¡Ay, esta cabeza mía! Que no, que no me prueba este clima, cómo lo tengo que decir. (Se sienta de nuevo, mira la carta que hay sobre la mesa, pero vuelve a dirigir su atención a la que tiene entre las manos). Preparados, hijo, tenemos que estar preparados. Han asesinado a Escobedo. A Escobedo, tu amigo. ¿Qué traman? (Pausa). ¡Ay! el Emperador. Si Carlos viviera. Otro gallo les cantara, si él viviera. Porque ese sí, ese sí tenía madera de Rey. Y de hombre, ya lo creo. Todo un hombre, como tú. No tan guapo, por supuesto... Le fallaba la mandíbula, ¿verdad? La barbilla (se acerca al retrato de Carlos I, para examinarlo con detalle), sí, eso lo afeaba un poco (lo imita adelantando la barbilla). También que era bastante menudito (con la mano señala la altura). Sí, muy bajito. (Pausa). Y delgadito, así (encoge el pecho, cerrando los hombros), así, así, como muy escuchimizado... Bueno, pero un hombre, ¿eh? todo un hombre. De los pies a la cabeza. Un rey con mayúsculas, nada de príncipe. Luchador, peleón, ¡fuerte! Con ese no se jugaba, no, ¡ja! Sabían todos cómo las gastaba, ya lo creo que lo sabían. Y mira, mira con Francisco, su enemigo, su eterno enemigo. Como que lo tuvo encerrado. ¡A todo un Rey de Francia!. Pero un caballero, eh, se portó con él como un caballero. Preso, sí, pero no como a un cualquiera, no. Con todos los honores. Porque Carlos era un Caballero, un auténtico caballero. Igualito, igualito que (con acento francés) “Le Chevalier Délibéré”. Igualito. (Pausa). Pues eso, que apresó al mismísimo Rey de Francia. Y luego lo liberó, sí, lo liberó. No lo hizo a cambio de nada, claro, pues estaríamos buenos: Caballero sí, pero tonto, no. Así que llegaron a un acuerdo, y lo liberó. Y ¿qué te crees que hizo Francisco I? Romper su palabra nada más pisar Francia y verse libre. Y Carlos enfurecido lo retó. Sí, como lo oyes, lo retó. Eso sí que es un caballero. Nada de guerras. Nuestros vasallos no tienen por qué sufrir las villanías que los grandes cometemos. Esto es una cuestión de honor, entre tú y yo, y tú y yo debemos resolverla. Pero el rey francés no acudió. No, no acudió al duelo, ¡je! Le daba miedo. Era mucho Carlos. Mucho hombre. Mucho Rey, ya lo creo, para enfrentarse a él cara a cara. Y la cosa se repitió varias veces más. Y siempre el que quedaba por los suelos era Francisco. No sólo por vencido, que sus propios actos lo dejaban a la altura del barro. Fíjate que aun se permitía ir por Europa con embustes: que si Carlos le había prometido el Milanesado y no se lo quería entregar, que estaba faltando a su palabra, que qué honor quedaba a un Rey si no guardaba las promesas... En fin, guerra. Lo que buscaba entonces era una excusa para entrar en guerra. Porque, eso sí, Francisco era muy guerrero, mucho... (Con sorna): Cuando guerreaba sobre seguro, porque Francisco I solo luchaba si tenía la victoria asegurada, ¡je!. Y claro, en cuanto se olía que Carlos andaba flojo de dinero y de apoyos internacionales, que ambas cosas vienen a ser una misma, ¡zas!, a provocarle para entrar en guerra, ¡que bonito! Sólo cuando sabía que tenía la victoria asegurada asomaba el hocico, ¡je! Y Carlos, que era mucho hombre, mucho Rey y mucho emperador, como loco, venga, a echar mano de sus banqueros, los Fugger, los judíos esos, sí judíos ¿sabes? Que con buenos intereses se están cobrando los estropicios que hicisteis los españoles a sus abuelos cuando los expulsasteis de la Península. Con buenos intereses se están resarciendo... Pero intereses de los de verdad, ¿eh? no te vayas a creer, contantes y sonantes. Pero eso es otra batalla. Bueno, pues lo que te digo, que el Rey de Francia, eso, insultando a Carlos, provocándole cuando lo veía débil. Pero aquella vez, cuando lo del Milanesado, era ya una cuestión de honor, que iba diciendo que el Emperador había faltado a su palabra... ¡Bueno! No te quiero ni contar cómo le sentó. Porque, mira, tu padre, como buen diplomático, tenía mucho aguante, se le podía decir de todo, de todo, que él no entraba al trapo, pero algo que empañara su honor... ¡Bueno! No te digo nada. Decirle a él, al último Rey-Caballero, que había faltado a su palabra. No veas cómo se puso... (imitándolo): “Y con esto yo me parto mañana para la Lombardía, donde nos toparemos para rompernos también las cabezas. Espero en Dios que será para el rey de Francia pejor prioris, y con esto acabo diciendo una vez y tres: que quiero paz, que quiero paz, que quiero paz.” Fíjate, y lo decía muy claro: que él quería paz. Y allí se fue, a romperse la cabeza con Francisco. Pero, je, Francisco, ¿cara a cara?, jamás. (Pausa): Estuvieron siempre como el perro y el gato. Y, encima... (pensativa) oye, que yo creo que se adoraban. Sí, en el fondo yo creo que se querían. Tan pronto les veías retarse e insultarse como oías que se habían entrevistado y se pegaban unos abrazos de aquí te espero. Y las juergas, ¿eh? Se montaban unas juergas que duraban semanas. Yo me hago cruces: ¿Serán las costumbres caballerescas? No lo sé. Sea lo que sea, a los hombres no hay quien los entienda.
Servando Gotor
Bárbara Blomberg
Monólogo en un solo acto
(1998)
(1998)
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