-
Toda la sordidez inicial que marcó sus primeras impresiones tropicales se tornó en pura exquisitez, descubriendo un paraíso inesperado no en los paisajes exóticos, cuya hermosura resultaba incuestionable, sino en uno de los oasis de palmeras que esporádicamente flanqueaban el camino entre San Pedro e Higüey. El viejo carro de fabricación americana que había comprado a un catalán afincado en La Romana no resistió la embestida del diluvio que le sorprendió a pocos kilómetros de Higüey. Las gotas de lluvia parecían globos de acero y el camino superaba en caudal y en fuerza al propio Yuma, cuyo cauce se adivinaba en el horizonte de los campos de caña. A duras penas intentaba alcanzar, a pie y contra corriente, el puntito negro que destacaba entre la llanura, inmensa y agobiante, gris con la lluvia y dorada y asfixiante momentos antes de que se dejaran sentir las primeras gotas. Dejó todo su equipaje en el carro y el carro en el camino. Pensó que el aguacero cesaría antes de llegar la noche, pero también ésta se apoderó de la escasa luz tamizada por los grises y gigantescos nubarrones. Y el puntito negro (nunca se pintó así la esperanza) desapareció. A ciegas, y a duras penas, improvisó un lecho de lodo y caña y se dejó caer muerto pensando que a poco que durara el torrencial aquélla sería la última noche. La más negra.
Pero el puntito negro tampoco se libró de la tormenta. El agua se apoderó de aquel oasis de cocoteros y deshizo las chabolillas, los bohíos de maderas multicolores frágilmente construídos al abrigo de las palmeras. El tren cargado de caña y de negros, haitianos en su mayoría, no tendría problemas sin embargo para hacerse con el puntito negro. La fortaleza de sus ruedas y el hierro de los propios railes que discurrían paralelos al camino era superior al vigor de la lluvia. No obstante, unas millas antes, se detuvo: habían visto, por unos destellos milagrosos, la chapa de un carro americano abandonado por su chauffeur. Reanudó la marcha lentamente y entre tantos ojos, negros como la noche, dieron con él.
-¡Tá muelto! - dijo una voz melodiosa.
Lo subieron a uno de los vagones, con intención de acomodarlo en alguno de los bohíos, pero los encontraron destrozados y todos tuvieron que pasar la noche a la intemperie, con la sola cobertura de los cocoteros y algunas mantas.
Serían las cinco de la mañana cuando cesó la lluvia y las diez o las once cuando un sol esplendoroso, ardiente y repelente despertó a Saturno G. Montejano de lo que creyó ser una de sus últimas noches. En principio se encontró solo porque los hombres habían vuelto a sus trabajos. Pero por los ruidos y las voces que pudo oír enseguida notó la presencia de varias negras que se habían quedado para reconstruir el poblado. Por un momento pensó que estaba abandonado, pero una morenita de mirada dulce, de no más de veinte años, dio vuelta por él como debía de haberlo hecho durante toda la noche. Aquélla fue la primera vez que la vió. En la bochornosa mañana de un Jueves de Marzo.
Ella, se asustó y corrió a llamar a las otras mujeres:
-¡Tá dehpielto! ¡Tá dehpielto! ¡L'americano tá dehpielto!
Acudieron todas y le prepararon un desayuno con las frutas más variadas y el caldo de tres pequeños cocos. Hizo mención de marcharse pero ni le dejaron ni hubiera podido, dadas las condiciones en que se encontraba.
Vivió durante unos cuantos días a cuerpo de rey. Se enamoró de la preciosa negrita y le pasó por la cabeza quedarse para siempre en aquel oasis, en aquél puntito negro que a la luz del sol era verde, como siempre le habían pintado el color de la esperanza. Pero tenía que seguir hacia Higüey:
-Volveré y te llevaré conmigo - le dijo.
Ella no respondió, pero sus vidriosos ojos lo dijeron todo. El resto de sus días, hasta que el americano cumplió, los consumió escrutando el horizonte. Cuantas motitas negras surcaban el amarillo de la llanura provocaban en su corazón enormes latidos de esperanza. Y entretanto, imaginó e idealizó su regreso de diez mil formas. Soñó que los campos de caña se convertían en jardines inmensos y que los bohíos se tornaban en solariegas mansiones como las de los franceses adinerados de Puerto Príncipe. Vió a su amado llegar navegando por un Yuma ancho, caudaloso y desconocido, en una barcaza de lujo por él mismo pilotada. Se observó a sí misma con preciosos vestidos blancos de encajes y brocados, con cintas de raso dorado y sombrillas a juego, como las señoritas ricas a las que sirvió en Santo Domingo. Y succionó y saboreó el amor, la belleza y la bondad de su galán, igual que las estrellas de Hollywood en las películas que pasaban los días de fiesta en un cine al aire libre cerca del malecón.
Por fin, una de aquellas motitas negras resultó ser la materialización de sus sueños. Era el coche del americano. Venía de Higüey, donde había aprendido a medrar a costa de los negros bajo la tutela de un viejo terrateniente de origen español que comenzó trabajando en unas minas de cobre cubanas y acabó con una importante industria de forjados en la República Dominicana. También Saturno G. Montejano había soñado con aquel encuentro. También él proyectó todas sus esperanzas sobre dos puntitos negros: el oasis de bohíos que se divisaba desde el coche y, ya más cerca, el cuerpecito frágil y escultural de su mulata que destacaba hermoso y subyugante sobre los mejores frutos de aquel vergel.
Cuando llegó al campamento de bohíos, con la complicidad absorta e ilusionada de todas las miradas, se apeó del carro, un vehículo nuevo y de un amarillo brillante, también de fabricación americana. Vestía un traje de lino blanco que contrastaba con la guayabera incolora que llevaba cuando lo acogieron maltrecho la vez anterior. Traía una rosa en el ojal de la chaqueta. Cogió en brazos a la muchacha, la sentó en el carro, la besó y le colocó la flor en el pelo. Al estrépito del automóvil cuando arrancó se sumó el de los aplausos, las risas y los gritos de festejo.
Serían las cinco de la mañana cuando cesó la lluvia y las diez o las once cuando un sol esplendoroso, ardiente y repelente despertó a Saturno G. Montejano de lo que creyó ser una de sus últimas noches. En principio se encontró solo porque los hombres habían vuelto a sus trabajos. Pero por los ruidos y las voces que pudo oír enseguida notó la presencia de varias negras que se habían quedado para reconstruir el poblado. Por un momento pensó que estaba abandonado, pero una morenita de mirada dulce, de no más de veinte años, dio vuelta por él como debía de haberlo hecho durante toda la noche. Aquélla fue la primera vez que la vió. En la bochornosa mañana de un Jueves de Marzo.
Ella, se asustó y corrió a llamar a las otras mujeres:
-¡Tá dehpielto! ¡Tá dehpielto! ¡L'americano tá dehpielto!
Acudieron todas y le prepararon un desayuno con las frutas más variadas y el caldo de tres pequeños cocos. Hizo mención de marcharse pero ni le dejaron ni hubiera podido, dadas las condiciones en que se encontraba.
Vivió durante unos cuantos días a cuerpo de rey. Se enamoró de la preciosa negrita y le pasó por la cabeza quedarse para siempre en aquel oasis, en aquél puntito negro que a la luz del sol era verde, como siempre le habían pintado el color de la esperanza. Pero tenía que seguir hacia Higüey:
-Volveré y te llevaré conmigo - le dijo.
Ella no respondió, pero sus vidriosos ojos lo dijeron todo. El resto de sus días, hasta que el americano cumplió, los consumió escrutando el horizonte. Cuantas motitas negras surcaban el amarillo de la llanura provocaban en su corazón enormes latidos de esperanza. Y entretanto, imaginó e idealizó su regreso de diez mil formas. Soñó que los campos de caña se convertían en jardines inmensos y que los bohíos se tornaban en solariegas mansiones como las de los franceses adinerados de Puerto Príncipe. Vió a su amado llegar navegando por un Yuma ancho, caudaloso y desconocido, en una barcaza de lujo por él mismo pilotada. Se observó a sí misma con preciosos vestidos blancos de encajes y brocados, con cintas de raso dorado y sombrillas a juego, como las señoritas ricas a las que sirvió en Santo Domingo. Y succionó y saboreó el amor, la belleza y la bondad de su galán, igual que las estrellas de Hollywood en las películas que pasaban los días de fiesta en un cine al aire libre cerca del malecón.
Por fin, una de aquellas motitas negras resultó ser la materialización de sus sueños. Era el coche del americano. Venía de Higüey, donde había aprendido a medrar a costa de los negros bajo la tutela de un viejo terrateniente de origen español que comenzó trabajando en unas minas de cobre cubanas y acabó con una importante industria de forjados en la República Dominicana. También Saturno G. Montejano había soñado con aquel encuentro. También él proyectó todas sus esperanzas sobre dos puntitos negros: el oasis de bohíos que se divisaba desde el coche y, ya más cerca, el cuerpecito frágil y escultural de su mulata que destacaba hermoso y subyugante sobre los mejores frutos de aquel vergel.
Cuando llegó al campamento de bohíos, con la complicidad absorta e ilusionada de todas las miradas, se apeó del carro, un vehículo nuevo y de un amarillo brillante, también de fabricación americana. Vestía un traje de lino blanco que contrastaba con la guayabera incolora que llevaba cuando lo acogieron maltrecho la vez anterior. Traía una rosa en el ojal de la chaqueta. Cogió en brazos a la muchacha, la sentó en el carro, la besó y le colocó la flor en el pelo. Al estrépito del automóvil cuando arrancó se sumó el de los aplausos, las risas y los gritos de festejo.
Servando Gotor
de El amor y las moiras (1994)
.
ResponderEliminarCoño, Maestro, 18 años, que serán más desde
que lo escribiste... es un buen texto, sin duda, pero
¿cómo lo ves tú después de este tiempo, ya
significativo? Como se suele decir, ¿te reconoces
en él?
Ta muelto, ta depieto... mmmm
Gracias por compartirlo.
Narciso
.
Je, qué malo eres. Me parece (el texto) un poco chorrillas pero se puede aguantar. Entonces me interesaba principalmente la historia, el argumento y, lo que es peor: la escritura "bonita", "adornada" (aunque empezaba a huír de ella). Hoy, no. Hoy me interesan más otras cosas. De todos modos, en conjunto, no reniego, incluso hay fragmentos de los que me siento especialmente satisfecho.
EliminarEsto lo he colgado porque lo tenía por ahí muy a mano y llevo prisa.
Gracias (en todo caso 8-)
Pues yo debo ser un poco chorras...porque me ha emocionado...incluso a mis años
ResponderEliminarangel
Negro esperanza. Y así como hay cantidad de matices del blanco. Los esquimales distinguen miles; a mí en esta historia se me reveló el negro en toda su ancha gama, la que va desde la negra sordidez de un túnel sin salida, hasta la brillante exquisitez de un "carro" policromado de negro nupcial solemne.
ResponderEliminarA mí me gusta porque es literario
ResponderEliminar¿quién ha dico aquello de que nos sobra mucha prosa versificada y nos falta mucha poesía en prosa? alguien lo habrá dicho y si no lo digo yo y punto pelota