La visita de la exposición que el museo de El
Prado dedica a Rafael me ha deparado dos gratas sorpresas. La primera es el
descubrimiento de un pintor que hasta ahora me había pasado bastante
desapercibido: el amigo de Rafael, Giulio Romano; la segunda, la riqueza de
cuadros de Rafael que posee el museo madrileño. Aparte, claro está, del placer
de contemplar el despliegue de obras del pintor de Urbino y de sus discípulos,
que raramente podrán contemplarse juntas como ahora.
La fama que le deparó a Rafael la decoración
de las estancias vaticanas del papa Julio II le acarreó numerosos encargos.
Para cumplirlos, Rafael se valió de un nutrido taller, en el que se encontraban
sus dos mejores discípulos, Giulio Romano y Gianfrancesco Penni, ambos grandes
pintores, hasta el punto de que a los especialistas les cuesta trabajo
diferenciar sus obras de los del maestro, y, sobre todo, en aquellas en las que
colaboraron, separar el trabajo de cada uno. Pero el discípulo predilecto fue,
sin duda, Romano. En la exposición se muestra un retrato del propio Rafael
posando protector su mano sobre el hombro de su amigo Giulio Romano. Discípulo
y maestro debieron de profesarse auténtica amistad, cosa rara en la convivencia
de dos artistas de excepcional genio, que siempre suscita roces y envidias.
Para mí este cuadro es uno de los más sugerentes de la colección, pues, tras
haber disfrutado de las pinturas de ambos pintores, verdaderas obras maestras,
hacia el final de la exposición te encuentras con este extraordinario retrato
de los dos amigos, un hermoso canto a la amistad, en el que se respira el
cariño entre dos artistas de indudable talento. En él Rafael presenta a su
camarada como diciendo: aquí tenéis a un gran pintor, os lo digo yo, que
entiendo de esto; y a Giulio que se vuelve hacia su maestro agradecido y dirige
su mano al espectador como si apostillara: este elogio es nada menos que del
gran Rafael. La posición zaguera de Rafael, dando protagonismo a su amigo, el
escorzo de éste y la llamada al espectador dotan al cuadro de gran dinamismo,
que compensa la sobriedad de sus colores.
Giulio Romano fue un gran artista, de dibujo
perfecto, de espléndido colorido, dominando la técnica aprendida de un gran maestro,
pero representa la frustración de quien teniendo talento, poniendo todo el
esfuerzo y no ahorrando trabajo no llega a alcanzar la sublimidad de Rafael. Sus
cuadros son de una gran calidad, pero les falta esa inefable gracia con la que
están tocados los cuadros de Rafael. Pudiera ser el amor que pone el de Urbino
en sus madonas y sobre todo en sus niños, lo que les provee de esa aura
especial. Yo creo que hasta Rafael nadie supo recoger con sus pinceles la
delicadeza de un niño, y después de él, casi ninguno, a no ser Goya. Quizá,
solo sea ese estado de gracia que los dioses otorgan a sus elegidos. Pessoa
advirtió de que los elegidos de los dioses mueren jóvenes y Rafael murió a los
37 años.
Las obras de la exposición proceden de varias
fuentes, pero mayoritariamente de los museos de El Louvre y de El Prado, y la
segunda sorpresa es la gran calidad y suficiente cantidad de obras de Rafael
que posee nuestra madrileña pinacoteca, producto del fino gusto para el arte de
la pintura de nuestros reyes de la casa de Austria, quienes, dominando el reino
de Nápoles y ejerciendo una gran influencia en las cortes de los pequeños
estados italianos, se hicieron con alguna de las mejores obras del maestro.
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Si quieren contemplar los grandes frescos de
Rafael no tendrán más remedio que ir al Vaticano, pero algunas de sus más
selectas obras de caballete se hallan en nuestro museo de el Prado (aparte de las que están, justo es
reconocerlo, en El Louvre). Antonio Envid
lo que sujeta el amigo Julio con su mano izquierda ¿es una cámara fotográfica?
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