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Como sucedía todas las mañanas, el corredor del unifamiliar 93 se despidió de su madre y salió a entrenar por el monte cercano a la urbanización. Sin embargo, aquel día, no regresó a la hora de comer. Cuando su madre se cansó de mirar los dos platos vacíos sobre la mesa del comedor, subió a la última planta y se acomodó junto a la ventana. Durante horas, no apartó la vista del camino, pero su hijo no apareció, así que cansada de esperar, salió de su casa y se adentró sola en el monte. Se había puesto el vestido más negro que había encontrado en su ropero porque presagiaba algo malo. Recorrió todos los senderos gritando el nombre de su hijo tantas veces y con tanta fuerza que los propietarios de la urbanización pudieron seguir la batida desde sus casas, sin mover un solo dedo. Cuando la incansable voz que llegaba del monte, de pronto, enmudeció, toda la urbanización, como si fuera un estadio antes del lanzamiento de un penalti, se paralizó. Aquel mal silencio sobrecogió a los propietarios que espoleados por un repentino sentimiento de culpa empezaron a pensar que, tal vez, sus quehaceres diarios no eran tan importantes después de todo. Más de uno, empezó a susurrar impaciente el nombre del chaval, pero la esperada voz de la madre ya no volvió a resonar y todos supieron que, definitivamente, la búsqueda había finalizado. El bulto negro y cansado que durante horas había estado gritando el nombre de su hijo, solo tuvo fuerzas para soltar un ruidito ahogado antes de caer de rodillas en mitad del cortafuegos, justo bajo unas zapatillas de correr que colgaban sobre un cable de alta tensión a más de treinta metros de altura.
Me da mucha risa y mucha pena a la vez.
ResponderEliminarNunca había tenido esta sensación.
El genial.