un imperio universal y el hijo completó la gloria de toda esta obra». (9.8).


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