"Visto para sentencia", remató el juez. Y el silencio de la sala se desperezó en un suave murmullo.
Armando Cortés, último en intervenir porque defendía al acusado, salió muy satisfecho por cómo había ido todo, incluida su propia intervención. Cierto que nadie mejor que él, con muchos años de experiencia, sabía que la actuación del abogado en el acto de la vista oral tiene poca o nula influencia en la decisión del juez ―que en la mayor parte de los casos la tiene tomada de antemano―, y que, por tanto, su modesta función consiste en poner cuantos medios conduzcan a una sentencia favorable y, sobre todo, evitar cualquier impedimento que obstaculice dicho fin. Pero, a pesar de todo, la vista oral es como la parejita de novios sobre la tarta nupcial o la bandera del alpinista que corona la cima: el broche de oro a toda la obra y esfuerzo que hay detrás. Tampoco hubiera pasado nada por sentirse espeso y torpe y hasta si se hubiera quedado en blanco en alguna ocasión, no. Armando Cortés tenía ya las suelas desgastadas, primero para salir airoso de ―casi― cualquier trance; y, segundo, para no darle más que el justo valor a las cosas: y el de la vista oral era como he dicho prácticamente nulo. Sabía además que para el mejor abogado, como para el más eximio torero ―qué se le va a hacer―, hay tardes buenas y tardes tardes malas, y que, cómo
advirtiera Craso por boca de Cicerón, cuanto
mejor se expresa el orador, tanto más conoce las dificultades y teme la varia
fortuna del discurso y el juicio de los hombres.
Bien, pues esta mañana, Armando Cortés había tenido una buena tarde.
Bien, pues esta mañana, Armando Cortés había tenido una buena tarde.
Tampoco buscaba, esperaba, ni siquiera necesitaba, el halago del cliente. Los abogados, pensaba a menudo, estamos muy acostumbrados a la más excelsa satisfacción personal tanto como al más atroz de los fracasos. Sí, puede decirse que es la nuestra una profesión que permite realizarte en el más amplio sentido de la palaba: que además de darte "mundo" te obliga a una exhibición constante de virtudes y destrezas, de torpezas y flaquezas, por lo que no necesitamos salir en romerías, exhibirnos en procesiones o presidir nuestra comunidad de vecinos. Por eso sabe perfectamente, además, la escasa influencia real de toda esa suerte de exhibiciones: la gente no te está mirando a ti, la gente piensa en sus cosas y le importa un comino quién encabeza la romería, quién manda en la procesión o quién preside la Junta de Propietarios. Cada uno se fija sobre todo en sí mismo. De ahí, que al abandonar satisfecho la sala, lo primero que hace Armando Cortés es felicitar a todos, clientes y testigos, "por su magnífica intervención" (también sabe que suele servir de poco, salvo que metan la pata en extremos esenciales, que suelen ser los menos): "muy bien, si el juicio se pierde no será por culpa vuestra". Esa es la mayor preocupación de todos: si lo han hecho bien, no si el abogado ha estado magnífico. La labor del abogado sólo le preocupa al cliente si lo ha visto torpe y cree que tal torpeza le llevará a perder su caso.
En algunas ocasiones, como en esta, es cierto que el cliente le da la enhorabuena (vaya por Dios) e incluso con una hermosa, aunque la mayor parte de las veces, falaz apostilla: "…sea cual sea el resultado final".
Armando Cortés, recibió el fallo del tribunal a los diez días, que es lo normal en su jurisdicción. En esos diez días, hubo al menos nueve noches en que sin conciliar el sueño, examinaba mentalmente los pros y los contras del asunto, y unas veces era pesimista y la mayor parte de ellas rebosaba optimismo, porque Armando Cortés siempre ha sido por naturaleza un hombre optimista, seguro y confiado. El asunto era importante porque importante para su cliente. Y él, como siempre en esos casos, y en la mayoría, se había cuidado mucho en tomar las cautelas oportunas en lo referente a los honorarios. En nuestra profesión hay que saber cobrar, solían decir los colegas: muy importante. Y no todos lo hacen bien. Armando Cortés presumía de que sí sabía, pero dos crisis hacen que los hábitos sociales cambien y también los tuyos. De todos modos había una regla que tenía muy asumida en esta materia, una regla que arraigaba en su propia debilidad: sabía que si el asunto se perdía y, más aún si además de perderlo condenan a tu cliente al pago de las costas (es decir, los honorarios del abogado y procurador contrarios, amén de las tasas), sabía muy bien que en tales caso, sí: le temblaba la mano a la hora de cobrar. Tanto, que muchas veces no cobraba y se quedaba con la escueta provisión de fondos si la había, o sin nada si no la había. Y eso no puede ser. Y no puede ser por diversos motivos: en tiempos, porque estaba prohibido: el abogado debía de cobrar al menos los mínimos que marcaba el Colegio, por motivos éticos (ética entonces y en ese caso dirigida al profesional, no al cliente o consumidor como ahora: se consideraba competencia desleal y un des-honor trabajar sin honor-arios); pero, además, su familia tenía que comer: como la del carnicero, el panadero o el quiosquero. Por eso, para librarse de su propia debilidad, tenía la costumbre de pactar con el cliente, explicándole además con toda claridad estos mismos motivos, una provisión de fondos mínima con la que él como abogado se daría por satisfecho al final si el asunto se perdía. Y si salía bien, dependiendo del resultado, establecía otras posibilidades de modo que no sólo el cliente sino también él resultara beneficiado.
Armando Cortés abrió el correo y allí estaba: la sentencia que tantos meses de incertidumbre y tantas noches en blanco le había costado.
Armando Cortés se fue directo al fallo, como siempre y dio, también como siempre (como siempre que ganaba un asunto importante) un salto de alegría, pegó varios golpes en la mesa de su despacho y finalmente se calmó, se recompuso y tomó el teléfono para darle la buena noticia a su cliente.
Para el abogado el momento de conocer la sentencia es brutal. Pero aún lo es más el de comunicársela al cliente. Sobre todo si se ha perdido el asunto… Los hay que eluden esa "responsabilidad" (para Armando Cortés lo era, era una responsabilidad) y la abandonan a la fría notificación del Procurador, notificación que por lo demás constituye una las labores características de la procuraduría, o incluso, si es el caso, dependiendo del tipo de procedimiento, dejan que el cliente se entere por la propia notificación personal llevada a cabo por el juzgado.
No, la sentencia se la tenemos que comunicar nosotros los abogados al cliente. Armando Cortés tenía esto muy claro, siempre lo tuvo, y especialmente en los casos que se pierden: sólo el abogado es quien puede explicarle el verdadero alcance del veredicto y las razones por las que se ha perdido, las claras y explícitas y las ocultas entre líneas. Armando Cortés también tiene muy claro que cuando le dices al cliente que el caso se ha perdido existe un noventa por ciento de probabilidades de que el cliente eche la culpa al abogado, expresa o veladamente, con razón o sin ella. Lo sabe. Sabe que el cliente le va a decir ―o lo va a pensar― eso de siempre: que te has equivocado, que lo planteaste mal; o simplemente cuando hay más confianza: pero qué coño has hecho. Lo sabe.
Cómo también sabe cómo suele reaccionar el cliente cuando el asunto se gana.
Armando Cortés, tomó el teléfono entusiasmado y llamó y, como siempre que gana, se lo dijo al cliente sin dilación porque sabe que el cliente cuando detecta la llamada del abogado en esos días de espera, no puede ser otra cosa que la sentencia:
-¡Absuelto!
Y al otro lado del teléfono,
como suele ocurrir muchas veces, lo de siempre: una voz tranquila, exenta de
ardor, es más, extrañada del tuyo, responde
impertérrita:
-Estaba cantado
o
-ya te lo decía yo.
Armando Cortés como siempre en estos casos cuelga el teléfono y, también como siempre, tiene verdaderamente asumido, aunque no lo parezca, que los asuntos, todos, se ganan gracias al cliente y se pierden, también todos, por culpa del abogado. Qué le vamos a hacer.
Servando Gotor
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ResponderEliminar.
Bien, Maestro, bien, me ha parecido que
(me) lo contabas de palabra, quizá porque
está escrito de palabra, claro, y segundo,
-supongo- porque te he oído contar en
tono parecido algunas, bastantes -no muchas-
cosas de tu profesión.
Es más, me he quedado con las ganas de saber
qué coño había hecho el tipo -absuelto de
un asunto importante-, que es lo que nos
pasa a los que no vocacionamos hacia
la abogacía, y como a todo el personal
que aparece en tu historia, y que es lo
mismo que nos pasa en la fiesta de los
toros -como tu torero, pero desde el
punto de vista espectador-: uno va
abierto al aburrimiento, por si acaso,
y hace de todo menos ver la corrida,
que es como se han de ver los toros:
algo así. Al final casi es lo mismo -parecido-
si matan al toro o al torero, porque en cualquier
caso son apenas unos minutos fuera del
aburrimiento con olor a churros y el pasodoble
que arranca con desgana.
Pero son los ritos, en eso -además de en qué
habría hecho el acusado, que seguro que
era culpable- en eso, en la importancia
de los ritos estaba pensando mientras te leía:
los ritos: todo el mundo que es público, entre
asustado y despistado, el juez que no deja
cantearse a nadie, los abogados al quite,
los discursos -o como se llame- finales.
¿Y el de la afoto eres tú? Bueno, un
pedazo tuyo o de un tipo que está
rayando un libro¡¡¡¡¡¡ en fin, gracias
por compartir esa exxxxxperiencia
que tienes.
Un saludo cordial
Narciso
.
No, Narciso, la foto ni es mía, ni soy yo. Gracias por tu comentario
ResponderEliminarUna profesión muy desagradecida. Saludos. M
ResponderEliminarBuenos días. Me parece muy ilustrativo. Yo trabajo con el Derecho pero a mesa puesta (y diría que con ventaja), desde la Administración. La entrada me ha sido muy util para comprender un poco el tráfico diario en tribunales y pleitos. Un saludo
EliminarJavier Iribarren