No llora por aquello que le duele. Tampoco se lamenta por las heridas de las garrapatas que sangran sus costillares, que sin ser suyos, los lleva a cuesta. Pero necesita llorar como todo bebé que viene al mundo. Llora por lo que le es ajeno: sus nietos sin escuela pública, su vecino Musa, sin tarjeta sanitaria.
En contra del consejo mesiánico Llorad por vosotras, como hija buena de la Jerusalén hipócrita y beata, esta mujer pensionista no revalorizada, llora por cualquier crucificado de turno y sin futuro.
Ha vivido durante mucho tiempo por encima de sus posibilidades. A sus años, su padre ya había muerto de silicosis. Llorar por ella misma, delataría su prepotencia: haber cotizado a la Seguridad Social durante más de treinta años, como limpiadora del Deutche Bank. Una rosa es una rosa hasta que huele.
Llora por la palmera talada, por su vecina interina y despedida, por su marido sin subsidio; llora por sus hijos, la generación perdida.
Su orgullo la ciega, y no quiere verse. Sus ojos necios. Y es tan vanidosa, que no siente el hierro incandescente que rompe el eslabón de la cadena del bienestar y el gusto, sus entrañas traspasadas de dolor. Pero necesita llorar. Y no es piedad ni compasión. Tampoco misericordia lo que siente, al ver los pies descalzos y sin rumbo de sus hijos, sino un desahogo animal, instintivo, parecido a la rabia.
Juan Serrano
de su blog: Blao
18 octubre, 2012
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