-¡Mírenlo, qué lindo está, tan quietito y
plácido! ¡Qué buen mozo debió ser de joven!
-¿Qué si fue buen mozo? No lo sabe usted, doña Esmerarda. Un junco era,
alto y bien plantado, con una cinturita que prendía en ella todas las miradas y
unos ojos soñadores que te embrujaban. Cuando me dijo: ven, dejé todo y ambos
nos entregamos en alma y cuerpo. –¿Te dijo ven? Tú no necesitabas que te dijera
ven, para entregarte. –Quizá no me lo dijera, doña Esmerarda, sería solo un
gesto, pero me vine a él y fueron los mejores años de mi vida. Mire, doña
Esmerarda, me tiemblan las carnes solo de acordarme. –Tú, Eurosita, lo que pasa
es que eres un pendón desorejao. Para él fuiste una anécdota de adolescente, no
como yo, que lo tuve legal, en sus dorados años de hombre. No quiero hablar
más… –Antes que de nadie fue mío. Cómo puedes llamarme pendón, Eufrasina. Tú si
que eres un putón verbenero. Llamarme pendón a mí, que, aparte de mis
relaciones con el señor, desde que me casé con mi Apolonio, no le he faltado ni
media docena de veces…
Entra un moscardón por la ventana, negro y
pesadote, y da unos lentos vuelos por la habitación, como si inspeccionara
todo. Es el ángel de la muerte. Todo lo comprueba ceñudo y funcionarial para
ver que esté en orden, como si fuera un inspector de Hacienda. Inspector de las
postrimerías. Las conversaciones se suspenden y las miradas siguen hipnóticas
las vueltas y revueltas del moscardón. Parece mostrar su conformidad y vuelve a
salir del velatorio por donde ha entrado, para visitar, seguramente, otros
duelos.
-Callaros las dos, Eurosita y Eufrasina, que
me ponéis de mal humor. Sois las dos unas pelanduscas. Mi hombre no pudo ver en
vosotras más que dos putones, algo para usar y tirar. Mi hombre, tan caballero,
tan elegante, tan bien plantado, a pesar de sus años. Porque habéis de saber
que cuando llegó a mí no fue para darle sopitas y ponerle botellas de agua
caliente en la cama, que era un león con buenos colmillos y tenía un vigor de
un toro. Buenas embestidas que daba; la hacían a una gemir de placer. No fue
frio, precisamente, lo que pasé con él en la cama. No había conocido con mi
anterior marido lo que puede ser quemarse una con fuego vivo. Mío fue en la
edad de la experiencia, de la plena sabiduría. Las aludidas protestan. –Pero,
doña Esmerarda, no nos trate así, que, al fin, somos familia por afinidad,
aunque sucesivamente. –Unos sudokus, eso es lo que fuisteis vosotras para él.
–¿Unos sudokus, doña Esmerarda? –Sí, eso, unos sudokus, un entretenimiento para
pasar el rato.
La tarde pasa lenta, calurosa. Hay que abrir
los postigos de la ventana de par en par, pues comienza a heder el exquisito
cadáver. Doña Esmerarda se abanica con energía y toma pequeños sorbos de agua
con anís para combatir los sofocos. Las otras dos sienten un extraño
hermanamiento y se abrazan para combatir la sensación de inanidad en que
quedan. De pronto, por el rigor mortis, la boca del cadáver se desencaja y por
ella sale un insecto volador. El moscardón vuelve a
entrar por la ventana y se lo lleva. ¡Lástima, para una vez que el alma del
señor podía volar libre y sin amo!
Antonio Envid
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