El día señalado, Don Tomás me llamó a mí, el Administrador de su comunidad, y juntos nos dirigimos a la Comisaría Central. El Presidente se tiró todo el camino recitando el rollo aprendido, como un estudiante a punto de realizar un examen. Cuando entramos en el despacho del Inspector Jefe, no pude evitar un estremecimiento al comprobar que se trataba de una mujer tremendamente pechugona. No es que me disgusten las buenas delanteras, pero en los tiempos salvajes que nos han tocado vivir, lo mejor es no tentar a la suerte. De hecho, llevaba varios días refugiado en mi casa ante el alarmante incremento que habían experimentado las explosiones mamarias. Las imágenes del telediario mostraban la ciudad convertida en un infierno. En el momento menos pensado, cualquier buena señora que sufriera un ataque de risa descomunal, te podía mandar a freír espárragos de un chupinazo mamario. Nadie sabía, a ciencia cierta, cual podía ser el motivo de semejante burrada. Ni siquiera los expertos se ponían de acuerdo en qué tipo de domingas eran las más peligrosas, aunque no había que ser demasiado listo para saber que las gordas, o muy gordas, como era el caso, suponían un riesgo considerablemente más alto que las perillas limoneras de andar por casa. En este delicado asunto, nadie se mojaba oficialmente. Da lo mismo. Mi temor era cierto y no me extenderé más. Sin embargo, no pensaba salir corriendo como una gallina, así que traté de mantener la calma retirando mi vista del escote. Mientras tanto y tras las pertinentes presentaciones, el Presidente empezó su actuación. Como si estuviera en pijama frente al espejo de su casa, explicó con suma naturalidad, que en la urbanización teníamos un bruto que durante un tiempo fue considerado por los propietarios como un dios viviente, pero que ahora causaba un miedo atroz porque tenía la extraordinaria virtud de cicatrizar sus heridas a voluntad modelando sobre su piel unos horribles acertijos que, bien estudiados, podrían servir para esclarecer algunos de los misterios sin resolver que habían terminado poniendo en ridículo la labor de la policía. ¡Con dos pelotas, sí señor! Y dicho esto, el Presidente se calló satisfecho con su exposición. La Inspectora Jefe demostró ser una profesional como la copa de un pino. Aguantó el tipo realmente bien, pero finalmente, dejó de morderse los labios y se rindió. Encanada de la risa, empezó a soltar unos tremendos lagrimones y a pegar puñetazos sobre la mesa del despacho mientras se justificaba de forma entrecortada: “Perdone usted...pero eso que me cuenta…el Energúmeno…no puedo…no puedo…”
El pobre Don Tomás se quedó petrificado como si le hubiera mirado un basilisco, mientras la mujer se descoyuntaba de risa. Las carcajadas se fueron convirtiendo en un puro histerismo hasta que comenzaron a resonar extrañamente cavernosas. Pude comprobar horrorizado como sus enormes pechos se hinchaban peligrosamente. La mecha del petardo se había encendido. Desesperado, le hice toda clase de señas y aspavientos para avisarla, pero la insensata continuó riendo de forma descontrolada. Faltando al mínimo decoro exigible, pegué mi hombro contra las pechugas de la hembra y empecé a empujar con todas mis fuerzas, pero la presión me fue desplazando hacia atrás. Cuerpo a cuerpo, los chicharrones siguieron creciendo hasta que dejé de ver la cara a la autoridad. Aquellos pelotones de playa estaban a punto de estallar. No se podía hacer nada más. Tocaba ponerse a cubierto. Agarré al Presidente y lo saqué del despacho a empujones. Segundos después, la risotada se cortó de cuajo y un estampido hizo temblar los cimientos del edificio. Aunque el sistema automático de seguridad puso a tope la relajante música ambiental para aeropuertos, nadie pudo evitar que el pánico se extendiera como la pólvora. En estos casos, las normas aconsejan no utilizar el ascensor, así que una masa humana descontrolada colapsó las escaleras de bajada. Casi todos iban más despistados que un sordo en un baile mientras, los más listos, seguíamos mirando a nuestro alrededor no fuéramos a cruzarnos con la tonta de turno a la que siempre le da por echarse a reír como una loca en las situaciones más inconvenientes. ¡Ni se me ocurriría bailar con alguna así!
El Presidente no había recuperado el color de la cara, cuando cientos de nudillos llamaron a su puerta. Eran los vecinos de la “Asociación Pacífica con Antorchas” que había llegado para pedir explicaciones. La promesa no se había cumplido y el Energúmeno siguiera paseándose en tanga por la urbanización con su habitual tono amenazante, así que el Presidente, resignado, abrió el balcón del unifamiliar 37 sabiendo que iba a escribirse la última página de su biografía.
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