El humo de las chimeneas de las fábricas ensombrece mis ojos. Azulada es un pueblo intransitable, tapón múltiple, todo hierve y se amontona, las calles abarrotadas emborronan lo que busco. La situación del pueblo es un inclinado cuadro cartesiano de innumerables entradas y salidas en cuesta arriba. Callejones y travesías entrecruzadas forman un laberinto que me impiden dar con el niño que dejé aquí hace cincuenta años.
Azulada parece una ciudad en plena reconstrucción tras el arrasamiento de una guerra. Todos corren al mismo tiempo, a la misma hora, con el mismo empeño, tras la misma presa, parecen evacuados trashumantes huyendo de cualquier plaga medieval. Miro las baldosas en forma de pastillas de chocolate. Estas losetas que piso son las mismas que de pequeño aporreaba con una caña camino de la escuela.
Las casas del pueblo todas están en constante remodelación. Levanto la vista y quiero retener la antigua casa que una excavadora destruye con avidez.. Quedan ya pocas casas de antigua hechura. Casi todas son de nueva construcción. Allá donde sólo habían postigos por donde salían carros cargados de avíos y desesperanzas, mulas perezosas y mal alimentadas al campo de sus faenas, hoy son comercios y cocheras: un bazar, una tienda de informática, una agencia inmobiliaria, un pequeño chiringuito todo a cien, un aparcamiento de dos plantas, hasta un salón de fisioterapia. Nada ya de las fachadas de cal blanca y azul con sus zócalos grises.
Miro al cielo y me pregunto, si tal vez, este cielo, surcado por aires tan rápidos y frescos, es el mismo que de pequeño viera.
A mí madre también le hace daño echar la vista atrás, le duele recordar el camino andado, sufre volver sobre los recuerdos perdidos. Cuando alguien ha amado mucho a quien ha muerto, olvida para no seguir sufriendo su ausencia. Para madre el futuro es su muerte como para mi el pasado. Se esfumaron nuestros besos, las delicias del roce, las canciones y las risas. Atrás quedó su juventud de canciones entre vendimias y recogidas de aceitunas. Ya nunca volverán los olores a levadura de la artesa, cubierta con aquella manta de colores sobre la masa masajeada. Madre no quiere regresar al cuarto hondo, a la habitación trasera, a la covacha, no quiere remover sus heridas: las enfermedades de sus hijos, la falta de víveres para terminar la semana, la vergüenza de soportar que su hija tenga que servir en casa de señoritos altivos.
En la caja vacía de puros donde padre guarda las perras no hay suficiente para pagar al señor, el prestamista que nos adelantó el dinero para comprar la casa. Madre no aguanta que mi hermano cuente ahora historias de antes:
¡Para ya de decir tontunas, te inventas la mitad de las cosas, no sabes sino decir mentiras!
Más me creo lo que dice mi hermano, que lo que madre quiere olvidar. Mi hermano habla ahora de dos árboles que teníamos en el corral bajo cuya sombra jugábamos a la lima. Con adiestrado golpe lanzado desde el aire, hincábamos la navaja en el cuadrado del otro, y según como quedara el sentido de la hoja clavada en tierra, así marcábamos en esa dirección una recta, que arrebataba al contrario una buena porción de su territorio.
Y mientras mi hermano cuenta y cuenta anécdotas de cuando éramos pequeños, yo no me acuerdo de nada. Nada guardo de mi infancia, nada de lo que de niño pudiera pertenecerme: ni un juguete, una pelota, un patín... Lo que más me duele ya no es no guardar nada de entonces, sino no conservar el sentimiento de felicidad que me pudieron reportar aquellos entretenimientos. Es triste nacer mayor, como un pájaro que sale del huevo con las uñas largas, como el vino sin calor, agua seca, azúcar salada, árbol sin tierra. No recuerdo las caricias de mi madre en noche de altas fiebres. Y tengo que inventarme sus canciones a mis sueños de miedo. Recrear el olor de su seno a leche, la ternura de sus dedos acariciando los pelos de mi cabeza, su mano caliente sobre mi mano helada.
Escucho a mi hermano por ver si sus palabras pudieran devolverme mi niño olvidado. Es duro perder a un padre cuando uno es pequeño, pero más duro es perder el pequeño que todos llevamos dentro. Busco a ese niño por toda Azulada, y no lo encuentro. Esta tierra me aprieta. Mi hermano de pequeño me desposeyó ganándome al juego de la lima, comiéndome el terreno. Tal vez no fuese mi hermano, que fuera el hijo de Doña Pilar Redondo, aquel que me abrió la cabeza de una pedrada cuando jugábamos detrás del viejo teatro del Concha Segura. Por esa brecha salió espantada mi tierna infancia, como niño despavorido que toca el timbre de una casa y sale corriendo y nunca más se le vio el pelo.
Juan Serrano
de su blog: Blao
30 octubre, 2013
muchos de mi generación nos criamos en Azulada y comprendemos el profundo significado de este bello relato
ResponderEliminarQuizá fuera Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, no hay que hacerme mucho caso mi memoria, afortunadamente, es mala, el que dice que quien no ha tenido infancia está condenado a ser siempre niño.
antonio
1Oh!, ¡sorpresa, no soy un robot!
ResponderEliminartenía mis dudas, sobre todo cuando pago religiosamente las facturas del gas, de la electricidad, los impuestos, del teléfono, no voy a mayor velocidad de la que me señalan....
pero gracias al descubrimiento de Servando he demostrado no ser un robot. Antonio