Para consolar a los no invitados al banquete de la vida se les decía que la muerte todo lo iguala. Lo cierto es que la muerte consigue extraños compañeros en este último viaje. Quién iba a pensar que convocaría al mismo tiempo a tres personas tan distintas y tan desconocidas entre ellas como Margaret Tatcher, Sara Montiel y Pascual Blanco.
De la Tachter, que se ganó merecidamente el apelativo de “dama de hierro” y de la que se decía que estaba dotada de lo mejores testículos de todo el Reino Unido, nada tengo yo que añadir a los múltiples comentarios que aparecen en todos los medios de comunicación, salvo que después del tatcherismo a Inglaterra no la reconocía ni la madre que la parió (alguien dijo que lo mismo iba a ocurrir aquí y ya ven)
De Sara Montiel sí que quiero dejar constancia de que la Mancha y en concreto Campo de Montiel no serían tan universales sin Don Quijote y doña Sara. Me conmovió especialmente el saber que Sara, que buscaba horizontes más amplios para sus capacidades allende la mar, aprendió a leer y a escribir en Méjico de la mano de León Felipe, nada menos. Me imagino a don León parapetado tras sus gruesas gafas de pasta, guiando las lecturas de su atractiva alumna y echando de vez en cuando un ojo al imaginable balcón mostrando el delicioso y generoso escote de Sarita.
Si estas personas hubieran estado más cercanas a mí habría sentido su pérdida, pero, qué quieren, lo lamento nada más. Sin embargo la noticia de la muerte de Pascual Blanco me ha conmocionado. Pascual fue compañero mío de colegio, un surrealista colegio de posguerra arrancado de las páginas de un libro de Dickens, y nada hacía prever que ese muchacho tranquilo y algo solitario pudiera atesorar tanta sensibilidad y grnades dotes artísticas. Luego nuestras vidas tomaron vías muy distintas. Yo seguía su carrera artística de lejos, visitando sus exposiciones, ya que sus cuadros me transmitían una gran calma y una sensación de pureza y luz, hasta que hace algunos años nos reencontramos y charlamos alguna que otra vez tomando un café. Ya padecía una dolencia cardíaca y últimamente se quejaba de que no podía manejar las grandes planchas de grabado. En él siempre admiré su límpida mirada, a pesar de los avatares de la vida (su temprana y desconsolada viudez, sus esfuerzos para abrirse paso en la vida académica, su dolencia) mantenía la misma mirada de niño, tranquila y curiosa. Esa forma de mirar el mundo se transmitía a su pintura, luminosa y con una extraña cualidad de pureza primigenia.
Antonio Envid
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