Autorretrato como soldado (Ernst Ludwig Kirchner) |
Pesados cortinajes, rojos por supuesto, aíslan el salón del exterior. Alfombras que amortiguan los pasos. Barrocos muebles de caoba y otras maderas nobles, trabajadas por expertos artesanos. Lámparas y candelabros de vidrios venecianos. Todo contribuía a crear una atmosfera de irreal mundo elegante, pero cerrado y malsano. Sin discusión, era el mejor salón de Barcelona.
Las chicas, con elegantes trajes de noche, tan complicados de vestir como para ser desnudados, muestran una artificial alegría y sonríen ante las vanas conversaciones de caballeros vestidos con frac y provistos de inútil monóculo. Un parloteo de pájaros acompañado por el bajo continuo de las graves voces masculinas. Doña Rosa, la emperatriz del salón, madura, pero de las que han tenido y retenido, arreglada como para una opereta, enjoyada, reparte saludos, sonrisas y órdenes. ¡Niña, qué el señor conde tiene su copa vacía! ¿Quieres que se diga que mueren de sed nuestros huéspedes? Siempre se ha afirmado que aquí se muere de pasión y no quiero contradecirlo.
Aparece con el porte de un marqués Herr Richard. Mein Herr Marquis. Herr Richard von No-se-qué. Ni siquiera los banqueros y prohombres que pueblan el salón y que alardean de ser germanófilos han aprendido aquel apellido de rancio linaje teutón. Las chicas lo llaman con respeto don Federico y ponen ojos de cordero degollado cuando lo miran. Algunos clientes, admirando su esbeltez de junco, sus elegantes maneras y sus bellos ojos de metálica mirada, lo han motejado como “El Bello Tudesco”. Rodaría por el suelo cualquiera de las flamantes yeguas de aquella selecta cuadra de doña Rosa si el bello teutón les dedicara una simple sonrisa, incluso doña Rosa, que lo protege y lo ama. Trajes del mejor corte traídos por doña Rosa desde Paris, camisas de seda de Londres, botines italianos, todo es poco para engalanar a su admirado protegido.
Habladurías, comadreos, ya se sabe, qué van a hacer las chicas cuando no hay faena. Que si es un conde alemán desheredado por su familia cansada de su disipada vida. Que si espera la muerte de una tía riquísima y soltera de la que es, a pesar de sus vicios, o, quizá por ellos, su ojito derecho. Que si doña Rosa y él están liados por un amor enfermizo y eso que ella le aventaja en veinte años. Que a pesar de las aberraciones que cada una de ellas conoce, y componen una amplia colección, si penetraran en el dormitorio de doña Rosa quedarían sorprendidas de sus amores con el bello teutón.
Herr Richard se sienta al piano, mientras una de las chicas le sirve solícita una bebida, sin recibir ni una simple mirada de gracia. De sus dedos nacen alegres polcas y valses, foxtrots y charlestones. Toda la concurrencia se anima en una alegría alcohólica y pecaminosa. Pero, a veces, Herr Friedrich se encuentra melancólico y toca estudios de Chopin o versiones para piano de oberturas wagnerianas. Si se atreviera a hacer esto en el salón de doña Rosa alguien que no fuera el bello alemán, saldría despedido de inmediato por el balcón, que el personal queda mustio y lo sufre la caja, pero el consentido de doña Rosa puede gobernar el salón al ritmo de su humor.
Pero un día Herr Friedrich aparece en el salón con el ademán descompuesto, sus metálicos ojos bordeados de un oscuro halo de sufrimiento, su porte decaído. Despliega el periódico que porta y lee:
“Tres de agosto de 1914. En el día de ayer, las tropas alemanas han cruzado Luxemburgo hacía Francia. El estado mayor francés lleva dos días movilizando su ejército hacia la frontera para atacar a Alemanía…”
“Caballeros y damas, mi patria está en guerra, no puedo permanecer ni un minuto más aquí, he venido a despedirme, corro a alistarme para defender a los míos. Lamento dejar tan agradable compañía. Todos ustedes estarán presentes en mi memoria para el resto de mis días.”
Doña Rosa irrumpe en llanto, se despeina, pierde su compostura, se arrodilla ante él, le pide, le suplica, le ordena, que no los deje, que permanezca a salvo entre ellos. Al fin, lo arrastra a sus habitaciones privadas.
Mire, lo que le cuento es la pura verdad, se lo he contado a muy pocas personas, no quiero que me digan que soy una mentirosa, usted es hombre de letras y muy sabido, seguro que tendrá una explicación. Yo era una de las chicas favoritas de doña Rosa, conmigo siempre se portó bien y no comprendo como las demás le tenían miedo y decían que era medio bruja y que hacía sortilegios, que las había embrujado; todas estaban allí por su propia voluntad, por su voluntad y porque ganaban un buen dinero. A la noche siguiente volvió don Federico al salón. No se qué le diría, qué le prometería, qué haría doña Rosa para convencerlo, pero volvió la siguiente noche y la siguiente y la siguiente y todas las siguientes noches, nadie mencionó nunca aquella fallida despedida. Pero ya no era igual, venía, se sentaba al piano mientras alguna chica le servía con un sonrisa un coñac con hielo, sin que él levantará la mirada del teclado, tocaba mecánicamente y se iba. Si se le observaba bien se le notaba sufrir breves estremecimientos y mostrar un rictus de dolor, en los últimos meses el metal de su mirada parecía iluminado por la fiebre. Así todas las noches, y eso que fueron los mejores tiempos del salón de doña Rosa, reinaba la alegría y el buen humor, el champán corría como el agua, el dinero entraba a chorros y a las chicas nos llenaban de regalos. Aquellos tiempos de la guerra europea ya no se volvieron a ver.
Un día llegó una carta desde Alemania. Nos la leyó doña Rosa y mientras la leía, su cara se iba descomponiendo, empalidecía, su voz se entrecortaba. La escribía al dictado, según decía, un amigo de don Federico, en un hospital, en ella decía que el capitán Friedrich, nuestro alemán, había estado luchando en El Marne valientemente desde casi el comienzo de la guerra y que había caído herido muy grave; que tras meses de estancia en el hospital y cuando todo indicaba que habían curado sus heridas y estaba próxima su alta, se agravó su estado y en pocos días unas fiebres se lo habían llevado a la tumba. Le había rogado que escribiera esa carta y que la enviara a Barcelona en el caso de morir, en ella se despedía de todas nosotras, por nuestros propios nombres, y cuando doña Rosa llegó aquí, los llantos contenidos se soltaron y todas nosotras llorábamos como Magdalenas, nunca mejor dicho. Tras su entierro, este amigo se había apresurado a cumplir el encargo. Aquella noche don Federico no compareció por el salón y ya nunca más…..
Antonio Envid
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