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No me cerréis los ojos,
os pido cuando yo muera,
que quiero seguir mirando
el nogal y la palmera.
Y si mi boca callara
desencajada de espanto,
dejarla que diga al menos
a qué huelen los naranjos.
No me quitéis los zapatos
al llegar al camposanto,
por si mis pies algún día
volvieran por estos pagos.
Y mis manos, os suplico,
no las coloquéis sumisas
sobre mi pecho abatido.
Morir quisiera empuñando
el sueño de haber vivido.
Juan
Serrano
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