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Desde el ventanuco trasero de la leñera veo el patio del Colegio. Hoy es sábado. No hay clase. Un niño salta la tapia del Centro. La tarde y el hijo de la Remedios, ya están en la parte de dentro. Los dos se sientan bajo el ángulo de la sombra del arco de la escalera colgada que da al salón de actos.
El niño harto de oír discutir a los padres salió de casa después de comer: un pequeño trozo de pan con vino y azúcar. Ni más postres, ni más mimos. Los viejos no echan en falta al hijo. Ni puñetero caso. La vida es muy larga para quienes están solos. Sobre el silencio cojo de un recreo sin niños, Bernardo lleva allí sentado más de tres horas, el tiempo que yo tardo en cortar y apilar la leña de la poda de los naranjos.
Bernardo, sólo tiene por compañía a la tarde. La tarde como el niño anda también aburrida en estas horas de siesta y cansera. Y veo ahora como la mano del sol, que se cuela por las ramas del pino, regala al niño un puñado de piedras iluminadas sobre el drenaje del parterre de la hiedra. El hijo de la Remedios no sabe de tablas de multiplicar, de números ni de pimpapunes de ferias, pero tiene muy certero el tino. Un día, de una sola pedrada se llevó por delante el gato de Periquín el Mañas, el carpintero de su calle. Aún hoy después de quince días de la desaparición del gato, la Apolonia, la mujer del tío Periquín cada mañana mira en el corral por si su minino el sape ha vuelto. Bernardo cuando se cruza con el carpintero, antes de que éste le eche el ojo, corriendo se cruza a la otra acera.
Esta tarde el niño tiene, como sus tripas, la puntería revuelta. No hace blanco en ninguno de los gorriones que el árbol se sacude de encima para entretener a Bernardo. La suerte no está por la labor. No importa. El niño, a sus ocho años, toda una vida entera, ya está acostumbrado a ver en blanco y negro los dibujos animados. Conforme sus fallos son mayores, como un loco, el niño más acelera el ritmo de sus movimientos amenazadores y errados. Y no se cansa hasta que no acaba con todas las piedras que hay en el patio del colegio.
La tarde también está triste. No sabe consolar a un niño que no puede atrapar siquiera el vuelo de un pájaro. Yo veo desde la leñera los hombros caídos de la tarde que golpea con sus horas, sus puños cansados, contra el suelo de un recreo sin niños un sábado cualquiera.
Para consuelo de todos los que han intervenido en esta historia, a mi me hubiese gustado terminar este relato con la aparición entre los troncos de la leñera del gato de Perico Mañas. Pero como escritor, aún no se me ha dado el don de hacer que las cosas ocurran de manera distinta a como sucedieron.
Juan Serrano
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