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El bramido de la ciudad.
El aullido urbano. Dos voces
distintas que a menudo suenan como una sola.
Demasiada realidad que, afortunadamente, no llegamos a captar sino en su
mínima expresión. Al lado de mí, uno de
los peluqueros atusa el bigote antiguo y descomunal de un lindo. Ahora, algunos les llaman
“metrosexuales”. Este por lo que pesa
más bien sería un “kilosexual”, pero ya digo: un lindo, porque el bigotazo
es de compleja factura y luengo mantenimiento, artificioso y exagerado y
antiguo, muy antiguo. Un bigote de postín.
●REC. Bajo el
negro manto de la noche procesal
Gimotea el lucero del alba
Caen los párpados del reo
Su instante supremo
Su culpa, su propia culpa
Íntimo fallo
Única sentencia
Criminales de un solo delito
Pueblan celdas transparentes
Las prisiones rebosan de asesinos
Que sólo mataron una vez. STOP■
El bramido. Y me acuerdo de la gente del casino, donde abundaban bigotitos de tiralíneas. Aquellos tipos no eran tan lindos, ni metrosexuales, pero miraban al barrio y a toda la ciudad por encima del hombro. Imposible no recordar a Gracián:
—¡Aguarda!, ¿y aquellos otros —dijo Andrenio—, tan alzados y dispuestos, que parece los puso en zancos la misma naturaleza o que su estrella los aventajó a los demás, y así los miran por encima del hombro y dicen?: «¡Ah de abajo!, ¿quién anda por esos suelos?», éstos sí que serán muy hombres, pues hay tres y cuatro de los otros en cada uno dellos.
—¡Oh qué mal que lees! —le dijo el Descifrador—. Advierte que lo que menos tienen es de hombres. Nunca verás que los muy alzados sean realzados, y aunque crecieron tanto, no llegaron a ser personas. Lo cierto es que no son letras ni hay que saber en ellos, según aquel refrán: «Hombre largo, pocas veces sabio.»
* * *
Servando Gotor
La ciudad sin faro, 2008
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