-
AEM |
No es una leyenda, no, que yo lo viví y lo recuerdo como si estuviera sucediendo ahora mismo. El viejo se animó y le brillaban los ojos como si una sucesión de escenas holográficas se proyectaran delante de él. Los chicos se dispusieron a escuchar una de las maravillosas historias que siempre les contaba el abuelo.
Yo era un joven estudiante entonces, y cuando tenía algún día de fiesta acudía al pueblo. Al caer la tarde me acercaba a la estación de ferrocarril. Por allí no iba casi nadie. ¿Para qué? hacía años que no pasaba ningún tren, la estación estaba clausurada provisionalmente, según informaba un aviso amarillento y semiborrado que perecía en el tablón de anuncios, “por obras”; todo el mundo sabía en el país lo que significaba “cerrado provisionalmente por obras”. Solo el viejo Adán acudía puntualmente todos los días, un factor en funciones de vigilante, guardián en espera de salir de la “provisionalidad” para continuar con sus anteriores labores, pero seguramente tan olvidado por la compañía de ferrocarriles como la propia estación.
Me gustaba la soledad del lugar e imaginar, a través de los matojos que cubrían los railes, el destello del acero pulido por el roce constante de las ruedas sobre el carril, escuchar en el arrumbado andén, en su fría desolación, atravesando el tiempo, el lejano eco de las alegres conversaciones de quienes esperaron, un día, para partir a la ciudad a sus negocios o a divertirse, las entrecortadas palabras de las madres y novias que despedían al chico que iba al sorteo de su quinta o se incorporaba a filas, o el entusiasmo de quienes llegaron llenos de novedades y noticias que contar a sus vecinos, o el acento abatido de quien volvió al pueblo derrotado tras perseguir inútilmente el dorado por tierras ajenas.
Con Adán, que nunca fue dicharachero y hablador, mantenía siempre la misma conversación:
-Dicen que el año que viene, si hay perras, arreglarán el puente y se reanudará la circulación.
-Ya lo dijeron el año pasado y el anterior. “Si hay perras”, perras hay para lo que quieren. Aquí estamos olvidados. Yo creo que hasta Dios se ha olvidado de nosotros. Cada último de mes, cuando me llega la paga, me parece un milagro.
-Hombre, hay que tener confianza.
-Sí la reabriesen y yo volviera a ser el factor... Un trabajo decente, no como ahora, que me pagan no se sabe porqué. No se puede hacer esto con una persona que ha entregado su vida a la compañía. No señor. Tengo derecho a que se me exija un trabajo por mi paga…
Y seguía un largo silencio. Cada uno volvía a sumergirse en sus propios pensamientos.
-Esta primavera es buena, parece un verano adelantado.
-Ya se lo diré dentro de quince días. Es para que nos confiemos. Cómo venga una helada como la del año pasado…
Y otra larga pausa, de quienes no tienen nada que comunicarse, ni ganas de hacerlo, pero les sobra el tiempo y no saben en que emplearlo. Lo cierto es que había caído la noche y estaba algo fresquita pero buena, me abroché la chaqueta y me subí las solapas. Adán permanecía impertérrito a mi lado en el andén mirando al infinito la arribada de un tren imaginario, como acostumbraba a hacerlo.
No podía ser, en la distancia creí oír el lejano bramido de un tren. Es el viento que se ha movido un poco. “Tendremos que irnos”, dije, “se nos ha hecho tarde”. Volví a oír un resoplido, pero esta vez más cerca. Adán dirigió la mirada hacia la lejanía de la vía y corrió a coger la gorra y el banderín de señales en un acto automático, fruto de tantos años de auxiliar del jefe de la estación.
A una velocidad vertiginosa se acercaba un horrísono tren, su locomotora, envuelta en llamas y vapor, tenía un aspecto infernal y emitía un bramido sobrecogedor. Se me erizaron los cabellos y me paralizó el terror: era un tren que venía del infierno. Adán, con la gorra de reglamento calada empuñó el banderín de parada.
Huí instintivamente, eché a correr y volviéndome vi como cientos de apariencias infrahumanas se descolgaban por las ventanillas de tan infame ferrocarril. Vestían harapos y emitían repulsivos lamentos, fosforecían en la oscuridad con una luz pálida de fuego fatuo. Agarraron al desdichado Adán y violentamente lo metieron en uno de los coches del abominable convoy continuando su vertiginoso viaje. Entonces sí que corrí, los talones me pegaban en el culo, corrí hasta el pueblo y me refugié en el bar, conté lo ocurrido, pero a pesar de las risas que levantó mi relato nadie quiso llegarse hasta la estación para comprobar lo que hubiera de cierto en él. Ya no volvimos a ver al pobre Adán y desde entonces nadie acude a tan siniestro lugar.
En ese tren viajan ánimas en pena, me percaté de que era la noche del uno de mayo, la noche de Walpurgis, la noche en que todo lo maléfico anda suelto. Si una de esas dolientes ánimas puede atrapar a un humano, sea del sexo y de la edad que sea, éste la sustituye en tan dramático y lúgubre papel y el espectro que ha tenido la fortuna de cogerlo queda libre para descansar definitivamente. Adán, por fin, habrá recuperado una tarea en el ferrocarril: viajar desde el infierno hasta aquel pueblo infinitamente, pero no creo que ello le haga feliz.
Durante el desarrollo del cuento a los chicos se les habían ido abriendo los ojos y los mostraban casi desorbitados, con la mandíbula inferior caída en una expresión de asombro y miedo; se hallaban encogidos y acurrucados todos ellos y ni siquiera se atrevían a mirar a su alrededor.
Yo era un joven estudiante entonces, y cuando tenía algún día de fiesta acudía al pueblo. Al caer la tarde me acercaba a la estación de ferrocarril. Por allí no iba casi nadie. ¿Para qué? hacía años que no pasaba ningún tren, la estación estaba clausurada provisionalmente, según informaba un aviso amarillento y semiborrado que perecía en el tablón de anuncios, “por obras”; todo el mundo sabía en el país lo que significaba “cerrado provisionalmente por obras”. Solo el viejo Adán acudía puntualmente todos los días, un factor en funciones de vigilante, guardián en espera de salir de la “provisionalidad” para continuar con sus anteriores labores, pero seguramente tan olvidado por la compañía de ferrocarriles como la propia estación.
Me gustaba la soledad del lugar e imaginar, a través de los matojos que cubrían los railes, el destello del acero pulido por el roce constante de las ruedas sobre el carril, escuchar en el arrumbado andén, en su fría desolación, atravesando el tiempo, el lejano eco de las alegres conversaciones de quienes esperaron, un día, para partir a la ciudad a sus negocios o a divertirse, las entrecortadas palabras de las madres y novias que despedían al chico que iba al sorteo de su quinta o se incorporaba a filas, o el entusiasmo de quienes llegaron llenos de novedades y noticias que contar a sus vecinos, o el acento abatido de quien volvió al pueblo derrotado tras perseguir inútilmente el dorado por tierras ajenas.
Con Adán, que nunca fue dicharachero y hablador, mantenía siempre la misma conversación:
-Dicen que el año que viene, si hay perras, arreglarán el puente y se reanudará la circulación.
-Ya lo dijeron el año pasado y el anterior. “Si hay perras”, perras hay para lo que quieren. Aquí estamos olvidados. Yo creo que hasta Dios se ha olvidado de nosotros. Cada último de mes, cuando me llega la paga, me parece un milagro.
-Hombre, hay que tener confianza.
-Sí la reabriesen y yo volviera a ser el factor... Un trabajo decente, no como ahora, que me pagan no se sabe porqué. No se puede hacer esto con una persona que ha entregado su vida a la compañía. No señor. Tengo derecho a que se me exija un trabajo por mi paga…
Y seguía un largo silencio. Cada uno volvía a sumergirse en sus propios pensamientos.
-Esta primavera es buena, parece un verano adelantado.
-Ya se lo diré dentro de quince días. Es para que nos confiemos. Cómo venga una helada como la del año pasado…
Y otra larga pausa, de quienes no tienen nada que comunicarse, ni ganas de hacerlo, pero les sobra el tiempo y no saben en que emplearlo. Lo cierto es que había caído la noche y estaba algo fresquita pero buena, me abroché la chaqueta y me subí las solapas. Adán permanecía impertérrito a mi lado en el andén mirando al infinito la arribada de un tren imaginario, como acostumbraba a hacerlo.
No podía ser, en la distancia creí oír el lejano bramido de un tren. Es el viento que se ha movido un poco. “Tendremos que irnos”, dije, “se nos ha hecho tarde”. Volví a oír un resoplido, pero esta vez más cerca. Adán dirigió la mirada hacia la lejanía de la vía y corrió a coger la gorra y el banderín de señales en un acto automático, fruto de tantos años de auxiliar del jefe de la estación.
A una velocidad vertiginosa se acercaba un horrísono tren, su locomotora, envuelta en llamas y vapor, tenía un aspecto infernal y emitía un bramido sobrecogedor. Se me erizaron los cabellos y me paralizó el terror: era un tren que venía del infierno. Adán, con la gorra de reglamento calada empuñó el banderín de parada.
Huí instintivamente, eché a correr y volviéndome vi como cientos de apariencias infrahumanas se descolgaban por las ventanillas de tan infame ferrocarril. Vestían harapos y emitían repulsivos lamentos, fosforecían en la oscuridad con una luz pálida de fuego fatuo. Agarraron al desdichado Adán y violentamente lo metieron en uno de los coches del abominable convoy continuando su vertiginoso viaje. Entonces sí que corrí, los talones me pegaban en el culo, corrí hasta el pueblo y me refugié en el bar, conté lo ocurrido, pero a pesar de las risas que levantó mi relato nadie quiso llegarse hasta la estación para comprobar lo que hubiera de cierto en él. Ya no volvimos a ver al pobre Adán y desde entonces nadie acude a tan siniestro lugar.
En ese tren viajan ánimas en pena, me percaté de que era la noche del uno de mayo, la noche de Walpurgis, la noche en que todo lo maléfico anda suelto. Si una de esas dolientes ánimas puede atrapar a un humano, sea del sexo y de la edad que sea, éste la sustituye en tan dramático y lúgubre papel y el espectro que ha tenido la fortuna de cogerlo queda libre para descansar definitivamente. Adán, por fin, habrá recuperado una tarea en el ferrocarril: viajar desde el infierno hasta aquel pueblo infinitamente, pero no creo que ello le haga feliz.
Durante el desarrollo del cuento a los chicos se les habían ido abriendo los ojos y los mostraban casi desorbitados, con la mandíbula inferior caída en una expresión de asombro y miedo; se hallaban encogidos y acurrucados todos ellos y ni siquiera se atrevían a mirar a su alrededor.
Antonio
Envid
No hay comentarios:
Publicar un comentario