El sexo, no es que sea ambiguo, que lo es, (de ahí su atracción inevitable); es que está en proceso de evolución constante. Los genitales no bastan para determinar el género. La barrera que separa al hombre de la mujer escada vez más difusa y menos distante. (Opekú)Pascal quiere compensar sus miserias saliendo a distraerse un rato. Todos sabemos que Pascal no es un libertino, tampoco un sátiro; pero para endulzar el amargor de su pesimismo judeocristiano, elige para su divertimento Le diván du Colette. En un emocionante expectáculo con cena incluida, la mejor Dragqueen de todo París asegurará a Blaise una velada de sensualidad y lujo (libido sentiendi), en uno de los mejores restaurantes de la calle Saint Germain. El humor, la gratia efficax de Colette, aunque sea por unas horas, salvará a Blaise de su desenfado pirrónico, la culpa de sus pecados jamás cometidos. Creo en el hombre. (Blas de Otero).
Colette sale al escenario unas veces vestido con plumas hasta las cejas, o ataviado de chales y tules. Otras, subido en sus escaleras de zapatos zancudos, entubado con encajes, ensillado como mula enjaezada por lunas de baquelita, se deja lamer sus pechos afeitados por un alazán de mirada tierna. A ritmos estridentes de música enloquecida, Colette se despoja poco a poco de sus estrafalarias vestimentas hasta dejar desnudo su cuerpo cremoso, sacudido eléctricamente por impulsos epilépticos, descargas ondulares, transversales, coñoidales, axiales y elípticas. A Pascal le viene a la mente en ese momento su teorema preferido: Vivimos en un círculo extraño cuyo centro se halla en todas partes y cuya circunferencia no está en ningún sitio.
En un principio, el espectáculo, debido a las reprimidas reminiscencias jansenistas del propio Pascal, tal vez no le fascinara como debiera. Le repele el doble sentido de representación tan asimétrica y provocadora. Pero conforme el show avanza, Blaise se ve atraído por el celofán y la serpentina, las ondas plateadas, las plumas y pelos en amalgama confusa, bipolar e imántica de la estridente Colette.
Desde el rincón más oscuro de su tálamo craneal, Colette se desparrama hasta la punta más pronunciada de su hueso innominado. Su cara escayolada de afeites y coloretes revela la transformación milagrosa de un sexo que, desde su entrepierna perpleja, centro y base de proyectos inacabados, se extiende incuestionable y contradictorio, como la misma Perséfone, siempre dividida y confundida por la fatalidad de su sino: ser y no ser, gracia y culpa, corazón y mente, mujer y hombre, deseo, presa, provocación y conquista. Libido dominandi. Dulce muerte súbita. Pascal recuerda que en el núcleo mismo del deseo agoniza la insatisfacción. No sabemos si Blaise hizo el amor con hombre o mujer alguna. Pero el matemático francés, repantigado en su sillón piensa en este momento, que poner en duda su masculinidad, sería como renunciar de su mismísimo padre.
En los genitales de la Dragqueen brama ahora un leopardo herido. Pascal contempla iluminado el origen de la vida, el omphalós, el ombligo del mundo, el agujero do mana el agua pura y donde los dioses hunden para su recreo el afilado arado de sus rayos seminales en un Paraíso aún sin corromper.
Lo turbio, lo confuso, la indefinición de gestos, la dualidad de movimientos contribuyen a que Blaise aguante más de una hora colgado como obtuso neófito, converso refocilado, delante de la pista donde tiene lugar el expectáculo. Pascal quiere adivinar, si lo que esconde Colette en saltarina complicidad debajo de su florido taparrabo, es carne de conejo o de ratón, de sardina o bacalao. Ternura y fiereza, seducción y acoso, contraste de palomas que se arrastran, serpientes de vuelo alto, luces escondidas, sombras iluminadas, flores marchitas en capullos embozados, en hormas contrahechas.
Embebido por los relámpagos escénicos de tanta convulsión sin sentido y desvarío, (pechos de tabla rasa, canciones dobladas, neuronas bicéfalas, anxones hermafroditas, salamandras en la nieve, cangrejos en el desierto, curvas de rectas líneas, piernas de tarugo bailando graciosas a pasos desangrados a ritmos de circulares utopías), se le fue a Pascal el santo al cielo en mística conjunción entre la suma y la resta, el punto y la geometría.
Luego, acabado el expectáculo, Pascal se fue a casa intrigado por no haber podido descifrar, tras el goce de aquella gala de Dragqueens, la identidad, el género del alma humana. Y se acostó sin saber si los impulsos emboscados y atrevidos de Colette eran payasos, medusas sin corazón y cerebro, o tal vez profetas, ángeles o caracoles con alas.
Y mientras se dormía, su pensamiento en sueño atento, le guió al origen del mundo, al tiempo en que Gea y Urano, la Tierra y el Cielo, en ajustada cópula, entre estrepitosos volcanes de erupción gozosa, terremotos en cadena, felices deflagraciones, lluvia de estrellas nacientes, parieron el primitivo hábitat del que nacieron en proceso de evolución inicial el hombre y la mujer, embriones a medio hacer, cuando la ecografía del progreso aún no había atisbado ni el género, ni cromosoma diferenciador alguno.
Fue entonces cuando se estrenó la historia, sin la culpabilidad de los errores del futuro y del pasado, con la inocencia virginal de la primera sexual, paritaria y natural experiencia.
Juan Serrano
de su blog: Blao
16 de abril de 2013
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