Queridos hermanos —dijo don Mariano desde el púlpito, clavando una mirada inquisitiva en Jacinto—: Acabamos de escuchar la parábola de la red. —Hubo un silencio—. Una vez más, la Palabra de Dios llega a nosotros en el momento preciso... Pues nunca mejor para las jornadas que estamos viviendo que recordarnos el castigo. Pero no un castigo material y, por tanto, pasajero, sino un suplicio eterno: Así sucederá al fin del mundo —recordaba la Lectura—. Saldrán los ángeles, separarán a los malos de entre los justos en el horno del fuego; ALLI —dijo con énfasis— SERA EL LLANTO Y EL RECHINAR DE DIENTES —alguna vieja se santiguó al oir esto— . Fijaos en la gravedad de estas palabras que nos transmite San Mateo: ALLI SERA EL LLANTO Y EL RECHINAR DE DIENTES... ¡Y nosotros nos permitimos despilfarrar el poco tiempo que nos queda en desavenencias materiales! Queremos arreglar el mundo, donde no vamos a estar más que unos días, y olvidamos lo principal: aprovechar bien esta vida, en la-que-só-lo-es-ta-mos-de-pa-so, para preparar la venida del Verbo —Manolín, el del Herrero, se hizo un lío llegado este punto, ¿cómo podría venir un verbo?, se preguntaba—. ¡Es-ta-mos-per-dien-doel-tiem-po! ¡Apostamos por lo adjetivo descuidando lo sustantivo! —Manolín casi se asustó. Con ojos de plato recordó que tenía pendientes los ejercicios de gramática que papá le exigiría el lunes— . ¡Nos sabemos de memoria cuatro o cinco artículos determinados de la Constitución pero olvidamos las proposiciones últimas —Manolín entendió preposiciones— que en tiempos pretéritos nos ha dado a conocer el Hijo de Dios —otra vez los verbos, pensó el muchacho mientras tragaba saliva y comenzaba a palidecer—. ¡No hermanos, no! Estamos olvidando lo principal. ¡Nos hundimos en el fango...! Han llegado a mis oídos ciertas desavenencias que se han producido en el café de la Fonda... Me han puesto los pelos de punta. —No le debió gustar mucho esta última expresión y rectificó con fuerza—: ¡Me han erizado los cabellos...! Ya no os conformáis sólo con gritar o dar golpes en la mesa e insultaros, sino que habéis llegado a la violencia física, cuando la violencia, así nos lo enseña el Evangelio, só-lo-en-gen-dra-vio-len-cia. ¿Qué pretendéis? ¿Aún creéis que tiene pocos problemas la Patria? ¿Sabéis acaso que estamos atravesando una situación EXTREMADAMENTE CRITICA y que todos los indicios hacen pensar en una GUERRA CIVIL? No hermanos, no... Así no vamos a ningún sitio. Tenemos pocos problemas a nivel estatal y vosotros nos creais otros en el pueblo. ¿Os habéis vuelto locos? ¿De verdad pensáis que con vuestra actitud se puede arreglar algo? ¿Acaso salvaréis al mundo con esas execrables conductas...? Estamos perdiendo todos el juicio... Y los que esperáis arreglar los problemas de la humanidad con esas acciones violentas debéis tener bien claro lo dicho: que así no vais a ninguna parte. Porque si ni siquiera sabéis hablar, si ni siquiera sabéis dialogar, ya me diréis lo que se puede esperar de vosotros. —Dicho esto, los ojos del Cura volvieron a clavarse una vez más en Jacinto, que aunque no había participado en la reyerta a que se refería, de todos eran conocidas sus ideas anarquistas. Don Mariano prosiguió su sermón como si se dirigiera sólo a Jacinto— . Y los demás, los que no participasteis en aquella batalla campal, no os creáis libres de culpa. ¡Aquí todos tenemos nuestro grado de responsabilidad! Los unos por no haber tratado de sembrar la concordia a su debido tiempo; y, los otros —o sea, Jacinto— , porque con sus actitudes, con sus comportamientos, han contribuido a crear este ambiente de odio fratricida que tenemos en el pueblo. No seamos soberbios, no nos creamos tan fácilmente que estamos en posesión de la verdad. Reflexionemos seria, cabalmente. Verdad no hay más que una y en buena hora nos la ha recordado el Evangelio: ALLI SERA EL LLANTO... Y EL RECHINAR DE DIENTES. Aún estamos a tiempo, hermanos. Parece que Dios ha querido recordarnos, precisamente hoy... —dudó un instante: en realidad la lectura no se correspondía con aquel domingo, la había elegido él premeditadamente, saltándose así las formas, actitud de cierta rebeldía y arbitrariedad que caracterizaba la personalidad de don Mariano; siguió, no obstante:— precisamente hoy ha querido recordarnos este castigo eterno que nos espera si nos apartamos del camino correcto, del único que nos lleva hacia Él. No seamos necios. No pensemos arreglar heroicamente lo que quizá no tenga arreglo o que, en cualquier caso, es secundario. Centrémonos en lo que realmente interesa, en lo realmente importante. Centrémonos en esa salvación que todavía tenemos al alcance de nuestras manos, evitando así ese destierro de nuestras almas a un lugar infernal donde sólo se nos augura EL LLANTO... —aquí siempre hacía una pausa, para que los fieles, y sobre todo Jacinto, reflexionaran— Y EL RECHINAR DE DIENTES.—Hizo un último silencio y terminó con lo que podría ser el lema de la homilía—: ¡AUN ESTAMOS A TIEMPO!
Al concluir, muchos de los presentes tuvieron que hacer un esfuerzo para reprimir las ganas que tenían de aplaudir. Se les podría llamar ignorantes, lo que se quiera, pero en general eran gente buena. Otros, los de la reyerta, hubieran colgado del cuello al Cura. ¿Pero qué se habrá creído este mequetrefe? —despotricaban— . A mí nadie tiene que decirme lo que debo hacer, pensaba uno de derechas mientras un republicano, sospechoso de anarquista, que no sabía ni por qué iba a misa, sonreía viendo a los vecinos del pueblo como a un rebaño de ovejas engañado, decía: ¡Cómo os toma el pelo!, aunque para sus adentros pensaba: el caso es que lo hace bien el jodido del Cura.
Para mí los sermones de don Mariano solían tener poco de novedosos porque, prácticamente, los adivinaba con papá la noche anterior. El Cura acostumbraba a adelantarnos algo de lo que pensaba decir y, además, siempre surgían en el púlpito frases y temas de las largas veladas del sábado anterior.
La reyerta a la que se había referido tuvo lugar la noche del viernes anterior como consecuencia de las muertes del teniente Castillo, de la Guardia de Asalto republicana, y del lider de la oposición parlamentaria, don José Calvo Sotelo (no sé exactamente por qué pero a los líderes de derechas siempre se les trataba de "don"). Alguien dijo que había sido la Pasionaria la responsable del asesinato de Calvo Sotelo, a lo que replicó un simpatizante comunista que qué más daba, que así había un fascista menos, contestándole el primero que entonces la Pasionaria era una asesina y volviendo a replicar el otro que quien mataba a un reaccionario de mierda no podía ser llamado asesino. El de derechas insistió en que la Pasionaria era una asesina y que quien priva de la vida a una persona es un criminal de causa, y el segundo le contestó esta vez que Calvo Sotelo había sido un fascista cabrón, a lo que el que había iniciado la disputa le contestó definitivamente con un disparo en el brazo. No se sabía cómo pero por aquellas fechas circulaban armas de fuego por el pueblo.
Cuando el Cura pronunció este sermón censurando lo ocurrido en el bar de la Fonda, el General Franco ya se había alzado en Marruecos, aunque en el pueblo todavía no se conocía tan transcendental acontecimiento.
A la salida de misa recuerdo que Manolín se cruzó con papá y hubo de sobreponerse a la tentación de echar a correr no sin antes decirle que de los deberes no tendría que darle cuenta hasta el lunes. Mi padre, que se había percatado de la angustia de algunos de sus alumnos al oir referirse al Cura a lo sustantivo y lo adjetivo, a los verbos y las proposiciones, los artículos determinados y los tiempos pretéritos, no pudo ocultar una ligera sonrisa a pesar de lo preocupado que ya estaba por los acontecimientos de Madrid. La Nene y yo tampoco entendimos muchas de aquellas cosas que había dicho el Cura, pero luego papá nos aclaró lo que estimó que no debíamos ignorar.
Serían las cinco de la tarde cuando el pueblo se convirtió en un continuo hormigueo de gentes que iban de casa en casa pregonando la noticia que se había oído por alguno de los ocho o diez aparatos de radio que había: En Marruecos y en Sevilla el ejército se había sublevado. Esta era la causa que traía loco a todo el pueblo. El Cura y el Boticario se presentaron en casa alarmados. Nosotros aún no sabíamos nada: Don Joaquín, ponga la radio que Franco y Queipo de Llano se han levantado contra el Gobierno de la República.
A partir de ese momento, y hasta que la casa fue ocupada por las tropas republicanas, vivimos angustiosamente con el oído pegado a aquel dichoso aparato, al que llegué a odiar. Mi padre pasaría noches enteras en vela. Los golpes de mano y las adhesiones al alzamiento se multiplicaban por momentos, aunque las noticias siempre eran confusas. Al bar de la Fonda no acudieron más los de las tertulias acaloradas, que preferían quedarse en casa o en la de algún amigo de ideología afín que tuviera radio. El Marqués desapareció aquel mismo domingo, de la noche a la mañana, con toda su familia, quedando su casa cerrada a cal y canto. Leopolda, la criada, y Sebastián, el jornalero, sólo sabían que el día anterior les dijeron que no volvieran y que, en definitiva, se habían quedado sin trabajo; aunque, según supimos más tarde, a Sebastián le permitieron seguir viviendo en el antro que venía ocupando, cerca de San Roque, a condición de que no abandonara el cuidado de las tierras de sus amos, pues cuando esto acabe —se ve que le había dicho el Marqués— si las cosechas no se echan a perder, te recompensaremos como es debido. También se marchó del pueblo, al tiempo que el Marqués y con igual sigilo, el viejísimo don Ramón, el médico, dejando igualmente medio plantada a su criada que, cuando fue a la mañana siguiente a la casa, se encontró con una escueta nota que decía:
Querida Clotilde: me he ido a la espera de que los tiempos cambien. El estado de nuestra Patria es grave y necesita de una buena terapia (una buena cura, en términos vulgares) al objeto de eliminar ciertos gérmenes malignos que la vienen minando. Hágase Vd. cargo de la casa, use de ella sin reparo y no se preocupe que Dios proveerá (o, para que me entienda, Él lo arreglará todo). Cuídese.
También se esfumó un buen día, antes de que ocuparan nuestra casa, y sin decir nada a nadie, el Cura. Esto nos sorprendió a todos porque la buena relación que manteníamos con él exigía una despedida y ni a nosotros, ni al Secretario ni al Boticario, nos dijo nada; y, además, conocíamos bien a don Mariano y era incapaz de hacernos un feo como ese (aunque cierto es que los tiempos no estaban para cumplidos) dado sobre todo, como era, a dar desmedidas explicaciones de todo cuanto hacía. Así que nos temimos lo peor, máxime cuando él había comentado en más de una ocasión que sabía muy bien como las gastaba ese Durruti, ese que ahora —decía— le daba por liberar a Zaragoza, que era uno de los asesinos del Obispo Aragüés y tomó parte importante en el atraco del Banco de Central en Vigo. Ese, insistía, tiene de anarquista lo que yo de torero: no es más que un criminal disfrazado de revolucionario.
Don Mariano había desaparecido del pueblo la noche del tres de Agosto, justo al día siguiente en que la columna de Durruti obtuviera su primer triunfo a escasos kilómetros de nuestro pueblo.
Servando Gotor
El amor y las moiras, 1994
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