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Una calandria cantaba
armoniosamente en el vecino manzano, pero El Ghazalí no la oía, tan abstraído
estaba. Una joven esclava de ágil paso y natural elegancia trajo un azafate de
plata con una tisana, sin que El Ghazalí levantara siquiera la cabeza. Nada alteraba
su abstracción. La tarde dulcemente se apagaba en el ameno jardín, pero El
Ghazalí no parecía percatarse de ello y la noche lo sorprendió meditando.
Hace tiempo que El
Ghazalí había llegado a una conclusión, que necesariamente debía ser errónea. Toda
su obra, de tantos años, volvió a ser revisada, punto por punto,
concienzudamente, para descubrir el paso equivocado, el salto en el
razonamiento, la incoherencia. Repasó su obra con la guía de Aristóteles. Dedicó tantos años a revisarla, como los que
había necesitado para escribirla. No encontró ningún fallo en sus desarrollos
lógicos. Las conclusiones tenían que ser ciertas.
Alá, sea siempre
loado, el poseedor de la sabiduría, no estaba interesado por todos los
acontecimientos, sino solo por el correcto funcionamiento de las leyes
generales que él había dictado, las leyes físicas universales, las de la
evolución de las especies y de los pueblos. Sus ocupaciones se limitaban a
vigilar el curso normal de estas leyes. Los individuos no le interesaban, no se
ocupaba de lo que les aconteciera. A esta conclusión le conducían todos sus
estudios y observaciones.
Quedó conturbado con
la confirmación de su descubrimiento. Su fe, hasta entonces granítica, flaqueó.
Un sentimiento de soledad y fragilidad lo embargó. Tras sufrir una grave crisis
personal, decidió dejar para siempre sus estudios de filosofía, se despidió de
sus discípulos y dimitió como maestro de la madrasa, y con escasas pertenencias
salió de su casa de Bagdad para peregrinar por toda la Siria y la Anatolia al
encuentro de una razón para su vida.
Una tarde,
desorientado y perdido en un bosque de la región de los montes Zagros, cuando
anochecía, fue acogido por un solitario que habitaba una rústica cabaña en tan
agreste lugar. El huésped vivía solo, no tenía familia
directa, ni parientes cercanos y carecía de amigos. Recogía frutos silvestres y
cazaba con trampas pequeños animales para alimentarse, pero la mayor parte del
tiempo se hallaba desocupado y se sentaba cerca de su cabaña para ver pasar el tiempo.
-¿Para qué quieres la
vida? Le preguntó El Ghazalí, después de haber escuchado el relato de tan
monótona y vacía existencia.
-Qué pregunta tan
extraña, contestó el solitario con asombro, es lo único que poseo, de modo que
la disfruto mientras Alá lo permita.
El Ghazalí sintió que
su peregrinar había terminado, volvió a Bagdad, reabrió su casa pero jamás
volvió a la madrasa ni a admitir discípulos.
Antonio Envid
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