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Unos
dicen que era como la gorra de Wagner o de Durero, a otros les pareció una
chapela. Los más despistados no vieron gran diferencia con el sombrero de teja
que a veces llevaba el reverendo Brown. Pero lo que realmente llevaba Bermúdez,
el Fariseo, el día que comenzaron las obras en Conde Aranda, era el gorro de la
Cofradía de los Desamparados de la Triste Faz del Casco Antiguo. Negro y
brillante como una cucaracha, pesado como un bloque de granito de Porriño, duro
como el orden y cegador como un rayo de luna llena sobre los remolinos del Pozo
de San Lázaro.
Como le venía grande, lo fijaba
sobre sus orejas, doblándolas, abriéndolas hacia fuera, machacando los
cartílagos, comprimiéndole el cráneo,
clavando sus pies contra el suelo. Y le
cubría los ojos, reduciendo la longitud de su rostro en un tercio. Sin
oscuridad no habría sueños.
-Pero,
Fariseo, ¿cómo vas con esas pintas?
-No
te oigo, Paxton. No puedo oirte. Es por el gorro, ¿sabes? Por el gorro de la
Cofradía, que me aprisiona las orejas y me tapa los oídos.
-Pues
quítatelo.
-No,
no pienso. Todavía no estoy preparado. Acaban de levantar la calle. Mi calle.
-Pero
¿no decías que no oías?
-Y
no oigo, pero adivino lo que me dicen. Como tampoco veo, pero imagino lo que le
están haciendo con mi querida calle. Espero que no toquen el foso de los
cocodrilos y que dejen en paz el acuario de los peces vampiro. Si se llevan el
tren chuchú me da lo mismo, que ya estoy harto de verlo.
El Fariseo afronta siempre Conde Aranda con sólido monólogo.
‘Dios es tímido; por eso no sabemos si realmente existe’, recuerda haber dicho
esa misma madrugada a sus más de treinta esclavizadas hijas, que trabajaban sin
descanso en la construcción de la pirámide, cada vez más retrasada porque las
muchachas deshacen por la noche todo lo que han construído durante el día, o
incluso un poco más, como treinta despechadas penélopes.
Narciso de Alfonso
Servando Gotor
El Guacamayo Azul
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