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SGS |
Nadie flanqueaba la entrada al hall del ayuntamiento un cuarto de hora antes de su apertura al público. Pero pronto llegarían los otros ladrando, rugiendo, aullando, bramando. Y daría comienzo la guerra.
Si yo fuese como tú. Si tú fueses como yo.
¿No estaríamos bajo un solo alisio?
Somos extraños.
N. llevaba prisa. Sus casi sesenta años y una familia a cuestas le pesaban como una fúnebre losa (sólo le salvaba la poesía). Tenía que presentar unos documentos y conseguir diversos impresos. Y, sobre todo, a las once, entrevistarse con monsieur Tiburón, con quién debería cerrar el negocio más importante del año, ese negocio que consigue salvar los desastrosos resultados de todo un ejercicio.
Lo adecuado hubiera sido dejar la burocracia municipal para otro día. Pero tanto los documentos a presentar como los impresos a conseguir tenían fecha de caducidad: hoy era el último día para ambas gestiones y su fracaso supondría tal cúmulo de sanciones administrativas capaces de frustrar los resultados de todo el año, aun suponiendo que el negocio de las once llegara a buen puerto.
El ayuntamiento lo abrían a las 9 y hubo de madrugar para ser hacerse cn el primer número de la ventanilla de admisión de documentos. Respiró cuando lo tuvo entre sus manos: “1”. Inmediatamente se puso el primero en la línea de confidencialidad que separaba la fila del mostrador (Ventanilla A). Eran y cinco las nueve: allí no aparecía ningún funcionario. Empezó a ponerse nervioso pero a y diez surgió entre la selva de mesas, monitores y librerías una funcionaria con bigotito tiralíneas del que colgaban dos buenas palas y unas cuidadas patillas que disimulaban sus anchas mandíbulas de hipopótamo. N. se acercó por fin a entregar los documentos y, ¡horror!, se había dejado sin rellenar un apartado. Las prisas. Nunca le había pasado algo parecido. De modo que la funcionaria/hipopótamo se los devolvió y N. se puso a rellenarlos a un lado del mostrador, mientras el señor que llevaba el núm. 2, una especie de cuervecillo inquieto, tomó la ventanilla.
N. cumplimentó inmediatamente lo que le faltaba y el cuervecillo seguía allí, como seguía allí la fila impaciente en la línea de confidencialidad. Había perdido el turno, cierto. N. había perdido su turno. Pero era sólo presentar un impreso y que le sellaran la copia. Debía intentarlo. Debía intentar recurrir a la amabilidad y humanidad de quienes estaban en la fila. Con educación, sería sencillo. El cuervecillo terminó y N., exhibiendo su núm. 1, rogó al siguiente de la fila. Era un joven alto, con fauces de lobo feroz, de unos cuarenta años. Detrás de él una gata con gafitas sobre unos ojos fulminantes, asomó la cabeza y lanzó un atroz bufido. El lobo aulló, ofendido y, entre zarpazos al aire, se lanzó a la ventanilla sin siquiera mirar a N.
N. dio la vez por perdida, no sin antes mirar a la funcionaria/hipopótamo del bigotito exhibiendo, ya derrotado, el núm. 1. Pero la buena mujer, acariciando una de sus patillas y fileteando con una lengua casi bífida sus dos enormes palas, no le hizo el menor caso a N., centrando toda su atención al apuesto lobo feroz.
En fin, N. miró el reloj (y cuarto). Cogió un nuevo turno y se puso al final de la fila. El lobo terminó y tomó el mostrador la gata fura, que abrió sus manitas que parecían zarpas exhibiendo unas uñas atroces que se clavaron en un montón de documentos que extrajo de su cartera. Mala suerte, debía ser empleada de la gestoría del zoo. Había allí para un buen rato. N. miraba el reloj.
A las diez menos diez N. conseguía por fin presentar su documento. Luego se fue rápidamente a tomar número para la fila de impresos. Bien, suerte: en el mostrador de venta de impresos (en la administración nada es gratis) no había tanta fila. Esperó su turno. Llevaba el 25, estaban atendiendo al 19 y además había dos ventanillas. Las diez y cinco. Al fin se encendió el núm. 25 en la ventanilla A, pero, una pareja que merodeaba por allí como un par dos monitos silenciosos y maleducados, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se adelantó y ocupó la ventanilla. El infierno son los otros, pensó N. y se acercó al mostrador exhibiendo su número. La funcionaria –esta no tenía bigote, sólo patillas y una voz como las cotorras- lo fulminó con la mirada: por favor –le dijo- estos señores llevaban un número anterior al suyo pero se habían confundido de impreso. No, no -contestó N. resignado-, si me parece bien, sólo que, como no habían dicho nada, pensé que podía tratarse de algún error. Pues no, contestó la cotorra, no se trata de ningún error: ¡espérese! En ese momento sonó un clin porque la ventanilla B se había quedado libre y sobre ella parpadeaba el núm. 26. N. se acercó pero el de atrás, el señor que llevaba el núm. 26 le dijo, con cara de merluza exhausta, que era su turno. N. miró a la funcionaria de la ventanilla B, pero esta se encogió de hombros y le dijo: a mí me indica el monitor el núm. 26. Con los demás debemos ser justos –pensó N.- pero con nosotros mismos debemos ser verdaderos. Y se calmó.
Se apartó, sonrió, se quedó en tierra de nadie y cuando acabaron los monitos maleducados -que salieron mirándolo con sorna y haciendo monadas-, pudo por fin comprar el impreso que le interesaba. Mientras la funcionaria le atendía, N. le dijo: oiga si a mí me parece bien lo de la tolerancia, lo que ocurre es que en el mostrador de recepción de documentos yo estaba justo en la situación contraria y nadie ha tenido la menor consideración conmigo. Además, yo allí, al contrario que esta pareja aquí, he pedido permiso con amabilidad a la gente. Pero de nada me ha servido. La funcionaria se encogió de hombros, le entregó los impresos y, sin comentario alguno, le cobró (en la administración nada es gratis).
Miró el reloj: las diez y veinte, se dijo sonriendo de impotencia y resignación. Si cojo un taxi y el tráfico lo permite aún llegaré.
¿Era un día propicio para cerrar ese negocio de las 11? N. sonreía. La segunda vez que lo habían ninguneado ratificaba claramente que todos se habían portado mal con él en el mostrador de recepción de documentos. Que había sido tratado injustamente. Además, él en la otra posición había sido amable, comprensible y educado, aun con la pareja aquella de monitos maleducados que se le había metido delante sin siquiera mirarle.
A ver si tengo suerte y encuentro rápido un taxi, pensaba al salir del Ayuntamiento. Enseguida apareció uno:
-¡Taxi, taxi!
FINAL HERMOSO
Cuando se disponía a entrar se le adelantó el lobo feroz, que aún andaba por allí, y dando un aullido se metió en el taxi y el taxi emprendió veloz la macha. N. miró sus manos y se dijo sonriendo: si me crecieran las orejas como las uñas parecería un burro. Luego escrutó cielo y, casi imploró: ¿quién si yo gritara me escucharía desde los coros de ángeles? Y enseguida apareció un segundo taxi. Al entrar comprobó con satisfacción que quien lo conducía era una conductora. Pero ¿cómo era la conductora? ¿Cómo? Como un hermoso pétalo en una rama oscura y húmeda. Así era. N. volvió a sonreír.
FINAL ESCABROSO (REAL)
Cuando se disponía a entrar se le adelantó el lobo feroz, que aún andaba por allí, y dando un aullido se metió en el taxi y el taxi emprendió veloz la macha. N. miró sus manos y se dijo sonriendo: si me crecieran las orejas como las uñas parecería un burro. Luego escrutó el cielo y, casi imploró: ¿quién si yo gritara me escucharía desde los coros de ángeles? Pensó que enseguida aparecería otro taxi, pero cuando lo hizo ya era demasiado tarde. La ruina, pensó, esto significa mi ruina y la de los míos. Deambuló perdido entre calles descono-cidas y cuando acertó a encontrar su casa (que pronto dejaría de serlo) pensó que si tuviera un almario recogería allí su alma. Pero N. ya no tenía alma. Así que se dirigió al armario y se hizo con el rifle. Un winchester 1892, trapper que su tío Murdoc le regaló antes de irse a Kenia de donde ya nunca volvió. Y cartuchos, más de doscientos cartuchos 44 rem magnum, en una preciosa cajita de madera labrada con las iniciales T.S.M.
Y siguiendo los pasos de su tío Murdoc, volvió raudo a la selva y allí disparó indiscriminada-mente contra todo mono viviente: panteras, tigres, lobos, leopardos, tiburones, alguna ballena y varias palomas blancas.
Servando Gotor
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ResponderEliminarSipe, claro, ok.
Me olvido del apoyo de rilke, pound, sartre
y algún otro, pero, ¿por qué los pones en letra
ladeadilla? Creo que canta. Estaba ya identificado con N.
cuando me has cortado la narration, en fin.
Gracias, Maestro.
Narciso
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Pues también tienes razón. Lo cambio.
ResponderEliminarHe cambiado el cuento. Le he puesto dos finales. Había uno que me reondaba por la cabeza y finalmente he optado por ponerle dos finales. Lo doy ya (creo) por definitivamente acabado.
ResponderEliminar.
ResponderEliminarJejejjeje... Maestro: sin duda, los que preferimos
la realidad, preferimos también el fin real, mucho más
humano y digno y en consonancia.
Acudiendo de nuevo a la realidad, considera que
al pobre N. se le caería (mucho) más el pelo
por haber matado a los dulces animalitos
(siempre, ay, en vías de extinción) que por
haber acabado con unos sucios humanos
(que además sobraban: ya somos 7.000.000.000
oiga, por muchos que mate...
Gracias por el final alternativo.
Narciso
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