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Una de las joyas que guarda el museo diocesano de Jaca es el monumental conjunto de pinturas de la iglesia del pueblecito de Bagües. Se trata de uno de los más importantes repertorios de pintura mural del románico europeo y en él se expone, a modo de viñetas, toda la Biblia, desde la creación hasta la pasión de Cristo. Una de sus escenas reproduce el acto en el que Adán da nombre a los animales:
Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre.
Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo; mas para Adán no se halló ayuda idónea para él. (Génesis, 2.19 y 20)
He acudido a la Biblia (versión de Casiodoro de la Reina) con objeto de comprobar este curioso episodio. Para los redactores del sagrado libro el hecho de dar nombre a un ser supone tomar posesión de él, apropiarse de su esencia. No es el único lugar en que la palabra se presenta como el espíritu que insufla la realidad a las cosas, pues Juan comienza su Evangelio diciendo (he escogido la versión de José Ángel Valente):
En el principio era la Palabra
y la Palabra estaba cerca de Dios
y Dios era la Palabra.
Ésta en el principio estaba
cerca de Dios.
Por medio de ella todo fue creado
y nada fue creado sin ella
Jesús es para Juan la "Palabra" de Dios personificada. Esa Palabra es transcendente y creadora: "Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra", dice, y en ella está la Vida que ilumina a los hombres.
Borges describe ese poder generador en su ensayo “La Cábala”: “Dios, cuyas palabras fueron el instrumento de su obra…., crea el mundo mediante palabras; Dios dice que la luz sea y la luz fue”, de modo que para el escritor el mundo fue creado por la palabra “luz”, incluso por la entonación con que la dijo, hasta el punto de que si hubiera dicho otra palabra, o, incluso, con otra entonación, el mundo habría sido otro.
Recientemente Serrano en su artículo “24 horas en la vida de una mujer” nos habla del poder creativo del lenguaje, y no es la primera vez que lo hace. Por mi parte, yo siempre me he sentido fascinado por esta sacralización de la palabra hasta el punto de dotarla de la capacidad divina de crear, y, lo que es más sorprendente, que Dios trasmita al hombre, el único ser dotado del habla, este poder. Así lo manifiesto en un poema, “Era el imperio del caos”, publicado en este blog en la lejana fecha del 15.9.2009.
Si la palabra crea, también destruye cuando deja de usarse, de modo que las cosas, cuando su nombre se olvida, desaparecen engullidas por la nada. Quizá por eso, porque cada vez se usa menos la palabra “caballero”, es por lo que éstos comienzan a escasear. El caballero era alguien trascendido por el sentimiento del honor. El caballero ajustaba su actuación a un comportamiento ético incapaz de transgredir, su profesión la ejercía dentro de unos parámetros éticos y morales bien precisos y claros, fuera médico, relojero, tornero ajustador, empresario o banquero. Un caballero que no respondiera a lo que creía que se esperaba de él, como mínimo dimitía de su función, cuando no tomaba decisiones de más calado para remediar su falta. Hoy abundan los señores que cifran su consideración social en su bmw, su jáguar, su rólex, su mansión y otros signos de riqueza, no importándole, aun teniendolo a gala, el origen poco ético del dinero cuyo poder exhibe. Este ser existe porque la sociedad tiene un bajísimo nivel moral y, carente de valores, solo sabe medir por el monto del dinero y por los signos externos en que éste se manifiesta. Ya lo decía mi abuelo: “Los señores los hacen los sastres, los caballeros nacemos”.
Antonio Envid.
Me agradó leer "Era el imperio del caos". Y comprendí no sólo el poder mágico, creador de las palabras, sino también su virtud contraria, sacrílega e impostora. Y el que tanto la alegría como la tristeza ("y cierta tristeza, desde entonces,
ResponderEliminaracompañó siempre al hombre") sean al mismo tiempo obras de su autoría, me confirman el carácter contradictorio y paradigmático de nuestra naturaleza.