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Leía atentamente la sección necrológica del diario, hasta
que se fijó en una de las esquelas. “Ahí está”, murmuró para sí. “Don Sinforoso
Arreo Marciano. Notario jubilado. Falleció en…Sus apenados: esposa….. hijos…
hijos políticos… nietos y demás familia……El sepelio se celebrará en la capilla
del cementerio municipal…..” Cerró cuidadosamente las páginas del periódico y
comenzó a mirar a un punto indefinido de la pared de su habitación, como quien
contempla con preocupación una mancha de humedad creciente, fatal amenaza
anunciadora de una degradación avanzada y progresiva del inmueble.
Se levantó temprano, con tiempo suficiente para acudir al
entierro. Se afeitó cuidadosamente, incluyendo el difícil trazado de su
bigotito de raya que le acompañaba desde que, tras casarse, consideró que
aquello le confería un aspecto de señor serio y formal. Después, en su viudez,
este apéndice piloso se había convertido en un objeto nostálgico, que le
recordaba los viejos buenos tiempos. Tras su sobrio desayuno se vistió
lentamente el traje oscuro reservado para estas ocasiones y sobre la camisa de
inmaculada blancura anudó una corbata del más serio y rotundo negro. “Vísteme
despacio, que tengo prisa”, recordó la anécdota que tanto le gustaba repetir, atribuida
a Alfonso XIII dirigiéndose a su ayuda de cámara. Cerró la puerta de casa, que quedó en la
penumbra de su soledad, y marchó a la ceremonia.
Llegó un ratito antes de comenzar el oficio y pudo ocupar
uno de los primeros bancos. Siguió la liturgia con suma atención, no
descuidando ninguno de los gestos rituales. Formando parte del séquito acompañó
a los restos del difunto hasta su sepultura y a continuación se situó en la
fila de amigos y deudos para expresar sus condolencias a la familia. Cuando llegó
a la altura de la viuda susurró una de sus frases canónicas: “Estimada señora,
le expreso mis condolencias por tan irreparable pérdida. Si en algo puedo serle
de utilidad, aquí está mi tarjeta” y deslizó en su mano una tarjeta que
informaba de sus datos: Aristóbulo García García. Empleado de banca jubilado.
Calle del Pez, nº…., etc.
Durante años, hasta su jubilación, una de sus principales
misiones como empleado del Banco fue la de representar a su entidad en los
entierros de los clientes fallecidos, de modo que una par de veces a la semana,
de promedio, las del inicio del invierno y de la primavera más frecuentes,
acudía con regularidad al cementerio municipal para despedir a los lucrativos
parroquianos y tratar de persuadir a los herederos para que dejasen su dinero
en el establecimiento. Jubilado, desde algunos años ya, le había quedado una
adición necrofílica que precisaba de cierta dosis de ceremonia mortuoria para
subsistir, de modo que siguió examinando todos los días las esquelas para descubrir aquellos antiguos clientes que
hubieran fallecido; cuando empezaron a escasear, elegía aquellos muertos, que
por su nombre o profesión o las rimbombancias que a veces usan esas notas
dieran el perfil de un posible buen cliente de su amado y recordado Banco.
Puntualmente acudía a las ceremonias de duelo.
Antonio Envid
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