3. El velo de Silda. Una pincelada de Modernidad y simbolismo avant la lettre
Pocas veces habrá llegado el
arte de la pluma a representar
con tanta belleza un carácter
en embrión y un carácter original y fuerte,
como va a ser el de Sotileza, con tan pocos
rasgos y tan exteriores
(Clarín)
Una de las obsesiones de la Modernidad, si no la
principal, es el mundo interior, el yo interior. Marcel Proust dedicó a
esta obsesión una de las grandes obras maestras de la literatura: A la busca
del tiempo perdido[1].
Pereda, en Sotileza, va más hacia la búsqueda
del espacio perdido. Nótese bien la diferencia: Proust no busca tanto
los lugares de su niñez como el yo inespacial de su infancia. Porque nuestros
recuerdos no son espacio sino tiempo. Su medio vital es el tiempo,
consiguiendo con los resortes de la memoria que lo que vivimos ayer podamos
revivirlo hoy, con mayor o menor fidelidad, con mayor o menor intensidad.
Se trata, en realidad, de valorar más el mundo
interno que el externo. La imaginación a la vivencia. Se llega a mantener
que todo lo imaginado es vivencia, pero
no toda vivencia contiene imaginación. Y esta transciende a aquella. Proust
pone en su obra multitud de ejemplos. Así, en una de sus novelas (Por la
parte de Swan), el protagonista sufre lo indecible por el amor no
correspondido hacia Odette. Al final de la narración reflexiona, y concluye: ¡Y
pensar que he echado a perder varios años de mi vida, que he querido morirme,
que he sentido mi mayor amor por una mujer que no me gustaba, que no era de mi
tipo! [2]
Esta afirmación no hace sino acreditar una realidad: que en el amor es más
importante el sentimiento o la sensación interna que la experiencia externa: cuando
estamos enamorados de una mujer no hacemos otra cosa que proyectar en ella un
estado de nuestra alma[3].
Afirmación que quizá contenga una de las tesis fundamentales de la obra de
Proust, y que reitera una y otra vez de las formas más variadas. Por ejemplo al
sentenciar que, de las cualidades del ser amado, son muy pocas las que
realmente le corresponden: en su mayor parte son creación nuestra[4]. Nada nuevo en todo caso, ya que desde antiguo
se viene afirmando que "el amor es ciego", y así lo han venido
representado multitud de artistas y afirmando numerosos pensadores, muchos
filósofos, y multitud de poetas: que toda nuestra realidad ―o la más importante
de nuestras realidades― es interiorización, creación interna nuestra.
Y como todo es interiorización, lo externo se queda
en un mero pretexto, una coartada o, incluso, una motivación para esa
elaboración personal. Y hasta tal punto es ello así que la realidad externa
siempre, o casi siempre, decepciona. De
hecho, en otra de las novelas del ciclo (A la sombra de las muchachas en
flor), analiza Proust la percepción que tuvo de adolescente al cruzarse por
la playa con un grupo de niñas: unas muchachas que, de lejos, me habían
parecido fascinantes[5].
Se trataba de una visión colectiva y distante y, como tal, a todas las recordó
hermosas: aún no había individualizado a ninguna[6].
Pero en los días siguientes volvió a cruzarse con el mismo grupo y, conforme
iba concretando poco a poco los rasgos de cada una, ninguna resultaba tan cautivadora
como en aquella primera visión fugaz, colectiva y difuminada. De hecho, cuando
consigue que le presenten personalmente a la que en esas visiones lejanas más
hermosa le había parecido, se produce el desencanto: el conocimiento real pone
fin, para nosotros, no solo a las penosas búsquedas ―cosa que solo puede
llenarnos de alegría― sino también a la existencia de cierto ser, ese que nuestra
imaginación había desnaturalizado[7].
La lejanía es la mejor aliada de la belleza porque excita nuestra imaginación.
Abundando en esto, un antiguo poeta ruso contaba que
cuando por la calle caminaba detrás de una mujer a la que no conseguía ver el
rostro, su interés por ella crecía y su imaginación se enardecía imaginando
miles y miles de facciones hermosas. Si
pensaba mucho en esto, acababa por desistir de ver a la mujer, porque por muy
hermosa que fuera, aunque fuera la más bella del mundo, esa concreta belleza
nunca podría igualar a las miles y miles, a las infinitas facciones
maravillosas que su mente había forjado. En el momento en que conseguía ver el
rostro de la mujer desconocida (un verdadero choque, un auténtico shock),
las miles de hermosas caras que revoloteaban por su cabeza como inaprensibles
mariposas, se disolvían en un solo y hasta accesible rostro, en una sola y
abordable mujer. Hermosa, sí, pero nunca comparable a las infinitas bellezas
que habían pasado por su cabeza. La realidad es única y limitada mientras la imaginación,
en cambio, es diversa e infinita. Y lo peor: el encuentro con lo real diluye la
riqueza de toda creación interior. Diagnóstico fatal, porque nuestro yo sensible
vive encarcelado en esa realidad. Y en ese afán de liberación interna, en ese
yo interior e insensible que pugna por escapar, reside el secreto del arte, de
su inmortalidad.
Y lo dicho
sobre la belleza de la mujer es, por supuesto, extensible a todo lo demás. Por
ejemplo a los viajes, a las ciudades, los paisajes… Todo lo elaboramos interiormente, lo "idealizamos",
de tal forma que la realidad nunca puede superarlo.
Pues bien, el descubrimiento del yo interno, su primacía
sobre la realidad externa, o mejor dicho, el protagonismo que el arte ha dado a
la "expresión" de ese yo interno, el caso que se le ha hecho, se
exprese como se exprese, se entienda o no se entienda, llegue al receptor o no
llegue… todo esto, marca la diferencia entre la Modernidad y cuanto le precede.
Por supuesto, siempre con valiosísimas excepciones: el romanticismo lo atisbó,
pero se quedó solo en el umbral. Tuvieron que llegar voces como la de
Baudelaire y los simbolistas para frenar al arte de sus ímpetus realistas y
naturalistas, analistas e integristas de lo real, alertándoles de que lo
importante no era retratar esa realidad externa (para eso ya estaba la cámara
oscura, invento de la época) sino intentar extraer, escarbar, analizar y
explorar nuestro interior. Y para ello,
nada como la obra inacabada o, mejor aún, nada como la obra abierta… El matiz, no el color, es lo que nos
interesa, dirá Verlaine en su célebre poema L'art Poétique:
También deberás buscar /
palabras que se presten a equívoco: / nada más valioso que la canción gris,/
donde lo Indeciso se une a lo Preciso. / Es como unos bellos ojos tras unos velos… La
sugerencia, más que la afirmación. El velo más que la imagen nítida. Porque la
claridad ahoga nuestra imaginación. La aplasta y extermina.
El escritor realista, y especialmente el naturalista,
explora la realidad externa como Zola la estación de San Lázaro: a pie de
campo. Máquina de fotos a mano, papel y bolígrafo, tomando notas, la mirada
atenta, inquisitiva. Todo para conseguir escenas como esta:
Roubaud siguió con la mirada la
máquina de maniobras, una pequeña máquina ténder, de tres ruedas bajas y
apareadas, que comenzaba a desenganchar el tren, ágil, laboriosa, empujando los
vagones sobre las vías de los depósitos. Otra máquina de gran potencia, una
máquina de exprés, con dos grandes ruedas devoradoras, esperaba sola, arrojando
por su chimenea un espeso humo negro, que subía recto, con lentitud en el aire tranquilo.
Pero toda la atención de Roubaud se concentró en el tren de las tres y
veinticinco, con destino a Caen, lleno de viajeros y que solo esperaba su
máquina.[8]
Al escritor moderno, sin embargo, nada de esto le
interesa. Cierra los ojos a la realidad que le circunda y vuelve la mirada
hacia su interior. Bastándole un olor, un sabor, o una frase musical, para que obre
en él el milagro de un estremecimiento muy superior al que pudieran producirle
todos los ruidos y colores, o todas las sensaciones que el mundo externo le ofrece.
Se trata de la evocación que ese aroma, ese sabor o esas notas musicales
le producen: recuerdos tan vibrantes, tan sólidos, que más parecen vivencias (re-vivencias,
repetidas vivencias, ya experimentadas) de un yo profundo. Es la memoria
involuntaria. Veamos el ejemplo de la famosa magdalena de Proust, cuyo
sabor le transporta hacia cruciales momentos de su niñez:
… me llevé a los labios una
cucharilla de té donde había dejado empaparse un trozo de magdalena. Pero en el
instante mismo en que el trago mezclado con migas del bollo tocó mi paladar, me
estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de mí se producía. Un placer
delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviese la noción de su causa. De
improviso se me habían vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida,
inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que opera el
amor, colmándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella esencia no
estaba en mí, era yo mismo… Bebo un segundo sorbo… un tercero, que me aporta
algo menos que el segundo. Es tiempo de parar, la virtud del brebaje parece
disminuir. Es evidente que la verdad que busco no está en él, sino en mí… Dejo
la taza y vuelvo hacia mi espíritu. Es él quien debe hallar la verdad. Pero ¿cómo?
Grave incertidumbre cada vez que el espíritu se siente superado por sí mismo,
cuando él, el buscador, es juntamente el país oscuro donde debe buscar y donde
todo su bagaje no ha de servirle para nada. ¿Buscar? Más aún: crear.[9]
Note
bien el lector: entre el texto de Zola (1880) y el de Proust (1913) media una
diferencia de más de treinta años. Y, además, qué treinta años: los de la
crisis de fin de siècle. Esa crisis de valores, de lenguaje, esa crisis
brutal que desembocará en la Primera Guerra Mundial: la Gran Guerra.
Pues
bien, en Pereda, en realidad un escritor adelantado a su tiempo (y mucho más de
lo que pueda parecer), pero de su
tiempo, encontramos textos naturalistas y textos ya muy parecidos a los que la
modernidad deparará. Así, sin salirnos de Sotileza, vemos que el grado
de observación, análisis y descripción de los pataches en nada tiene que
envidiar al empleado por Zola para los trenes:
El patache es un barquito de
treinta toneladas escasas, con aparejo de bergantín-goleta… puede afirmarse que el patache es un compuesto
de tablucas y jarcia vieja. Le tripulan cinco hombres; a lo más, seis, o cinco
y medio: el patrón tiene a popa su departamento especial, con el nombre
aparatoso de cámara; la demás gente se amontonan en el rancho de proa, espacio
de forma triangular, pequeñísimo a lo ancho, a lo largo y a lo profundo, con
dos a modo de pesebres a los costados. En estos pesebres se acomodan los
marineros para dormir, sobre la ropa que tengan de sobra, y debajo de la que
vistan, pues son allí tan raras como las onzas de oro las mantas y las
colchonetas. Para entrar en el rancho hay, entre el molinete y el castillo de
proa, un agujero, poco mayor que el de una topera, el cual se cubre con una
tabla revestida de lona encerada; tapa unas veces de corredera y otras de
bisagras. De cualquier modo, si el agujero se cubre con la tapa, no hay luz
adentro, ni aire, y si la tapa se deja a medio correr o levantada, entran la
lluvia y el frío, y el sol, y las miradas de los transeúntes; porque el patache,
en los puertos, siempre está atracado al muelle. (Capt. X).
Para
escribir esto nos imaginamos a Pereda en los muelles como a Zola en la estación
de San Lázaro: a pie de campo, con el cuaderno de notas en la mano. Y puede que
en este caso fuera así. Pero en la mayor parte de su obra, Pereda no nos habla
de algo que haya investigado y analizado, sino de algo que ha vivido. Mejor
aún: de algo que recuerda, y en el
recuerdo lo analiza. No es lo mismo. No es lo mismo retratar la realidad que
analizar el recuerdo.
Por
eso es fácil encontrar en su obra textos de corte intimista que se acercan ya a
la modernidad. Como cuando Andrés ve de cerca la muerte, una muerte por agua
que acecha a los pobres marinos que tiene al lado:
¿cabía imaginar un desamparo,
una soledad, un desconsuelo más espantoso en derredor de un hombre para morir?
Enseguida pasaron por su memoria, en triste desfile, los mártires que él
recordaba de la numerosa legión de héroes, a la cual pertenecían los
desventurados que le rodeaban, destinados quizá a desaparecer también, de un
momento a otro, en aquel horrible cementerio. Y los vio, uno por uno, luchar
brevísimos instantes, con las fuerzas de la desesperación, contra el inmenso
poder de los elementos desencadenados; hundirse en los abismos; reaparecer con
el espanto en los ojos y la muerte en el corazón, y volver a sumergirse para no
salir ya sino como informe despojo de un desastre, flotando entre los pliegues
de las olas y arrastrados al capricho de la tempestad.
Y viéndolos a todos así, llegó
a ver a Mules; y viendo a Mules, se acordó de su hija; y acordándose de su
hija, por una lógica asociación de ideas, llegó a pensar en todo lo que le
había pasado y fue causa de que él se viera en el riesgo en que se veía, y
entonces, a la luz que solo perciben los ojos humanos en las fronteras de la
muerte, estimó en su verdadera importancia aquellos sucesos; y se avergonzó de
sus ligerezas, de su insensatez, de sus ingratitudes, de su última locura,
causa, quizá, de la desesperación de sus padres; y volvió su mortal naturaleza
a reclamar sus derechos; y amó la vida, y le espantaron de nuevo los peligros
que corría en aquel instante (Capt.
XXVIII).
En
todo caso, cierto es que Pereda, vive inmerso todavía en esa época de hartazgo
realista (sumergido en él) que se extrema y culmina con el naturalismo. Hartazgo
que nos llevará, como reacción, a ese simbolismo que, con los posteriores
movimientos modernistas y expresionistas, abrirá las puertas a las vanguardias
del siglo XX y, sin duda, al cambio más radical en la historia de las ideas
artísticas. Interesa el yo interior. Su manifestación. ¿Pero es transmisible?
Este es el problema: tan intrasmisible es nuestro yo como impenetrable el yo
ajeno. En todo caso, esta intransmisibilidad ¿supone algún problema? En
absoluto, porque si lo que nos interesa es el interior, su transmisibilidad, su
comunicación, "enajenación" en suma, no importa. O importa como mucho
a efectos de catarsis, de terapia: para sacar lo que llevamos dentro,
exteriorizarlo, incluso analizarlo para comprenderlo, para comprendernos mejor
a nosotros mismos, para oír, sentir, mejor nuestro yo. Incluso nos puede
interesar la exteriorización del yo ajeno (si conseguimos descifrarla), pero
también solo de modo instrumental: como medio, como criterio de comparación
para profundizar mejor en el conocimiento de nosotros mismos.
Esto es la modernidad: el grito, la expresión,
del yo interno reivindicando su existencia por encima de la externa. Y a partir
de ahí la búsqueda, la interpretación. Y ese debe ser el objeto del arte, no el
reflejo de una realidad externa que para contemplarla o analizarla no necesita
de representación alguna bastando su mera contemplación; tampoco la imposible
representación o descripción detallada del yo impenetrable, inexpresable e indescifrable,
sino la mera, pero incitante, sugerencia verlainiana; el simple matiz
excitante; el apunte provocador capaz de poner en marcha nuestros mecanismos
internos para conocernos mejor a nosotros mismos y conocer mejor a los demás.
Al Hombre. Que, en definitiva, es de lo que se trata. Esto es, insistimos, la Modernidad:
el descubrimiento, más bien redescubrimiento, de ese yo interior. Y solo
excepcionalmente encontramos esa búsqueda en obras anteriores. Y por eso
también, Pereda, en general, se halla inmerso, le guste o no, en ese momento de
hartazgo realista (ya naturalista), ofreciéndonos en Sotileza un ejemplo
más, un buen ejemplo, de las técnicas propias del naturalismo, con alguna
excepción como la que acabamos de ver.
Pero hay más. Más excepciones y más sorprendentes. Marcelino Menéndez Pelayo, detecta seguramente
la principal. Algo en lo que la crítica literaria debería detenerse y analizar
con mayor detalle. El pensamiento artístico de Sotileza, la idea primera ―nos dice en su introducción― es
tan honda, que casi parece un enigma.
Pero
entendamos bien: no es el enigma pueril en que se deleitan los hacedores de
novelas transcendentales. Sotileza es un enigma sorprendido valerosamente, y
sin intención ulterior, en las profundidades de la naturaleza humana. El autor
le ha planteado; pero en la conclusión le elude más bien que le resuelve. Ha
hecho bien, después de todo. En el arte agradan y dominan siempre aquellos
personajes en quienes resta un fondo inaccesible a las miradas de la crítica.
De este modo quedan como algo simbólico y misterioso, entrevisto en el
crepúsculo de la poesía, que adivina tales naturalezas más bien que las
penetra.
Sotileza,
con ser muy mujer, tiene algo de esfinge tebana, y el autor no ha hecho más que
levantar una punta del velo sagrado.
¡El velo sagrado!
Recordemos
de nuevo el poema de Verlaine, cuyo título, además, L'art Poétique,
tampoco es casual: deberás buscar /
palabras que se presten a equívoco: / nada más valioso que la canción gris… Es
como unos bellos ojos tras unos velos…[10]
¿Conocía Menéndez Pelayo al escribir estas líneas,
en 1885, este poema de Verlaine publicado el año anterior? Llama la atención
incluso la expresa alusión al velo.
Lo conociera o no, de lo que no hay duda es que
Menéndez Pelayo estaba al corriente de lo que acontecía literariamente en
Francia. ¿Lo estaba también Pereda? En todo caso, con Sotileza, lleva a la práctica los mismos postulados
poéticos de Verlaine, en lo que a este aspecto, que tan acertadamente destaca
Menéndez Pelayo, se refiere.
Y he aquí el descubrimiento de Menéndez Pelayo en
su Introducción a
Sotileza. Es algo cuyo alcance no
acertó a percibir el gran Clarín. Y no
solo no acertó a verlo sino que incluso detectándolo lo señaló como una carencia narrativa: el velo de Silda. Y no se trata de desmerecer o elogiar a uno u a
otro. Imposible que Clarín, asturiano de Zamora ―y este es un tema que también
aborda en su prólogo― "viviera" Sotileza como
la vivió el polígrafo cántabro.
Clarín, decimos, lo detecta:
Pocas veces habrá llegado el arte de la pluma a
representar con tanta belleza un carácter en embrión y un carácter original y
fuerte, como va a ser el de Sotileza, con tan pocos rasgos y tan exteriores.
Lo detecta, pero le
parece insuficiente o escaso:
el hilo principal que sigue el autor es el de la
vida y pensamientos de Andrés, no el de Sotileza
(…)
Andrés, a pesar de su mérito, perjudica mucho por
ocupar demasiado la atención del autor
(…)
lo que yo censuro es que se convierta en lo
principal, en lo absorbente en una novela que tiene, gracias al ingenio del
autor, elementos de belleza superiores con mucho a la que Andrés
(…)
la callealtera debía ser más suya, figurar ella más;
y ese análisis interior que se emplea en Andrés, emplearlo en ella: en ella y
en Muergo.
No, no hay que
profundizar más, no conviene profundizar más. Definitivamente: el velo de Silda
debe mantenerse. A la mirada, a las facciones… más: al interior de Silda, no
solo le favorece la indefinición, el sfumato, la sugerencia verlainiana: es que es ahí donde
reside toda la esencia y encanto de nuestra protagonista. Y ese desvío de
atención hacia Andrés, realmente el personaje que más conocemos y
literariamente ―y seguramente por eso― el más débil, sirve precisamente para
realzar aún más la oscuridad de Silda. Luego, no sobra. En absoluto sobra.
Y de este modo, con el
velo de Silda, Pereda se adelanta a su tiempo. Si bien es cierto que, desde
siempre, los más grandes personajes de la literatura están solo sugeridos o, si
detallados, inmersos en un mar de sombras: desde el Hamlet de Shakespeare, disuelto
en sus dudas, hasta don Quijote ahogado en su delirio. Desde el desorientado Samsa
de Kafka, convertido en un asqueroso insecto, al horrorizado Kurtz de Conrad,
una voz sin palabras que se busca y no se encuentra, en el corazón de las
tinieblas[11].
Y es que, como dice George Steiner, no
es ya que el poeta renuncie deliberadamente a la expresión, sino que hay
ciertas cosas, ciertas experiencias, que le resultan inexpresables. Impotencia
de la que se pone a salvo con el mutismo. Ya Dante, en su Divina
Comedia, se
hacía eco del problema. Mayor, conforme sus visiones se cargan de un superior
misticismo. Hasta que en el canto XXXIII del Paraíso, cuando roza la
presencia divina, se rinde:
Mi ver, desde aquel punto, superaba
a nuestro hablar…[12]
Pero en el propio límite
del lenguaje reside la grandeza del poema. Porque donde cesa la palabra del poeta
comienza una gran luz[13]. Una luz de búsqueda,
riqueza y verdad.
Y este es el acierto, más
o menos consciente del autor de Sotileza: acertar ―porque hay que acertar como él acierta―
en esos pocos rasgos y tan exteriores a los que se refiere Clarín, que posibiliten la
sugerencia necesaria para representar con tanta belleza un carácter en embrión
y un carácter original y fuerte, como va a ser el de Sotileza. Algo a lo que pocas veces [ha] llegado el
arte de la pluma a representar con tanta belleza.
Con
todo, hay una vez, una sola en toda la novela, en que el corazón de Silda se
nos presenta desnudo. En realidad no es sino una más de esas sugerencias. Pero la
que mejor nos permite indagar en la entraña del personaje. Y es, posiblemente por eso mismo, el momento más poético y,
seguramente, el más moderno de la novela: cuando, en el capítulo XVI, tras la
contemplación de la horrible fealdad de Muergo (que no olvidemos, significa
"feo"), con expresión codiciosa, hundiendo al mismo tiempo toda
la fuerza de su mirada en las tenebrosas escabrosidades de la cara de Muergo, se le escapan las únicas tres palabras, que en toda la novela brotan
desde su interior más sincero:
¡Da
gusto mirarle!
Y
de aquí, otro debate de calado como solo lo suscitan las grandes obras: el del
mito de La Bella y la Bestia. Porque, aunque muchos lo pongan en solfa,
está claro que la monstruosidad de Muergo, epíteto que se repite en la
novela hasta cuatro veces, constituye el verdadero y oscuro objeto del deseo de
Silda. Algo ―y aquí vuelve el determinismo del naturalismo― que estaba en sus
genes. Pues, todavía crisálida,
entre tantos puercos y descamisados como andaban por allí, solamente se
dolía de la roña y de la desnudez de Muergo. Y Muergo correspondía a estas
relativas delicadezas de Silda, riéndose de ella, dándola una patada, o
arrimándola un tronchazo como el de la Maruca. ¡Y la preferencia continuaba,
por parte de Silda! ¿Por qué razón? Vaya usted a saberlo. Acaso la fuerza del
contraste; la misma monstruosidad de Muergo; un inconsciente afán, hijo de la
vanidad humana, de domar y tener sumiso lo que parece indómito y rebelde, y de
embellecer lo que es horrible; hacer con Muergo lo que algunas mujeres, de las
llamadas elegantes en el mundo, hacen con ciertos perros lanudos y muy feos:
complacerse en verlos tendidos a sus pies, gruñendo de cariño, muy limpios y
muy peinados, precisamente porque son horribles y asquerosos y no debieran
estar allí. (Capt. III).
¡Da
gusto mirarle! Esta es la explosión de Silda, el único intersticio por
el que muestra su alma al lector. Al
lector y al propio y desolado Andrés, cuya reacción inmediata obvia
acertadamente el autor, para fijar su atención en los dos verdaderos
protagonistas:
[Muergo]
sintió la puñalada de luz en lo más hondo de sí mismo; conmoviose todo;
relinchó como un potro cerril, y cargándose sobre el remo con todos sus bríos
bestiales, dio tal estropada, cogiendo a Cole descuidado, que torció el rumbo
de la barquía.
En la cara de Sotileza brilló entonces algo como relámpago de vanidad
satisfecha, y al mismo tiempo se oyó la voz de Mechelín, que gritaba desde
proa, detrás de la vela desmayada y lacia:
―¿Qué haces, animal?
―Na que le importe ―respondió Muergo, relinchando otra vez. (Capt. XVI).
¡Cosa
más rara que aquella muchacha!, apostillará más adelante,
ya en el capítulo XIX, el asombrado autor/narrador, admirándose y apartándose
de la fría objetividad del naturalismo, en la que la opinión del autor no
existe: ¡Cosa más rara…! En el
mismo sitio en que había domado los ímpetus apasionados de Andrés con su
palabra desengañada y su continente esquivo, escuchaba las brutalidades de
Muergo con la sonrisa en los labios y el regocijo en la mirada
Y
después de esto, nada más dice ni debe decir el autor, ni es lícito
preguntarle, ni creíble cualquier opinión que, forzada o no, pueda añadir.
Porque el artista solo habla de su obra en su propia obra. Ahí comienza y
concluye su expresión, para que finalmente, sea cada lector quien
extraiga y module sus propias conclusiones. Y será entonces, y solo entonces,
cuando alcanzará la obra sus poliédricos, vivos y esenciales objetivos. Sus
verdades.
(El universo de Silda, Servando Gotor)
[1] Proust, 1913-1922.
[2] Proust, 1913:338.
[3] Proust, 1919:733.
[4] El amor se hace
inmenso, no pensamos en el poco espacio que en él ocupa la mujer real (…) Esa
Albertine [la real] era poco más que una silueta, todo lo que se había
superpuesto a ella era de mi cosecha; hasta tal punto prevalecen en el amor las
aportaciones que proceden de nosotros mismos (…) sobre las que nos vienen del
ser amado.
Proust, 1919:754.
[5] Proust, 1919:693.
[6] Proust, 1919:695.
[7] Proust, 1919:766.
[8] Zola,
1880:2-3.
[9] Proust,
1913:43.
[10] VV.AA, 2015:294.
[11] Sobre la poética de
la sugerencia, destaca Umberto Eco
que la primera vez que aparece una poética consciente de la obra
"abierta" es ―como ya hemos visto―
con Verlaine. Añadiendo que más extremas y comprometidas son las
afirmaciones de Mallarmé: "Nommer un objet c'est supprimer les trois
quarts de la jouissance du poeme, qui est faitre du bonnheur de deviner peu à
peu: le suggérer… voilà le rève…" Es preciso evitar que un sentido único
se imponga de golpe. (Eco,
1962:79).
[12] Steiner, 1961:57-58.
[13] Steiner, 1961:56.
Me ha impresionado el estudio, ameno, concienzudo, interesante; da la impresión que el autor ha volcado su "yo" en sus comentarios de manera que el propio debate que suscita, su análisis personal e íntimo, nos conduce de la mano a las conclusiones.
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