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Fui acogida en el seno de una familia sin hijos. Entretenimiento regalado de su vivir libertino. Sucedáneo inútil de sus relaciones marchitas. Gozaron hasta el infinito de mi agradable compañía. Mi risa era su risa; y su pena, mi llanto. Me trataron como a una reina. Llegué a comer, pensar, dar la mano, hasta obedecer y dormir como ellos. No ventoseaba en público, no babeaba, ni me meaba en la alfombra del salón. Una más de su relamida especie. Tan sólo una cosa no podré perdonarles: me ligaron las trompas. Ojalá me hubiesen parido piedra para no añorar a mis hijos no tenidos. Pero no, nací perra, un perro que nunca debió renegar de su estirpe. Olvidé que mi alma es un nido de garrapatas y que las sobras y los huesos son mi alimento. Fue esta mi equivocación primera.
Aquella noche mis amos fueron al teatro de la danza. Me dejaron al cuidado de la casa. Cómodamente repantigada frente al televisor me puse a ver “Los 101 Dálmatas”, un bodrio de película en la que, para más inri, un par de perriots, desoyendo la voz de su conciencia, se comportan civilizadamente. De sus personajes, tan sólo Cruela de Vil encarna como es debido su papel. El resto: basura. Imitación perruna de estereotipados comportamientos humanos. Me quedé dormida. Otra equivocación. Un perro siempre duerme despierto.
Los cacos me engatusarían con cualquier golosina. Mis señoritos me habían enseñado dar la bienvenida a todo el mundo. En lugar de enfrentarme a ellos con mis devoradoras sauces, como les hubiese correspondido por ladrones y chorizos, los recibí cortésmente con las pertinentes ondulaciones de mi rabo al aire jubiloso de su visita. La tercera equivocación. Un animal debe guiarse con arreglo a su instinto.
No recordaba nada. Tan sólo el brillo estrellado de la barra de hierro que me aplastó el cráneo. Cuando mis amos volvieron, eufóricos tras haber escuchado el classical de Prokofiev “Pedro y el Lobo”, se encontraron con la casa patas arriba, la caja fuerte desvalijada. Y en el jardín, en medio de un charco de sangre, allí estaba yo, su domesticada perra desplomada. Rápidamente me llevaron al médico. Y fue allí, mientras el galeno me devolvía a la vida, cuando el Dios de los Perros, a través de una sagrada revelación, se dirigió a mi con estas palabras:
“Sal a toda prisa de la tierra que pisas. La siguiente equivocación puede costarte la vida. Esta no es tu casa. Debes “perrear” allá donde fuiste engendrada, si no quieres que los humanos acaben matando tu divino instinto; corre al bosque nemoroso, a la verde campiña, al arroyo claro. Que así como es un descalabro el que los ríos desemboquen en la cima de la montaña, más lo es que un perro renuncie a su natural proceder”.
Por lo que al
primer descuido de mis protectores, me escapé hacia los parajes donde felizmente
descubrí mi verdadera naturaleza.
Juan
Serrano
Fantástico!
ResponderEliminarPienso que yo cumplí y conseguí escapar "hacia los parajes donde felizmente descubrí mi verdadera naturaleza", dejé de lado la dama domada en la que desemboqué... vamos, eso creo.
Me encantó el cuento, don Juan
La Conchaparis