Con los labios pintados, mi peinado de vidal sasoon y mi pañuelo añil partido, recorro en mi seiscientos el barrio francés de Palm City, armado con mi video digital a transistores azucarados y mi móvil vegetal de zurdos poliedros. Con gordinflonas intenciones y tres tomates clavados en la espalda, anoto los seres y las cosas que están en el lado frágil. Como la ternura del plátano gris o la inoperancia de la berenjena cabreada, igual. Pero nada hay que me enternezca más que la tienda de obleas de la calle Palomeque, a la espalda del Adrática, detrás del Coso, frente a las escolapias. He llegado allí desde Washington Square, siguiendo por la calle 23. Sin problema, giras a la derecha en la segunda avenida y enseguida das de bruces con la calle Palomeque. Una vez allí, el almacén de obleas no tiene pérdida, porque está en el número 1 de los 6 que tiene la street. Ya digo, detrás del Adriática, al pie. Entro a lo bestia, en plan reportero, sí, porque alguien me ha dicho que lo de la tienda de obleas es una tapadera, que entras por allí encogido, con tu estatura normal, normalmente baja, y tu bikini a cuadros sobre el que desborda la aureola de un ombligo hundido entre montañas de fat, y luego sales por la entrada principal del edificio, ya en el Coso, erguido y esbelto, traje cruzado de raya diplomática, casi un metro más alto y las facciones de Cary Grant, lo que te obliga a tomar un taxi amarillo y decirle al chauffeur: siga a ese coche; o bien: atraviese el Hudson y luego le diré. Pero no, es todo falso. La tienda de obleas, es eso: una tienda de obleas, sin más, con el rechoncho Cooper, todo él frente, ancha frente, voluptuosa frente, grande y alta como la de un Tiranosaurio-Rex, blanca y brillante como las nieves del Kilimanjaro. ¿Cooper? A mandar, contesta. Diez mil obleas. Y cinco que le pongo de regalo, diez mil cinco. ¿Tarjeta? Visa y master card, lo normal. Aquí va la master. Pues una firmita y a mandar. Adiós, Cooper. Adiós, amigo, y que usted lo pase bien.
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