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Las cosas más difíciles suelen parecer las más sencillas, como puede pasar con una sonrisa, con una distancia o con un paso de peatones, cuando la cebra generosa que dio su piel fue, sin duda, un ejemplar enorme: por el estado de sus rayas tal vez un poco anciana, aunque también puede ser que llevara una vida aventurera y peligrosa, despellejada de heridas y zarpazos.
La mayoría de las cosas suceden sólo una vez, una ocasión única, pero tiende a parecernos que casi todo se repite o da vueltas y vueltas en la rutina del eterno retorno de lo mismo. Qué desfachatez. Unos cuantos seres humanos cruzan el paso de peatones, pisan la piel de la cebra enorme y generosa, y puede parecernos un asunto múltiple, una cuestión factorial y estupenda, pero se trata de una trivialidad, un puro trance que se está desvaneciendo antes de definirse, una grandísima apariencia sin valor.
Cualquiera, cada uno de los humanos que cruzan, tiene su cabeza y su estatura, su forma hidráulica de caminar, su alboroto. Parecen desganados, como que van o vuelven por hacer algo o por no estarse quietos, sin auténtica necesidad ni urgencia: podrían no estar ahí, no estar absolutamente: ser otros, o haberse quedado en casa viendo la tele.
Pero son precisamente ellos y no son otros, y han salido de casa, y están ahí, cruzando el paso cebra como electrones o como astros más o menos obedientes, como organismos casuales camino de la cena o tal vez enamorados con una entrega adolescente, enfermiza y fatal.
Muchas veces, las cosas suceden así, con varias versiones de las que sólo una se cumple, y casi siempre es igual, da lo mismo, el clima no cambia ni se levanta un viento frío, sigue habiendo una tortilla de un huevo para cenar, nunca sabremos por qué el viejo Noé dejó entrar en el arca a la pareja de moscas.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, IV
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