El reverendo Brown, el reverendo Brown, hijo de un lechero. Pocos saben que lo era, pero toda la ciudad conoce la historia de aquel Santi Tartanas, the Milkman. Brown, Jack Brown, en realidad Santiago Moreno. Tampoco la gente adivina el nombre que se oculta tras la sotana del reverendo, la capa que todo lo tapa. Bueno, buen mozo, Brown. A ratos dipléjico. Inescrutables son los designios del Altísimo, los caminos de Dios, las voluntades del Cielo. Con su garnacha Versace y su alzacuellos de Armani, fue maestro de Ferdinand de Saussure, de Jean Piaget, de Severo Ochoa. Sacerdote por vocación tirana, es culto pero chulo como él solo, muy chulo, bebedor y mujeriego, desgarrado y puro, más rebelde que una esquina, enemigo de sus enemigos, insobornable, Brown D.J., buen mozo, dipléjico a ratos, a veces, en ocasiones, sí, los brazos se le quedan secos desde que Maxwell se fue, inescrutables son los caminos del Señor.
‘Llámame Brown, parva, feligresa, que no soy tu padre y menos tu reverendo; llámame Brown. Y tú, cachirulo, ponme una jarra de cerveza de trigo con unas cigalas, que estoy destemplado’. Y Orrios Viamonte, el camarero del Viejo Mandril, le ponía seis señoras cigalas, seis; y un litro de cerveza de trigo que luego meaba leyendo los grafitis del váter: ‘Chupo. 905243092’. El reverendo Brown, en tiempos, fue también castañero en Dublín. Como cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, el reverendo dice las verdades, las bárbaras, terribles, amorosas crueldades, lo dijo el poeta, añade, ya perdonará usted, y se queda tan ancho y tan fresco, que por algo es ministro del Altísimo. Come sin medida, sin conocimiento, con un hambre de años o de siglos, quizá con el hambre de todos sus antepasados a la vez, hay que verlo para creerlo. Y caga más de lo que come, mucho más, él dice que desde niño, sin duda es el hombre que más caga de toda la isla, seguro.
Cuando quiere cocinar, que es sólo muy de tarde en tarde, Brown se pone un inmaculado delantal blanquísimo encima de su negrísima sotana Versace, reúne cacerolas, sartenes, ollas y cazos de todos los tamaños y empieza a freír, cocer y asar. Desde que los brazos se le quedaron secos de pronto, el reverendo no se decide a entrar en la cocina. Los martes lo deja todo, todo, para jugar a la petanca, que en algo se parece al billar, dice, su verdadera pasión de soltero. La petanca, porque le recuerda al billar, es el único de los vicios laicos que ha mantenido, no ha vuelto a montar a caballo ni a conducir deportivos, dejó el backgammon, el paracaidismo, la escalada, el polo, el tenis, el submarinismo y el saxo tenor. Los juegos de malabares, que domina con sabia destreza, son cosa aparte: su segundo oficio, su necesidad, su segunda vocación, tras la del celibato. Y, desde luego, no ha vuelto a pensar, lo que le llevó a enemistarse con Burrhus Frederic Skinner, con Jurgen Habermas y con toda la Escuela de Palo Alto. ‘Ya no soy un hombre soltero’, alegó Brown en su defensa. Chulo, insobornable, a veces con los brazos secos, caídos, como muertos, el reverendo Brown es todo un hombre.
De El guacamayo Azul
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