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"Lo amó en sus tres estados:
Lo amó muerto.
Lo amó vivo.
Lo amó resucitado.
Magdalena, la santa amante de Jesús"
(Anónimo s.XVII)
Ya en otra ocasión, que ahora muy bien no recuerdo, había tenido yo esa
misma sensación; me parece que fue el día en que mi madre me ayudó a salir de su
vientre.
Aquella tarde no tenía nada que hacer. Se me ocurrió visitar el Museo de la ciudad. Me detuve en una de las salas donde a la sazón un pintor de fama exponía sus mejores obras. Recuerdo que la colección se llamaba El busto al óleo. Su autor: un manierista, de colores oscuros y fríos. La mayoría de sus cuadros eran rostros de muchachas salidos de su imaginación artificiosa; más parecían retratos de señoritas bobaliconas en posición un tanto ridícula y teatrera. Ante ellas la admiración retórica del artista se arrastraba como cocodrilo que pierde un huevo entre las escamas de su entrepierna. Y este incidente de mi agenda no programada en un día robado al determinismo, fue el inicio de una relación amorosa que me llevó a las ingles apinceladas de Carolo, un pintor napolitano de la primera mitad del siglo XVII.
Ahora, igual que que cuando mi madre me dio a luz, pero de manera distinta, un hombre, desde la distancia de su virilidad ansiosa, me manipula como una muñeca, un tótem, su objeto. Y siento en mi carne las agujas clavadas que obligan a comportarme conforme a las predicciones vuduístas de alguien o de algo ajeno a mi libre decisión.
Lo que viví durante los casi cuatro siglos que estuve con este pintor cuyo nombre ya he borrado de mi árbol genealógico, no fue fruto del espontáneo devenir de los acontecimientos. Nunca pretendí escabullirme de la horma con la que el destino tan fervorosamente me calza y me mima como asidua expendedora y clienta del placer y el infortunio. Mi ilusión como núbil adolescente ha sido siempre amar y ser amada de manera libre por un hombre que me quiera de igual modo. Nunca a contracorriente. Y mucho menos casarme de por vida con quien dentro de treinta y tres años será tan solo una descarnada calavera en el Gólgota de mis amores rotos . Siempre blanco vivo quise ser de las flechas caprichosas de un amor siempre por resucitar. A lo largo de mi secular coyunda tiempo tuve para darme cuenta que en cualquier contrato carnal yo nunca fui parte, más bien desgraciada contrapartida siempre sin compensación alguna.
El determinante de nuestra ruptura fue casual. Pasó lo mismo cuando nos conocimos por vez primera en el Museo de Capodimonte. Las cosas importantes suelen suceder de manera inesperada, por sorpresa. Ocurrió un día de san Valentín. Un catorce de febrero, tal día como hoy. Salimos a celebrar nuestro día de enamorados a una trattoria de la bahía de Nápoles, frente al Vesubio. La cena y el chianti superiore se prestaban a confidencias íntimas. Yo colgada de sus saurios ojos en celo le pregunté al pintor:
Aquella tarde no tenía nada que hacer. Se me ocurrió visitar el Museo de la ciudad. Me detuve en una de las salas donde a la sazón un pintor de fama exponía sus mejores obras. Recuerdo que la colección se llamaba El busto al óleo. Su autor: un manierista, de colores oscuros y fríos. La mayoría de sus cuadros eran rostros de muchachas salidos de su imaginación artificiosa; más parecían retratos de señoritas bobaliconas en posición un tanto ridícula y teatrera. Ante ellas la admiración retórica del artista se arrastraba como cocodrilo que pierde un huevo entre las escamas de su entrepierna. Y este incidente de mi agenda no programada en un día robado al determinismo, fue el inicio de una relación amorosa que me llevó a las ingles apinceladas de Carolo, un pintor napolitano de la primera mitad del siglo XVII.
Ahora, igual que que cuando mi madre me dio a luz, pero de manera distinta, un hombre, desde la distancia de su virilidad ansiosa, me manipula como una muñeca, un tótem, su objeto. Y siento en mi carne las agujas clavadas que obligan a comportarme conforme a las predicciones vuduístas de alguien o de algo ajeno a mi libre decisión.
Lo que viví durante los casi cuatro siglos que estuve con este pintor cuyo nombre ya he borrado de mi árbol genealógico, no fue fruto del espontáneo devenir de los acontecimientos. Nunca pretendí escabullirme de la horma con la que el destino tan fervorosamente me calza y me mima como asidua expendedora y clienta del placer y el infortunio. Mi ilusión como núbil adolescente ha sido siempre amar y ser amada de manera libre por un hombre que me quiera de igual modo. Nunca a contracorriente. Y mucho menos casarme de por vida con quien dentro de treinta y tres años será tan solo una descarnada calavera en el Gólgota de mis amores rotos . Siempre blanco vivo quise ser de las flechas caprichosas de un amor siempre por resucitar. A lo largo de mi secular coyunda tiempo tuve para darme cuenta que en cualquier contrato carnal yo nunca fui parte, más bien desgraciada contrapartida siempre sin compensación alguna.
El determinante de nuestra ruptura fue casual. Pasó lo mismo cuando nos conocimos por vez primera en el Museo de Capodimonte. Las cosas importantes suelen suceder de manera inesperada, por sorpresa. Ocurrió un día de san Valentín. Un catorce de febrero, tal día como hoy. Salimos a celebrar nuestro día de enamorados a una trattoria de la bahía de Nápoles, frente al Vesubio. La cena y el chianti superiore se prestaban a confidencias íntimas. Yo colgada de sus saurios ojos en celo le pregunté al pintor:
Querido, ¿y qué es lo que viste en mi para, nada más aparecer aquella tarde por tu exposición -El Busto al Óleo-, me pidieras que nos casáramos?
Y fue sincero Infantino al decirme:
Vi en ti, Magdalena, la mujer de mi cuadro perfecto. Su mismo mirar lánguido en tus ojos de encanto. El cabello desordenado de la muchacha pintada era tu pelirroja melena protectora de mis salidas y llantos. Te vi saltar de la tela de mis pinceles al corazón de mi encuentro. Fuiste el grial que tanto tiempo llevaba pintando sin éxito.
Y como ninguna mujer quiere
ser ninguneada frente a la mujer que anima inerte los colores impasibles de un
cuadro, tu estúpida sinceridad me llevó a romper para siempre contigo en aquel
momento.
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