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Pon mis juguetes en buen orden, al oso con el oso, pon al perro con el pájaro, en cuanto al pato, déjalo solo al pato: padre, me voy, voy a jugar con la muerte. Se trata de leopoldo maría, sí, arreglando sus asuntos antes de morirse.
El bueno de pessoa, por su parte, sigue dando la lata con sus (ridículas) dificultades, impropias de un adulto, y se da vergüenza de comprar plátanos en la calle –unos plátanos en los que se ha proyectado todo el sol del día como una linterna sin máquina-. Los motivos de su vergüenza son todavía más ridículos –si cabe-: podrían no envolvérselos bien, o no vendérselos como deben ser vendidos por no saber él comprarlos como deben ser comprados (¿?); podrían extrañar su voz al preguntar el precio (¿?). En fin, creo que conviene que corramos un tupido velo sobre el asunto de los plátanos. A veces parece que estos balconcillos están llenos de piantados.
Olga (orozco), a quien –hasta ahora- considerábamos una mujer sensata, con los pies en el suelo, con la cabeza en su sitio, se ha puesto a decir que su pena es única, indeleble (sic), que se retrae como ciertas flores si la roza cualquier sombra extranjera y, cuando la sopla, crece como si devorara la íntima sustancia de una llama. Añade algunos detalles sin importancia: que tiene la forma de un cristal de nieve y el perfume del viento y que irradia un fulgor azul o rojizo o dorado (¿?). Lo peor llega cuando parece que nos quiere vender su pena: no hallarás otra igual –dice- aunque te internes bajo un sol cruel entre columnas rotas. ¡Olga, por favor, que eres poeta, o eso creíamos, por lo menos!
Stephen (crane) también nos cuenta una breve y difícilmente creíble historia. Se encontró en el desierto con una criatura (desnuda y bestial) que, de cuclillas, devoraba su propio corazón. Bien hasta aquí, pero atiende ahora: stephen le pregunta, como si tal cosa: ¿está bueno, amigo? Le pregunta si está bueno su corazón y añade ¡amigo! Después de esta
tremenda falta de tacto, la respuesta de la pobre bestia tiene que parecernos coherente: amargo-amargo, pero me gusta porque es amargo y porque es mi corazón. Olé por la criatura, qué sabia respuesta a tan maleducada pregunta.
Afortunadamente, andando a lo largo de la solitaria playa que puede verse desde los balconcillos que dan al sur, llega neruda diciendo –humildemente- que él no sabe, que conoce poco, que apenas ve, pero cree que el canto de la muerte tiene color de violetas húmedas, de violetas acostumbradas a la tierra, porque la cara de la muerte es verde, y la mirada de la muerte es verde, con la aguda humedad de una hoja de violeta y su grave color de invierno exasperado. Agárrate, agárrate a la barandilla si te flaquean las fuerzas. Cuando estos inadaptados aciertan a decir, tiembla el misterio.
Pensar a solas duele: no hay nadie a quien golpear. Está uno y su cara: uno y su cara de farsante, ay. Bukowski, como tantas veces, nos da caña: no permite que nos apiademos de nosotros mismos ni que nos juzguemos con demasiada benevolencia, con excesiva suavidad: la vejez no es un crimen, pero la vergüenza de una vida deliberadamente malgastada entre tantas vidas deliberadamente malgastadas sí lo es. Este tarado dispara a dar y con perdigones del quince. Y sigue, sigue: ellos envejecieron mal porque vivieron mal: rehusaron ver. Ay, cuando estos inadaptados empiezan a hablar, tiembla el misterio.
Aunque no seas el padre de la jirafilla, o ni siquiera de las torcaces ni de los floridos geranios, sube si quieres a estos balconcillos, pero debes saber que los muchachos tienen días buenos y días menos buenos. Dicen –o dan a entender- que es mucho el dolor aquí; y la soledad, también es mucha la soledad. Y la tristeza. Pero también la belleza: hay tanta belleza y tanto silencio. Y miedo, también es mucho el miedo. Ellos, los muchachos, hacen lo que pueden, pero tienen muchos días malos, y muchos días muy malos.
Debes saberlo si subes a estos balconcillos.
¿Qué satisfacciones tengo en la vida? Se lo digo de veras, trabajo en lucento. ¿Qué satisfacciones tengo en la vida? Así es, jovenzuelo, se lo digo de veras, trabajo en lucento.
Si te quedas en los balcones de abajo, donde todavía da la sombra, puede que veas o escuches a pavese. Tal vez ya haya pasado la noche en el hotel de turín –si es así, estará relajado en la muerte-, pero si aún tiene que suicidarse, puede que lo encuentres hosco e irritable: no se lo tengas en cuenta. Siempre se queja de que cada vez que se sienta en un rincón a beberse un aguardiente, allí está el pederasta, o los niños gritones, o el desocupado, o la muchacha guapa: rompiéndole entre todos el hilo del humo. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, pavese, le dice la chica guapa sin ninguna intención. Tengo sesenta y ocho, la primera vez que cargué alfalfa tenía diecisiete, le responde pavese sin mirarla.
Era demasiado exquisita para esta vida, dice larkin a quien quiera escucharle. Arrodillada en la arena, la costa y un hotel con palmeras parecían brotarle de los muslos, sigue diciendo, aunque nadie le escucha. Llegó un día de marzo y un par de semanas más tarde ya era bizca. Como el relato se pone interesante y tiene morbo, ya hay dos feligreses escuchándole. Dijeron que aquello llevaba la firma del Enano Thomas. Sea como fuere, el desaprensivo autor de la atrocidad siguió torturándola: le tocó el turno a la sonrisa, y enseguida a las enormes tetas y a la raja de la entrepierna. Cuando le cortaron los labios con un cuchillo y muy pronto, en transversal, una mano, le pusieron encima un cartel nuevo, esta vez de la Lucha contra el Cáncer.
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