martes, 22 de enero de 2013

LA CASITA PAREADA (Antonio Envid)

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AEM


Con desgana se internó en la bruma del alba en la que las primeras luces del día, débiles y tristes, acompañando a las agrias emanadas de unas moribundas farolas trataban de conseguir, con escaso éxito, quebrar la oscuridad, dejando atrás su casita pareada, de fachada gris como todas las casitas uniformadas que con ella se alineaban . Atravesaba las calles de la urbanización, cortas y rectas, flanqueadas por casitas pareadas todas iguales y grises, sumidas en un silencio de hospital, roto por el ladrido de los perros. Un perro por cada casa, dos o tres ladridos por cada perro, al pasar. Sería un saludo, porque sabían que puntualmente cinco días a la semana y a la misma hora, salía de su casa y seguía siempre el mismo camino hasta la parada del autobús de empresa que lo llevaba al trabajo. No era un desconocido, ni, mucho menos, una amenaza. La vista baja, ¿para qué alzar la vista a las viviendas?, las tenía muy vistas, siempre le parecieron una columna de obreros esperando a que el capataz diera la voz de marchar. Si no rechazaba con determinación la imagen, le recordaban la foto de una fila de prisioneros de un campo de concentración alemán, vestidos con un uniforme de rayas grises y blancas, vista en un magacín dominical. Al menos, los restos del poblado o barrio que había ido retrocediendo ante las excavadoras de la constructora de la urbanización, eran de un polimorfismo inverosímil, de arquitectura caótica, pintadas con los colores más diversos, según el gusto de cada vecino o la pintura de oferta que su bolsillo le hubiera permitido adquirir, lo que les prestaba un aire humanizado y atractivo. Su mujer lo tildaba de loco cada vez que le proponía cambiar su moderna casa por una vieja de aquellas y mudarse al barrio suburbano, abigarrado y alborotador.

Poco a poco se abrían y cerraban las puertas de las casitas y gentes tan parecidas a él que podrían ser clones se subían las solapas del abrigo y con la vista al suelo comenzaban a caminar. De cada casa gris y uniforme salía una persona. En cada casa gris y uniforme se escuchaba el ladrido de un perro. En cada casa comenzaba a alumbrarse una luz. De cada casa salía un débil humo por su chimenea. De cada casa se desprendía la misma tristeza gris y uniforme.

Tenía que atravesar un descampado o solar que la crisis había convertido en un pedazo de tierra ambigua, ni era un campo, aunque crecían hierbajos, ni era solar, aunque amontonara desperdicios de construcción. Una luz lo cegó. Una especie de capsula espacial aterrizó a pocos pasos de él. Del artefacto se desprendió una rampa y comenzaron a deslizarse por ella unos extraños seres. ¡Por fin!, se dijo, “ya han llegado” y una sonrisa iluminó su cara.


Antonio Envid. 


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